Esa tarde no
salí. Me recluí en mi habitación, aunque llamé en repetidas ocasiones a
Recepción, tratando de dar la impresión de que era un hombre atareado que debía
solventar algún asunto importante sin demora, pero esporádicamente les hacía
las preguntas habituales como “la televisión ha dejado de funcionar, y aunque
aprieto el botón, no se enciende” o “el agua de la ducha sale fría” y cosas por
el estilo. De esa manera estaba convencido que paulatinamente se irían haciendo
de mí la idea que me había propuesto, la de ser un trabajador incansable, pero
al mismo tiempo alguien que vive la vida, y se preocupa por los temas normales
de un ciudadano común y corriente. A eso de las diez y media, cuando ya habían
cerrado el comedor, bajé a tomar algo y me comí un sándwich vegetal en la barra
del bar, no sin antes hacer constar que esas no eran horas de cierre en un
hotel de esa categoría, y más celebrándose las fiestas del lugar. El camarero
me miró fijamente y me dijo algo, supongo que en perfecto rumano, de lo que no
me enteré en absoluto, pero que imagino se trataba de la respuesta a mi queja.
No insistí más, principalmente porque las verdadera razón me tenía sin cuidado,
pero quise no obstante que quedara claro que yo no era un cliente fácil, y le
pregunté si la mayonesa del sándwich era natural o de bote, esperando cogerle
en un renuncio, pero sin embargo me respondió algo que yo entendí como “Sí, de
Botepedra”, dando por concluida una conversación que no merecía la pena que se
prolongase durante más tiempo, y con la que me conformé, al hacerme evocar la
bonita ciudad gallega a orillas de la ría de su propio nombre con su buen
marisco y sus famosas mejilloneras.
Esa noche dormí
perfectamente, aunque de vez en cuando me despertara durante unos breves
instantes sobresaltado por el ruido del motor de alguno de los vehículos que
circulaban absurdamente a esas horas, y por sueños breves pero significativos
en los que como norma se me veía a mí sumergido colgando de una mejillonera
convertido en un mejillón gigante debido a mutaciones de origen atómico
difíciles de explicar por aquellos pagos.
A la mañana
siguiente fui a desayunar a la barra del bar en donde seguía el camarero de la
noche anterior. No le di ni los buenos días, y ni siquiera abrí la boca para
pedir el desayuno, utilizando solo el dedo índice de mi mano izquierda para
señalar lo que me apetecía. Creo que comprendiendo que se trataba de un reto,
él hizo todo lo posible para hacerme hablar. Por ejemplo, trató de
desestabilizarme al preguntarme si deseaba el café frío o caliente, algo que
solventé con la naturalidad de los hombres con recursos, sacando el encendedor
y encendiéndolo repetidamente. Me entretuve unos momentos leyendo la prensa local
sin utilizar el rotulador, pues supuse que ya todos estaban sobre aviso, y a
continuación me fui sin probar bocado queriendo de esa manera demostrar que el
trabajo y el ayuno voluntario son dos cualidades esperables en cualquier
cliente durante cualquier época del año.
Cogí el coche y
al pasar por delante de Recepción pude apreciar que la señorita habitual
trataba de decirme algo (o quizás simplemente me saludaba), siguiendo yo, no
obstante, con mi mutismo recién estrenado y llegando a la conclusión que aquella
chica había desarrollado una dependencia hacia mi persona, que debía atajar de
inmediato si no quería problemas. Posiblemente un novio o un marido en
condiciones le vendrían muy bien. En cualquier caso, la consulta con el párroco
del Cristo yaciente parecía recomendable. Me detuve en la primera gasolinera
que me salió al paso y allí con independencia llenar el depósito desayuné
pantagruélicamente, dedicando in pectore la ingesta al camarero del hotel.
Luego, aprovechando un despiste de la chica de la barra, me zafé y me fui sin
pagar. Cuando debió darse cuenta, es posible que ya estuviera a cinco
kilómetros del lugar. Había decidido ir a Bilbao. El día estaba nublado, y no
era cuestión de hacer el anormal yendo a la playa para cumplir el precepto estival
en esa costa en la que tal hecho es habitual (para los anormales, rematé para
mis adentros). Así pues pronto crucé el límite entre ambas comunidades y me encontré
en plena tierra de aizkolaris y tragaldabas. Quería comprobar si era cierto el
rumor de los últimos tiempos, que afirmaba que la capital de Vizcaya había
pasado de ser una ciudad lúgubre, industrial y fea, a una especie de paraíso
verde, luminoso y lleno de artistas motivados por la presencia de un famoso
museo, cuyo nombre especificaré después si acierto con su ortografía. Aparqué
el coche en un parking subterráneo de la Gran Vía, haciendo notar al vigilante
que no estaba de acuerdo en el nombre de aquella calle, existiendo otra en
España (y recalqué España por motivos obvios), con el mismo nombre. El hombre
me miró con cierta perplejidad pero fue incapaz de decir nada, por lo que al
alejarme le grité “¡del Lehendakari. Calle del Lehendakari! así se debía
llamar”, y apreté el paso en dirección a la salida.
Una vez alcanzada la superficie, anduve
deambulando un buen rato de aquí para allá, dirigiéndome con frecuencia a la
Erzaintza para preguntarles aleatoriamente por algunos lugares de la ciudad (de
todas maneras no pensaba visitar ninguno), por lo que mezclé Neguri con las
siete calles, la estación de Achuri, el
estadio de San Mamés y las Arenas de Guecho, dejándoles con la palabra en la
boca, y haciendo no obstante un gesto de asentimiento, no fueran a pensar que
simplemente les estaba tomando el pelo (lo que, por otro lado coincidiría milimétricamente
con la verdad). Cuando me cansé de girar como una peonza de aquí para allá, me
acerqué a la ría, que estaba tan sucia como siempre, y me metí en el puente colgante,
en el que hice tres viajes completos de ida y vuelta, tratando de confundir al revisor,
que sin embargo no me prestó la menor atención e hizo que me sintiera
humillado, algo de lo que tendría que desquitarme en el tiempo que me quedaba
allí.
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