sábado, 13 de septiembre de 2014

ACTUALIDAD- C A T A L U Ñ A / UNO

Tengo la impresión de que si uno no es político, historiador o cualquier otra profesión que le fuerce a uno a identificarse radicalmente en un sentido, lo que está sucediendo en Cataluña lo que le produce, siendo español, es sobre todo pena.
Y la pena, como todo el mundo sabe, no es una idea sino una emoción. Y cuando no está articulada meramente de una forma irracional, un sentimiento. La emoción está en buena medida basada en los instintos (con todos los matices que se quiera), pero los sentimientos le añaden un vínculo específicamente humano, elaborado a través del conocimiento. Hasta ahora, por lo que he visto y leído, casi todos los debates sobre la independencia de Cataluña están basados en el análisis intelectual de la situación (histórico o económico esencialmente), pero pocos se detienen a considerar el desastre que desde un punto de vistas afectivo supone para muchos. Miles o millones de catalanes strictu senso o españoles, se sentirán perplejos al imaginar que, por ejemplo, la Alhambra de Granada para unos o la Sagrada Familia para otros, es algo esencialmente ajeno.
Posiblemente la solución a todo ello sería que cada cual desde su interior fuese capaz de poner en la balanza ambos criterios –emoción y sentimiento- pero tal cosa es prácticamente imposible, pues ya se sabe que las personas-y no digo ya nada de las masas- son con frecuencia arrastradas hacia uno u otro lado por factores capaces de hacer surgir en ellas una emoción ante la que poco valen otras consideraciones. Tal es en mi opinión el caso actual de Cataluña, que impulsada desde el estamento político nacionalista, parece decantarse por la separación. Después de todo, tal cosa no debería sorprendernos, y si uno examina con frialdad los antecedentes históricos de cada nación “oficial”, veremos que no difieren demasiado de lo que acabamos de decir. Y no solo eso. Hoy muchas naciones orgullosas de serlo y de su identidad diferenciada, se constituyeron en su día por procedimientos nada sutiles, llámense conquista, anexión o boda (que abundaron mucho en su día). La memoria del “pueblo” (con perdón) es frágil, y basta un adoctrinamiento concienzudo o las victorias repetidas de su selección, para hacer que lo pasado se olvide y dé lugar a un nuevo sentimiento de orgullo nacional. Que cada cual piense en la región del globo que le venga en gana. ¿Dónde están, sin ir más lejos, las naciones de los verdaderos aborígenes de toda América? Bajo la bota de sus conquistadores, de los que decidieron quedarse allí después de exterminar a los indios. Y no solo eso, con el paso del tiempo, los que en esas comunidades fueron vejados y humillados, sienten el orgullo de pertenecer a ella. Pienso aquí en los países de la Commonwealth, que una vez independizados del tirano, decidieron incorporar su bandera a la propia, o de los que poco después la llamaron “madre patria” (aunque si se examinan ambos casos en detalle, tengan sus razones para ello). O en los millones de negros americanos.
Es cierto, sin embargo, que hay algunas características que hacen que determinadas regiones adquieran un concepto de sí mismas diferenciado. Por ejemplo, la pertenencia a una misma religión, el hecho lingüístico, la ocupación de un área determinada, los recuerdos familiares y grupales, etc, pero, en mi opinión, tal cosa no elimina lo anterior. De toda memoria colectiva suele surgir un mito (o varios) que es hábilmente empleado por los que pretenden separarse para consolidar esa “memoria”, y hacerlo algo así como el hito fundacional de la nación que se pretende crear, que en muchas ocasiones no solo tiene un carácter de afirmación de lo propio y exclusivo, sino rechazo de “lo otro” como forma de conseguir sus objetivos. Claro que aquí cabría matizar un hecho que no debería pasar desapercibido en el análisis que nos ocupa, y se trata de la situación de la nación en ciernes dentro de su contexto nacional oficial hasta ese momento. Solo, o esencialmente, las regiones o comunidades que gozan de una situación privilegiada intentan esporádicamente separarse del resto. Que yo sepa, no se tiene conciencia que en las Hurdes o los Monegros, valga el sarcasmo, se hayan dado movimientos secesionistas. La solidaridad y “la fraternité” de la Revolución francesa, una vez más por los suelos, teniendo en cuenta, además, que en bastantes ocasiones su prosperidad se debe en buena medida a muchos de los que hicieron de ella su tierra de acogida (que por otro funambulismo -¿comprensible?- se hacen más nacionalistas que los nacionalistas (vulgo: más papistas que el Papa. Digamos maquetos, por ejemplo).

Insistir, a mi modo de ver, en análisis históricos (mil setecientos catorce fue una guerra de sucesión y no entre españoles y catalanes, etc), no tiene demasiado sentido, o al menos no es eficaz para llegar a las mentes de los independentistas, en las que sin duda alienta la imagen de un “radiante porvenir” (que diría Zinoviev en otro contexto), al que no son en absoluto ajenos aquellos que llevados por la utopía, la ucronía y lo que ustedes quieran, no dejan de tener in mente su imagen personal, pero sobre todo lo que imaginan su futuro. Pues si un buen puesto dentro de la nueva Administración nunca estará mal visto, tampoco es poca cosa pasar a la posteridad como un “padre de la patria”. Y que cada cual piense lo que quiera. AMÉN/ 1

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