Tengo la impresión de que si uno no
es político, historiador o cualquier otra profesión que le fuerce a uno a
identificarse radicalmente en un sentido, lo que está sucediendo en Cataluña lo
que le produce, siendo español, es sobre todo pena.
Y la pena, como
todo el mundo sabe, no es una idea sino una emoción. Y cuando no está
articulada meramente de una forma irracional, un sentimiento. La emoción está
en buena medida basada en los instintos (con todos los matices que se quiera),
pero los sentimientos le añaden un vínculo específicamente humano, elaborado a
través del conocimiento. Hasta ahora, por lo que he visto y leído, casi todos
los debates sobre la independencia de Cataluña están basados en el análisis
intelectual de la situación (histórico o económico esencialmente), pero pocos
se detienen a considerar el desastre que desde un punto de vistas afectivo
supone para muchos. Miles o millones de catalanes strictu senso o españoles, se
sentirán perplejos al imaginar que, por ejemplo, la Alhambra de Granada para
unos o la Sagrada Familia para otros, es algo esencialmente ajeno.
Posiblemente la
solución a todo ello sería que cada cual desde su interior fuese capaz de poner
en la balanza ambos criterios –emoción y sentimiento- pero tal cosa es
prácticamente imposible, pues ya se sabe que las personas-y no digo ya nada de
las masas- son con frecuencia arrastradas hacia uno u otro lado por factores
capaces de hacer surgir en ellas una emoción ante la que poco valen otras
consideraciones. Tal es en mi opinión el caso actual de Cataluña, que impulsada
desde el estamento político nacionalista, parece decantarse por la separación.
Después de todo, tal cosa no debería sorprendernos, y si uno examina con frialdad
los antecedentes históricos de cada nación “oficial”, veremos que no difieren
demasiado de lo que acabamos de decir. Y no solo eso. Hoy muchas naciones
orgullosas de serlo y de su identidad diferenciada, se constituyeron en su día
por procedimientos nada sutiles, llámense conquista, anexión o boda (que
abundaron mucho en su día). La memoria del “pueblo” (con perdón) es frágil, y
basta un adoctrinamiento concienzudo o las victorias repetidas de su selección,
para hacer que lo pasado se olvide y dé lugar a un nuevo sentimiento de orgullo
nacional. Que cada cual piense en la región del globo que le venga en gana.
¿Dónde están, sin ir más lejos, las naciones de los verdaderos aborígenes de
toda América? Bajo la bota de sus conquistadores, de los que decidieron
quedarse allí después de exterminar a los indios. Y no solo eso, con el paso
del tiempo, los que en esas comunidades fueron vejados y humillados, sienten el
orgullo de pertenecer a ella. Pienso aquí en los países de la Commonwealth, que
una vez independizados del tirano, decidieron incorporar su bandera a la
propia, o de los que poco después la llamaron “madre patria” (aunque si se
examinan ambos casos en detalle, tengan sus razones para ello). O en los
millones de negros americanos.
Es cierto, sin
embargo, que hay algunas características que hacen que determinadas regiones
adquieran un concepto de sí mismas diferenciado. Por ejemplo, la pertenencia a
una misma religión, el hecho lingüístico, la ocupación de un área determinada,
los recuerdos familiares y grupales, etc, pero, en mi opinión, tal cosa no
elimina lo anterior. De toda memoria colectiva suele surgir un mito (o varios)
que es hábilmente empleado por los que pretenden separarse para consolidar esa
“memoria”, y hacerlo algo así como el hito fundacional de la nación que se
pretende crear, que en muchas ocasiones no solo tiene un carácter de afirmación
de lo propio y exclusivo, sino rechazo de “lo otro” como forma de conseguir sus
objetivos. Claro que aquí cabría matizar un hecho que no debería pasar
desapercibido en el análisis que nos ocupa, y se trata de la situación de la
nación en ciernes dentro de su contexto nacional oficial hasta ese momento.
Solo, o esencialmente, las regiones o comunidades que gozan de una situación
privilegiada intentan esporádicamente separarse del resto. Que yo sepa, no se
tiene conciencia que en las Hurdes o los Monegros, valga el sarcasmo, se hayan
dado movimientos secesionistas. La solidaridad y “la fraternité” de la
Revolución francesa, una vez más por los suelos, teniendo en cuenta, además,
que en bastantes ocasiones su prosperidad se debe en buena medida a muchos de
los que hicieron de ella su tierra de acogida (que por otro funambulismo
-¿comprensible?- se hacen más nacionalistas que los nacionalistas (vulgo: más papistas
que el Papa. Digamos maquetos, por ejemplo).
Insistir, a mi
modo de ver, en análisis históricos (mil setecientos catorce fue una guerra de
sucesión y no entre españoles y catalanes, etc), no tiene demasiado sentido, o
al menos no es eficaz para llegar a las mentes de los independentistas, en las
que sin duda alienta la imagen de un “radiante porvenir” (que diría Zinoviev en
otro contexto), al que no son en absoluto ajenos aquellos que llevados por la
utopía, la ucronía y lo que ustedes quieran, no dejan de tener in mente su
imagen personal, pero sobre todo lo que imaginan su futuro. Pues si un buen
puesto dentro de la nueva Administración nunca estará mal visto, tampoco es
poca cosa pasar a la posteridad como un “padre de la patria”. Y que cada cual piense
lo que quiera. AMÉN/ 1
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