sábado, 31 de mayo de 2014

PERSIANAS (EPÍLOGO)

Afortunadamente, la vida en ocasiones, y lo digo yo que todavía soy una persona sin mucha experiencia, recurre a situaciones impensadas o truculentas para hacer que los acontecimientos vuelvan a la normalidad por unos procedimientos que ni siquiera podíamos prever. Aunque, a decir verdad no era ese exactamente mi caso, pues yo tenía la impresión que el amigo Bartolomé no podía permanecer demasiado tiempo en el lugar que él mismo había diseñado, y que mi madre parecía creerse a pies juntillas.
Habíamos quedado para vernos en mi casa el fin de semana siguiente, algo que podía parecer como la entrada definitiva del sudanés en el ámbito familiar, y que se me perdone esta pretenciosidad, estando mi familia compuesta en exclusiva por mi madre y yo misma. Todo parecía, pues, dispuesto, y de hecho debo confesar que el viernes me había acercado al supermercado para hacer alguna compra fuera de lo habitual en homenaje a la nueva pareja, y más precisamente a Bartolomé, que al parecer había conquistado el corazón de mamá, cuando el pobre Antonio en su hogar subterráneo, aún podría tener algo que objetar.
Sin embargo, una llamada el sábado por la tarde, justo cuando empezaba a recuperarme de la siesta después de una mañana agotadora en la peluquería, recibí una llamada de mamá diciéndome que se suspendía todo, porque “el cabrón del negro ha desaparecido con todo el equipaje” (sic). En resumidas cuentas: parece ser que aquel tipo de la Sorbona nada, sino un cabo primera originario de Guinea Ecuatorial, que había sido expulsado de la Armada por turbios asuntos sexuales a bordo de su barco. Al parecer, estaba destinado en la Enfermería de a bordo, y fue sorprendido pasando revista de higiene a la marinería motu proprio, es decir por cuenta propia. Llamaba al personal libre de servicio, y en un aparte les hacía enseñarle lo que me podía imaginar, con objeto de verificar su higiene y estado de revista, lo que como mínimo suponía que con sus propias manos descapullara y sopesara el instrumento de sus subordinados.
Mamá, aunque al principio gimoteó un poco, enseguida se recuperó y dijo que afortunadamente Dios, o “quien sabe si tu propio padre” (sic), había venido en su ayuda, pues lo que nunca hubiera imaginado era que aquel hombre tan sensible fuera un bujarrón de tomo y lomo. No me contó con detalle como se enteró de todo eso, pero por los pocos datos que me dio creo que fue al registrar la maleta del senegalés aprovechando que había salido, después de que por la noche le sorprendiera soñando y hablando en perfecto castellano.

Las cosas, pues, han vuelto, a la normalidad, aunque a decir verdad, ahora más que nunca echo de menos al pobre de Antonio, mi padre, que a pesar de no ser un hombre con muchas luces y no tener ni idea de poesía, era al menos un tipo honesto al que no se le hubiera ocurrido recurrir a una cátedra en la Sorbona, y mucho menos a sopesar los atributos de sus amistades, por decir lo menos.

