Al poco de
embarcar en el “Pequod” y hacernos a la mar, tuve la certeza de que en aquel
barco se escondía más de un misterio. Entre la tripulación, como todo el mundo
sabe a estas alturas, se comentaba la compleja personalidad del capitán Ajab,
un marino curtido en mil combates, entre los que era célebre su enfrentamiento
con Moby Dick, la terrible ballena blanca que le había arrancado una de sus
piernas, y de la que al parecer trataba de vengarse en cada una de las
singladuras. Después de zarpar estuvimos varios días sin verle, ni siquiera en
el puente, en donde el primer oficial se hacía cargo del rumbo y las
incidencias que fueran surgiendo. Solo por la noche le podíamos oír paseando
intranquilo por su camarote, haciendo evidente su ansiedad para que llegara por
fin el día del enfrentamiento definitivo. Su inquietud parecía aún mayor cuando
la mar se encrespaba y creía que el encuentro con Moby Dick era ya inminente.
Yo, de todas maneras, ya desde el principio
creí percibir en su deambular unas maneras que no me resultaban del todo
desconocidas, como si no se tratara exclusivamente de un impedido, sino de
alguien poseído por una obsesión que iba más allá de la excitación de la caza.
En Nantucket había embarcado conmigo Quiqueg, un salvaje polinesio, famoso
arponero por aquella costa, según me dijeron en algunas de las tabernas del
puerto donde hice amistad con él, y donde decidimos embarcar juntos en aquel
ballenero. Era un tipo sumamente extraño, no solo por su color y las
escariaciones de su piel en la cara, atributo al parecer de su tribu, sino por
su personalidad sumamente introvertida y sus pocas palabras, pues apenas
hablaba inglés y tenía que comunicarse principalmente por señas. Y fue él quien
me dio la primera pista para descifrar la personalidad profunda de nuestro
capitán, algo que en principio no entendí en absoluto, y que solo días después
pude comprender. Recuerdo que cuando le pregunté por Ajab no me respondió nada,
y solo con la palma de su mano acarició repetidamente la caña de su arpón
queriéndome decir algo.
Soy Ismael, como
todo el mundo sabe (o, al menos, todos aquellos que hayan leído Moby Dick), el
único superviviente de aquel terrible viaje que costó la vida a nuestro capitán
y al resto de la tripulación. No voy a decir, por lo tanto, nada que pueda
afectarle a él ni a nadie de quienes le acompañaron en tan extraordinaria
aventura. Dije que ya desde el principio, al oírle desde el sollado pasear en
su camarote, creí percibir algo especial, como si el sonido de sus pasos sobre
la cubierta no fuera natural, sino cargado de una cierta afectación, dando la
sensación que, aunque fuera de manera inconsciente, estuviera transmitiendo
cierto mensaje. Pero solo fue cuando días después le vi en el puente, y poco
más tarde paseando por toldilla, cuando pude ratificarme en lo que hasta ese
momento solo se trataba de una sospecha. No era su gesto desabrido y violento,
que no guardaba mucha relación con aquellos instantes, sino, como ya dije, su
forma de andar. Para mí, que lo consideraba casi un héroe, fue tremendo darme
cuenta, que de alguna forma me recordaba al contoneo de algunas de las putas y
las bailarinas que tantas veces había visto en los puertos tratando de
entretener a las tripulaciones poco antes de zarpar.
Ajab era pues un
marica reprimido. Un maricón con todas las de la ley, que había hecho de su
vida una odisea tratando de vengarse del cachalote que le había dejado cojo,
pero que en el fondo, según entonces pude colegir, andaba era detrás del falo que le hubiera
gustado tener, y que para él representaba la terrible Ballena Blanca. Su
persecución no era tanto la historia de una venganza, sino la de una obsesión:
llegar a poseer el pene que él pensaba que le correspondía, y del que Moby Dick
era la representación casi perfecta. Como es natural, guardé mi descubrimiento
para mí mismo, aunque ya entonces supe que Quiqueg estaba al corriente, y era
lo que días atrás había querido transmitirme con su gesto.
Así pues, la
batalla interna que Ajab libraba consigo mismo no era su afán de venganza por
su cojera, sino la revancha de la humillación que había sufrido durante toda su
vida por no ser el verdadero hombre que siempre había pretendido. Quien sabe si
tal cosa respondía a una realidad física (pues la caza de la ballena siempre ha
supuesto para muchos heridas y mutilaciones graves), pero de lo en aquellos
momentos -y ahora mismo- tenía la seguridad es que obedecía a lo que poco
después un renombrado médico vienés llamó “complejo de castración”. Ajab
perseguía enloquecido a la ballena para darle muerte, y recuperar, aunque solo
fuera simbólicamente, la virilidad que no sentía. De ahí, sin duda su
fascinación por los arpones, otro símbolo de la misma especie, de los que, al
parecer, tenía en su camarote una verdadera colección. Sin duda Quiqueg,
acostumbrado al primitivismo de su tierra natal y al oprobio que en ella
suponía la homosexualidad, había pronto calado a nuestro capitán. El arpón,
pues, no solo era un falo, sino un arma capaz de herir y matar, algo que a
muchos hombres al parecer les gustaría tener entre las piernas, y por lo que
finalmente el capitán Ajab, como sabe todo el mundo que haya leído la novela
que nos hizo a él y a mi famosos, dio inútilmente su vida.
Ismael.
Nota del autor:
curiosamente Dick, parte del nombre de la famosa ballena, significa pene (y más
apropiadamente, polla, en inglés).
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