Al llegar al
hotel quise pronto dar la impresión de que era un hombre ocupado. El hecho de
que estuviéramos en verano, y que supuestamente estuviese de vacaciones, no me
importaba. En cualquier caso, quería que enseguida tuviesen de mí el concepto
de ser un hombre a carta cabal, es decir, aquel cuya vida consiste en trabajar
sin considerar el momento del año en que nos encontráramos. Comprendo, sin
embargo, el hecho de que, a los cinco minutos de llegar, bajase de mi
habitación de traje y con corbata, sorprendiera a la recepcionista, pero no
estaba dispuesto a que pudiesen suponer (tenía la seguridad que se lo diría
pronto al Encargado) que era un hombre frívolo, que al poco de llegar de un
viaje por carretera de apenas setecientos kilómetros, se siente en la necesidad
de meterse en la cama o descansar un rato largo. Nada de eso, y mi gesto
decidido debió dejárselo enseguida bien claro, pues apenas me vio salir logró esbozar un “pero…” al que
no hice el menor caso. Su sorpresa debió
ser aún mayor teniendo en cuenta que era sábado por la tarde, y que, como quien
no quiere la cosa, al despedirme le dije “y que conste que no se trata de una
boda…”.
El pueblo
celebraba en aquellos momentos sus fiestas patronales, y sus vecinos se habían
echado a la calle como si les hubiese tocado la lotería o estuviese a punto de
ocurrir un hecho extraordinario. Al llegar al parque de la iglesia vieja, me
senté en unos de sus vetustos bancos de madera, y me dispuse a matar el tiempo
de la mejor manera posible, algo de lo que en esos momentos no tenía la menor
idea de en qué podía consistir. En primer lugar me dediqué a observar a los
peatones que transitaban de aquí para allá sin ningún sentido, como si su
movimiento solo respondiera a la necesidad de demostrar al resto una actitud
decidida, una finalidad que, sin embargo, ni ellos mismos tenían clara. Una vez
que esto se me hizo evidente, consideré que seguir así durante mucho tiempo era
una frivolidad impropia de alguien que, como yo, presumía de haber terminado
una carrera superior (inútilmente, por otro lado, pero eso es una cuestión que
no vale la pena considerar aquí).
Acabé por lo
tanto abriendo el maletín y sacando el ordenador, con el que me entretuve un
rato largo navegando en diferentes buscadores, tratando de averiguar
determinados temas, que iban afluyendo a
mi cabeza al albur de cualquier banalidad que me sorprendiera en un momento
determinado. En cierto momento me metí en una web pornográfica cuyos temas
principales eran los bukakes y la doble penetración, algo que, sin embargo, y
soy aquí absolutamente sincero, pronto abandoné, teniendo en cuenta que me
hallaba al lado de un recinto sagrado, en el que ese tipo de temas no eran
vistos con buenos ojos desde tiempo inmemorial. Se me hizo pronto de noche. O
mejor: la noche me sorprendió aún de esta guisa cuando me había metido en una
red de historia de la filosofía en la que trataba, como tantas veces, de captar
el auténtico significado del concepto “arjé” en los presocráticos griegos. Lo
acabé dejando y cerré el ordenador en el preciso momento que un cura que pasaba
por allí me dijo si me apetecía visitar la iglesia, porque estaban a punto de
cerrar y me había observado un tanto indeciso durante bastante tiempo en aquel
lugar. Le dije que sí una vez que se presentó como el párroco, considerando que
una negativa podría hacer que se fuera a la cama con el convencimiento de su
menguado afán de persuasión, lo que podría al día siguiente hacérselo pagar a
sus feligreses. Dentro de la iglesia me acompaño durante un buen cuarto de hora
(era pequeña), explicándome determinados pormenores de la misma que al parecer
eran relevantes. Por ejemplo, un Cristo yaciente de Alonso Cano, del que
insistió debía fijarme en sus maravillosas rodillas, algo que me pareció normal
dentro de las consideraciones estéticas en vigor para la época. Lo que ya me
pareció menos evidente es que al alejarnos, rematara su afirmación previa con
una frase contundente “algo muy difícil de ver hoy en día incluso en los
atletas más sobresalientes”.
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