viernes, 26 de septiembre de 2014

FIDJI

A veces tengo la sensación de que el tiempo pasa muy rápido, incluso demasiado rápido. Otras veces, sin embargo, me ocurre todo lo contrario y me parece que el tiempo no pasa en absoluto, como si estuviera congelado.
Las consecuencias para mí son en ambos casos similares. Me crean un desasosiego creciente que trato de controlar con ardides que a la larga no resultan operativas. Me sucede sobre todo por la noche, momentos en la que la soledad colabora a que mi inquietud aumente según transcurren los minutos, si es que tal cosa existe, algo que ahora dudo. Lo peor de todo ello es que llevado por esa angustia creciente, enciendo y apago la luz alternativamente, y si en ocasiones las manecillas del reloj parecen haber enloquecido sin detenerse en el mismo sitio ni un instante, en otras parecen petrificadas como dos dardos disparados sobre la superficie del reloj desde algún lugar de la casa.
 Incluso al más lerdo no le debe resultar complicado comprender que tal situación está llegando a desquiciarme, y que con frecuencia me levante en plena noche y clave los ojos sobre el reloj de pared, tratando de comprender lo que sucede. Pero debo confesar que no consigo nada, y soy incapaz de percibir el mínimo movimiento, que sin embargo tiene que existir por fuerza si vivimos en el mundo que decimos vivir, y un reloj sigue siendo un reloj, porque la realidad en este aspecto no es antojadiza, y a los días les siguen las noches, y viceversa.
Para controlar esa sensación creciente de desesperación, trato de desimplicarme del asunto y quitarle importancia, pensando en conceptos o teorías que de alguna manera podrían afectarle. Es bastante habitual que en esos momentos trate de reflexionar sobre la teoría de la relatividad-especial y general- y aprovechar la circunstancia para rendir un homenaje in pectore a su descubridor, Alberto Einstein. Sí, Alberto, en español, que es la lengua que conozco, y con la que me dirijo a mis seres queridos y las cosas que me son allegadas. En otras ocasiones, sin embargo, recurro a la fantasía, y hago cálculos sobre las horas que están viviendo otras personas en lugares muy distantes. Pongamos que Budapest, que no está tan lejos, aunque con más frecuencia me acuerdo de las islas Fidji o Salomón sin un motivo concreto, o por un concepto vago de su exotismo, y el mero hecho de estar prácticamente en las antípodas. Allí, sin duda ya será de día y la inquietud habrá desaparecido para quienes como yo, viven o con más frecuencia, duermen (que no duermen) con la misma congoja.
Cuando estoy ya verdaderamente harto de este suplicio, me digo que el tiempo no existe, y que solo se trata una alucinación de la que debo salir tan pronto como me sea posible, pues de persistir, no sé a donde podría conducirme. O mejor, sí lo sé y me lo callo.
Debo tranquilizarme, me digo para mis adentros, aprovechando los resquicios que me permite una lucidez cada vez más ausente de mi cabeza, porque lo cierto es que a pesar de todo, la noche acaba descendiendo una vez más sobre mis párpados, y mi cuerpo aceptando la inevitabilidad de las horas, los minutos y los segundos.

Y del número pí, que define a su modo la esfera del reloj ante mis ojos. Pero eso, ya se trata de otra historia.

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