Voy a la
piscina. Todos lo años me prometo que voy a aprovechar el verano para aprender
a nadar a crawl y tirarme de cabeza al agua, pero luego me dejo vencer por la
pereza y un cuerpo bastante entumecido, y lo dejo para más adelante. Es decir,
para el año siguiente. La verdad es que podría aprender en cualquier época
porque tenemos piscina cubierta con agua caliente, pero nunca me apetece.
Dentro del recinto hay una humedad espantosa, y un calor que recuerda a los
peores días de bochorno en el Mediterráneo. Lo cierto es que ahora me planteo
cual es el verdadero objetivo de mi deseo de aprender esas dos técnicas. De
hecho, nado bastante bien a braza y me meto en el agua por la escalerilla y de
espaldas, pero con cierta distinción para mi edad. Creo que en mi voluntad, o
falta de voluntad, hay sobre todo un elemento estético, y que no quiero hacerlo
por mi mismo, sino para mis posibles espectadores. Llegado a esta conclusión
decido no intentarlo en absoluto de ahora en adelante. Quien sabe si en el
futuro, en sueños, me tiraré al agua y nadaré como Johnny Weismuller o Esther
Williams, que en el fondo es de lo que se trata.
Cuando llegamos
al lugar acordado nos está esperando Reynaldo, al que nadie esperábamos allí, y
al que de hecho la mayoría suponía en Sudamérica, su tierra natal. Él se dirige
a nosotros con una voz un tanto meliflua, que para nada recuerda a la varonil
que todos le conocimos cuando era comandante de la guerrilla y ejercía como
tal. En cualquier caso nos dice que le sigamos, pues jefatura le ha ordenado
que actúe como guía dados sus antecedentes. Le seguimos, ya casi de anochecida,
a lo largo de un sendero que se adentra en el bosque. Se ve poco, casi nada,
pero nos dice que está terminante mente prohibido utilizar la linterna. De vez
en cuando aprieta el paso y nos cuesta seguirle, pero en otras ocasiones se
detiene y aunque permanece callado tenemos la sensación de que trata de oír
algo. Finalmente cuando ya llevamos varias horas caminando se detiene, se
sienta al borde del sendero y se echa a llorar como un niño pequeño. “Ella me
ha abandonado, dice, y ya todo es inútil”. Los demás nos miramos con estupor,
pero permanecemos en silencio. La situación, que ya era peligrosa, se vuelve
ridícula. De inmediato tras gimotear largamente Reynaldo se adentra corriendo
en la selva exclamando “solo queda que me devoren los lobos”. Y desaparece.
Está a punto de
llegar y no tengo nada preparado. Y claro, una mujer con ese cuerpo tiene todo
el derecho que se le antoje para ser exigente. Siempre dice que ella es una
mujer para enseñar, aunque en algunas ocasiones se esconda con hombres que como
yo saben darle placer. Me doy prisa y soy capaz de tener presentables el salón
y la alcoba, los dos sitios por los que ella transita naturalmente, y donde yo
procuro que se mantenga el mayor tiempo posible, sobre todo en la segunda.
Jamás entra en la cocina, un lugar impropio para gente como ella, a quien se le
da todo hecho. En esta ocasión tal cosa la evitará sospechar nada. El gran
cuchillo de ceremonia está allí sobre la mesa, grande, brillante, inmaculado.
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