Al poco de
levantarme tengo unas ganas terribles de comer algo, pero en casa no tengo
absolutamente nada. Es domingo, los bares y cafeterías de los alrededores están
cerrados, y lo mismo sucede con las tiendas de comestibles. Tendré que
desplazarme al menos veinte kilómetros para llevarme algo a la boca, aunque
quizás pudiera probar suerte con los vecinos, pero es demasiado temprano.
Resignado entro en el baño y me lavo los dientes, intento probar suerte con la
pasta, pero después de darle un pequeño tiento, la encuentro repugnante, luego
bebo mucha agua por si acaso. A continuación hago pis alterando de esta manera
mi secuencia habitual de hacer las cosas, pues esta suele ser mi primera
actividad nada más poner los pies en el suelo. Quizás se deba a que me levanté
a media noche y la cosa fue abundante. Aunque, en cualquier caso, como estamos
en verano y se suda bastante, es posible que simplemente no tuviera demasiado
que evacuar.
Poco después de
realizar estas funciones higiénicas, me siento más optimista y recuerdo al
alcalde de Cork, pueblecito de Irlanda en el que su edil aguantó cuarenta días
sin probar bocado (murió el último de ellos), lo que por un momento me hace
pensar que quizás podía hacer dieta durante solo uno, algo que sin duda le
vendría bien a mi organismo y también, aunque moderadamente a mi bolsillo. A
continuación me meto en la ducha y procedo, como es habitual, por partes,
entreteniéndome más en las llamadas zonas blandas, aunque no debo pecar de
optimista, porque en mi cuerpo todas lo son. No olvido las que yo suelo
denominar zonas recónditas, o lugares que dada su ubicación permanecen más o
menos escondidos dado su escaso interés en el desarrollo de la vida ordinaria.
Una vez afuera me seco concienzudamente, entreteniéndome nuevamente en los
lugares mencionados, algo fundamental si no se desea la proliferación de
arborescencias indeseables en huecos e intersticios.
Después de
vestirme, salgo a la terraza y contemplo el paisaje durante unos momentos. Vivo
en las afueras, y ciertamente se trata de un lugar bonito, con árboles en las
proximidades, algunas elevaciones cerca, y al fondo las montañas de la sierra
del Guadarrama, lo que hace que me sienta un ser afortunado, aunque con las
cifras de mi cuenta bancaria en buena forma, tampoco me importaría ser Bartleby
(el escribiente), y asomarme al muro de hormigón de una oficina céntrica. Que
quede claro, por lo tanto, que la belleza en ocasiones está ligada a conceptos
menos etéreos, lo que justificaría el hecho de que muchos habitantes de la
Polinesia o la selva virgen africana se trasladen a la ciudad, y olviden sus
lugares de origen sin que les de un pasmo.
En esos
momentos, una vez que abandono la terraza, sería la ocasión de sentarme a la
mesa o ponerme una bandejita con las vituallas habituales del desayuno, pero
hoy es inútil, a pesar de que por unos instantes me entretengo rebuscando con
cierto detalle en los lugares más impensados de la cocina el menor indicio de
alimento. Es inútil, y como la gazuza aprieta, tomo la decisión de beberme dos
vasos de agua llenos casi sin respirar. Dicen que así disminuye la sensación de
hambre por una cuestión estrictamente de volúmenes satisfechos (en este caso,
más bien repletos). No quiero pensar demasiado y decido de inmediato subir al
coche y darme una vuelta a Madrid por la M-40.
Cojo una de sus
entradas desde la carretera de la Coruña, y me dispongo a recorrer
aproximadamente noventa kilómetros, incluido el anillo de circunvalación y la distancia
desde Las Rozas. Nada más sentarme pongo la radio como hago de forma habitual,
supongo que para sentirme de inmediato acompañado (en casa hago lo mismo con la
televisión y la radio). A esas horas, apenas son las nueve, hay todavía poca
circulación, y por unos instantes me siento como un habitante de San Francisco
que ha decidido acercarse a Sausalito por motivos que no tengo demasiado
claros. Esto que puede parecer una estupidez sucedió literalmente así, de tal
manera que aquí quiero dejar constancia del hecho, aunque no importe a nadie ni
tenga demasiado sentido. El MP 3 o como quiera que se llame el elemento ese que
me dieron con el coche (¿USB?) está puesto en la modalidad “random”, por lo que
la música salta aleatoriamente de canciones folk americanas a rancheras,
pasodobles, jazz o música china, lo que pronto hace que me olvide de California
y recorra otras geografías.