PERSIANAS CUATRO

Pasaron varios días en los que mamá y yo solo hablamos brevemente por teléfono. Mi impresión de todas maneras es que ella trataba de sondearme para ver qué me parecía su romance con el de Senegal, pues fue de lo único que pude enterarme con total certeza de Bartolomé de todo lo que me lo dijo. Es decir, casi con toda certeza un tripulante de una de las pateras que llegan a las Canarias procedentes de la costa africana varias veces al año. Claro, que eso no me lo dijo, posiblemente porque pensaba que tal cosa ya me parecería demasiado fuerte, y esperaba a una mejor ocasión cuando hubiera asimilado que su novio era de otra raza (aunque ahora que lo pienso, creo que todos los humanos somos de la misma. O de la misma especie, que ahora no estoy segura). Estuve a punto de pedirle detalles, pero me contuve y esperé a vernos para hacerlo. Claro que si lo pienso, no sé por qué tal cosa me preocupaba, quizás porque no se trataba de que me preocupara exactamente, sino del simple hecho de que lo rechazaba. Yo era por tanto una racista, teniendo en cuenta, además, que me había dicho que aquel hombre, bastante más joven que ella, por cierto, era sobre todo muy cariñoso. Y que eso y no otra cosa le había atraído de él, había añadido. Como fácilmente se puede imaginar, tratándose de un negro, el que me dijera “otra cosa” debía venir con segundas intenciones; en resumidas cuentas: que no pensara que estaba con aquel tío por su polla. Seamos claros.
Por fin ese fin de semana me decidí,  en vista que ella no lo hacía ni venía a verme a la peluquería, y me presenté en su casa sin previo aviso. La verdad es que me esperaba cualquier cosa, incluso que el africano ya estuviera viviendo allí con ella. Pero no era así, me recibió un tanto extrañada de que me hubiera lanzado por las buenas sin haberle dicho nada, no porque fuera raro sino poco habitual, aunque enseguida nos sentamos en el salón y nos pusimos a charlar. Le dije sin más preámbulos que estaba preocupada por lo que me había contado y le pregunté si estaba segura de lo que estaba haciendo, a lo que me contestó que totalmente. Que no sabía yo lo importante que era para ella aquel tipo, que hablaban todas las noches por teléfono y que estaba muy ilusionada. Hasta el día anterior Bartolomé no le había dicho a qué se dedicaba, pero al parecer, era nada más ni nada menos que un profesor de la Sorbona en excedencia. Se había querido tomar un año sabático para reflexionar sobre algunos temas de la condición de la mujer en África que le tenían preocupado, y no se le ocurrió que nada mejor que ir a las islas Canarias, donde casi podía sentir el pálpito de su tierra natal, Senegal, y concretamente de su lugar de nacimiento, Dakar. Me quedé aún más de una pieza que el día que me comunicó su relación, y me dije si mamá estaba trastornada o en vías de ello. Sin embargo, si debo ser sincera, incluso más que eso me sorprendió que empleara una palabra de la que ni siquiera estuviera convencida de que supiera cabalmente su significado, pálpito. Como si me hubiera escuchado, a renglón seguido me dijo que otra de las cosas que más le atraían de aquel hombre era lo bien que hablaba, pero sobre todo lo bien que pronunciaba. Había que verle, continuó, cuando a la orilla del mar le recitaba algunos versos de sus poetas favoritos. La verdad es que en aquellos momentos, aparte de estar al borde de un ataque de nervios, estaba sobre todo fascinada. Mi madre la peluquera de toda la vida (y a mucha honra, como yo misma), oyendo ensimismada a un individuo al que apenas conocía recitándole poemas en las cercanías del faro de Maspalomas, al tiempo que las turistas pasaban a su lado en bikini, en tanga o prácticamente en pelotas, oliendo a cerveza y crema solar. O directamente a fritanga. Cuando le pregunté finalmente en qué idioma hablaban, me dijo que cuando entre dos personas hay chispa, el lenguaje es lo de menos, aunque naturalmente, siendo Bartolomé profesor de Lengua y Literatura en Paris, le hablaba lógicamente en francés. Ante mi asombro, se adelantó a mi pregunta y me confesó que ella más que a otra cosa estaba atenta a sus maneras. La forma en que articulaba las palabras moviendo los labios, tras de los que se podían ver unos dientes blanquísimos y perfectos, que para nosotros quisiéramos los blancos. Virgen Santísima, pensé para mis adentros, esta mujer desvaría, y no sé donde puede ir a parar en su fantasía. Intenté suavemente que tratara de ser razonable, pero al poco me di cuenta de que era inútil, y que de momento no valía la pena. Confiaba en que según pasaran los días y aquel caradura se esfumara, ella se desencantaría y entraría en razón. Volví a casa, pero esta vez preocupada de verdad, y no ya porque se tratara de un negro desconocido, sino porque tenía la impresión de que a mi madre se le estaba yendo la cabeza a todo meter. Ella siempre había sido muy fantasiosa, eso es verdad, y en ese sentido lo de ahora no era tan raro, aunque pensé lo que tenía que haber pasado el pobre Antonio, mi extinto padre, cuando ella insistía en que la acompañara para que les echaran las cartas, o cuando quiso que se hicieran juntos testigos de Jehová porque le hacía muchísima ilusión lo del bautismo metiéndose en el agua. O lo de ahorrar para irse una temporada a las Seychelles o las islas Mauricio.
