A veces tengo la
sensación de que el tiempo pasa muy rápido, incluso demasiado rápido. Otras
veces, sin embargo, me ocurre todo lo contrario y me parece que el tiempo no
pasa en absoluto, como si estuviera congelado.
Las
consecuencias para mí son en ambos casos similares. Me crean un desasosiego
creciente que trato de controlar con ardides que a la larga no resultan
operativas. Me sucede sobre todo por la noche, momentos en la que la soledad
colabora a que mi inquietud aumente según transcurren los minutos, si es que
tal cosa existe, algo que ahora dudo. Lo peor de todo ello es que llevado por
esa angustia creciente, enciendo y apago la luz alternativamente, y si en
ocasiones las manecillas del reloj parecen haber enloquecido sin detenerse en
el mismo sitio ni un instante, en otras parecen petrificadas como dos dardos
disparados sobre la superficie del reloj desde algún lugar de la casa.
Incluso al más lerdo no le debe resultar
complicado comprender que tal situación está llegando a desquiciarme, y que con
frecuencia me levante en plena noche y clave los ojos sobre el reloj de pared,
tratando de comprender lo que sucede. Pero debo confesar que no consigo nada, y
soy incapaz de percibir el mínimo movimiento, que sin embargo tiene que existir
por fuerza si vivimos en el mundo que decimos vivir, y un reloj sigue siendo un
reloj, porque la realidad en este aspecto no es antojadiza, y a los días les
siguen las noches, y viceversa.
Para controlar
esa sensación creciente de desesperación, trato de desimplicarme del asunto y
quitarle importancia, pensando en conceptos o teorías que de alguna manera
podrían afectarle. Es bastante habitual que en esos momentos trate de
reflexionar sobre la teoría de la relatividad-especial y general- y aprovechar
la circunstancia para rendir un homenaje in pectore a su descubridor, Alberto
Einstein. Sí, Alberto, en español, que es la lengua que conozco, y con la que
me dirijo a mis seres queridos y las cosas que me son allegadas. En otras
ocasiones, sin embargo, recurro a la fantasía, y hago cálculos sobre las horas
que están viviendo otras personas en lugares muy distantes. Pongamos que
Budapest, que no está tan lejos, aunque con más frecuencia me acuerdo de las
islas Fidji o Salomón sin un motivo concreto, o por un concepto vago de su
exotismo, y el mero hecho de estar prácticamente en las antípodas. Allí, sin
duda ya será de día y la inquietud habrá desaparecido para quienes como yo,
viven o con más frecuencia, duermen (que no duermen) con la misma congoja.
Cuando estoy ya
verdaderamente harto de este suplicio, me digo que el tiempo no existe, y que
solo se trata una alucinación de la que debo salir tan pronto como me sea
posible, pues de persistir, no sé a donde podría conducirme. O mejor, sí lo sé
y me lo callo.
Debo
tranquilizarme, me digo para mis adentros, aprovechando los resquicios que me
permite una lucidez cada vez más ausente de mi cabeza, porque lo cierto es que
a pesar de todo, la noche acaba descendiendo una vez más sobre mis párpados, y
mi cuerpo aceptando la inevitabilidad de las horas, los minutos y los segundos.
Y del número pí,
que define a su modo la esfera del reloj ante mis ojos. Pero eso, ya se trata
de otra historia.
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