Al cuarto de
hora empiezo a cansarme del pot-pourri y pongo la radio, saltando de una
emisora a otra hasta que me detengo en una evangelista, donde no paran de decir
amén, aleluya y dar gracias a Jesús, tras lo cual se oye durante unos instantes
un coro de gospel y poco después a unos cursis diciendo majaderías acompañados
por una guitarra. Cambio de dial y caigo en una tertulia de pensamiento, donde
alguien afirma que Heidegger no era un verdadero filósofo sino un auténtico
hijo de puta y un nazi, a lo que alguien responde que el concepto de “dassein”
ha sido uno de los mayores aciertos de la filosofía de todos los tiempos. Otro
tercia en el debate, y dice que si se considera a Wittgenstein todo está aún
por decir, para a continuación pasar a Jaime Balmes y Camilo José Cela, momento
en el que me digo que hasta ahí podíamos llegar y vuelvo a la música, en donde
escucho por unos momentos a Nusrat Fateh Ali Khan, cantante popular/religioso
pakistaní, al que tengo que quitar casi de inmediato sintiéndome entrar en
trance. En esos momentos pienso que quizás los poetas sufíes y los derviches no
eran un auténtico camelo. Afortunadamente lo siguiente son unas rancheras de
Aceves Mejías y me entran de nuevo las ganas de vivir y un hambre redoblada.
Busco desesperadamente unos restos de galletas que a veces llevo a bordo en la
guantera, pero es inútil. Ni rastro.
A la media hora
aproximadamente empiezo a aburrirme seriamente y pienso en hacer alguna locura,
pero afortunadamente en esos momentos suena el chivato de la gasolina
avisándome que debo repostar. Entro en una gasolinera y lleno el depósito. Allí
mismo tengo una tentación enorme de entrar en la cafetería que está abierta y
desayunar opíparamente. Puedo incluso suponer incluso una posibilidad única de
ver el mundo con otra perspectiva, pero finalmente vuelvo a acordarme del
alcalde de Cork, y renuncio. No obstante, entro en el local y me compro varios
CD,s de música popular española, sobre todo coplas, tan frecuentes en estos
lugares, y de vuelta en el coche los pongo casi inmediatamente. Diez minutos
después de arrancar me parecen insoportables, abro la ventanilla y los tiro en
el arcén, esperando que de tal manera su sola presencia alegre el paso de los
automovilistas que me sigan.
A los tres
cuartos de hora aproximadamente percibo que el aburrimiento empieza a hacer
mella nuevamente en mi psiquismo, y creo llegado el momento de introducir una
variable impensada en mi periplo. Se me ocurre llamar a algunos familiares por
teléfono contándoles sucintamente mi situación, diciéndoles, además, que me
siento muy solo. A esas horas de la mañana casi todos reaccionan con
incredulidad, algunos incluso de forma desabrida. Y concretamente un hermano
con quien tengo una relación bastante estrecha, me dice literalmente que me
vaya a tomar por el culo. A continuación hago tres llamadas a amigos de los que
hace incluso años que no sé nada de ellos. Dos me cuelgan casi de inmediato y
otro, se trataba de una amiga, me dice que no me desespere, que la vida es
bonita aunque tenga sus momentos duros, y enseguida empieza a darme detalles de
la suya, algo que se prolonga durante diez minutos, pasados los cuales, digo
que ya es suficiente, la llamo zorra sin venir a cuento y cuelgo. Ya casi
completada la vuelta a Madrid, veo unos paneles enormes del zoo con muchos
animales africanos, digamos un león, un elefante y una jirafa, y por un momento
recuerdo una película que tuvo mucho éxito en los setentas “Nacida libre” o
algo así. Intento recordar la canción pero como no la recuerdo vuelvo al MP-3.
Las rancheras siguen ahí.
A falta de pocos
kilómetros para estar de nuevo en casa, vuelvo a sentir un hambre de zombi,
pero sigo en mis trece y me prometo ayunar durante todo el día. Pienso en la
obra de teatro que voy a ver por la tarde en Madrid. Se trata de un drama
norteamericano, en el que como suele ser habitual, toda una familia,
aprovechando unas circunstancias problemáticas, reflexiona sobre el sentido de
la vida y las conflictivas relaciones padres/hijos, manantial inacabable de
inspiración para los premios Nóbel y para algunos poetas y dramaturgos, que
acabaron en asilos de mala muerte o quitándose de en medio de mala manera.
Me preparo para
sobrevivir durante el tiempo que me queda para que empiece la función. Tengo
hambre, me repito sin cesar, pero intento concentrarme con todas mis fuerzas en
el alcalde de Cork, los prisioneros de los campos de concentración nazis y
algunas zonas de Etiopía y el Sahel, y me siento aliviado casi de inmediato.
Estoy salvado.
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