Después de la reunión con mamá, de la que salí con la impresión de haber asistido a una sesión de psicoterapia intensiva, pero sin psicoterapeuta, creo que ambas decidimos en nuestro fuero interno que los últimos acontecimientos que habíamos vivido debían sedimentar y ambas pudiéramos tranquilizarnos para ver todo más claro. Era cierto, sin embargo, que por mi parte yo no tenía verdaderamente ningún problema más allá de mi relación con Jaime, mi novio, que siempre estaba en el aire, que sí, que no, pero que no constituía ninguna novedad. De una u otra manera éramos pareja desde hacía unos cinco años, aunque cada uno haciendo su vida y cada cual en su casa, lo que no dejaba de ser bastante frustrante o un chollo, según como se mire.
Sin embargo, la placidez de eso días sin noticias de Bartolomé, se vio de repente truncada el día en que mamá apareció temprano en la peluquería diciéndome que necesitaba mis servicios de inmediato. El asunto es que al día siguiente llegaba el negro y quería estar guapa para recibirle. Había decidido cortarse el pelo y hacerse un peinado afro después de teñírselo de caoba oscuro. Estaba convencida que de esa manera le iba a gustar aún más a aquel hombre, pues con su nuevo aspecto no iba a tener más remedio que recordarle a las mujeres senegalesas. Mamá, ya era evidente, estaba cayendo en una dinámica que yo me sentía incapaz de controlar, por lo que tras una mínima discusión antes de ponerse en mis manos, decidí que me iba a callar, y a hacer lo mejor posible lo que me pedía, aunque temía que el resultado fuera una auténtica chapuza. Mamá tenía buen pelo, pero bastante lacio y con muchas canas, con lo que la tarea no era demasiado fácil. Al final salió lo que salió, pero ella se fue contenta y me dijo que posiblemente el domingo me lo presentaría. Que si no había cambios, podía ir a comer con ellos a su casa, y que podía traerme a Jaime si quería y él se dejaba, que esa era otra historia.
Así pues, el domingo según lo estipulado, y a falta de novedades, me presenté en su casa con aprensión y el corazón en un puño. Jaime se negó en redondo a venir porque aquel le parecía un asunto chungo en el que él no pintaba nada, ni siquiera como acompañante. Cuando me abrieron la puerta, durante unos segundos creí que me había confundido de piso, porque aunque aquel señor enorme en el umbral negro como un tizón podía ser Bartolomé, la señora que le acompañaba, me pareció en principio una desconocida, con un traje largo de colores vivos hasta el suelo, y una especie de tocado de gasa amarilla o algo parecido sobre el pelo, y una tez oscura que lo mismo podía corresponder a una caribeña sofocada que a alguien que se había dado un atracón de sol durante dos días. Pero era mi madre, que se había echado en la cara una crema bronceadora que había encontrado en Mercadona, con la que quería sin duda acercarse aún más a las nativas de Senegal. Pasada la primera impresión, traté de sonreír todo lo que pude y me prometí ver las cosas de una manera más positiva; después de todo aquello no era asunto mío, y si a mamá le hacía ilusión, que a mí me pareciera una chaladura no tenía demasiada importancia. La comida no estuvo mal, y la verdad era que aquel tipo parecía bastante simpático y espabilado. Verdaderamente como pareja daban una buena impresión, aunque la diferencia de edad resultara evidente a pesar de los esfuerzos de mamá para estar joven y guapa, como ella decía. Le pregunté al tipo aquel por sus actividades en la universidad, a lo que me contestó de una forma un tanto vaga, que no me permitió indagar mucho más. La verdad es que con frecuencia los tres nos callábamos porque no resultaba tan fácil entenderse en francés, del que mamá no sabía absolutamente nada y yo poco más, y lo poco que sabía estaba relacionado con los productos para el cabello de la peluquería, muchos de los cuales eran franceses y yo trataba descifrarlos a ratos. Por cierto que el francés de Bartolomé también me pareció un tanto especial, como si de hecho tuviera alguna dificultad y casi lo chapurreara, algo que yo achaqué a su acento africano. Lo más sorprendente en cualquier caso, era que Bartolomé, que casi no hablaba español, lo entendía bastante bien, según él por los meses que llevaba en Canarias y porque en la Sorbona tenía varios alumnos españoles. Durante aquel rato me acordé de mi padre con frecuencia. Tenía la impresión que de habernos visto hubiera pensado que estábamos todos para encerrar, y que en resumidas cuentas solo se trataba de una de las chaladuras de mamá. Me fui a media tarde después de ver un rato con ellos la televisión, cuando finalmente me di cuenta de que nos estábamos quedando amodorrados y que tenía que espabilarme. En ese tiempo pude darme cuenta de que aquel tipo era un bicho especial. Nunca antes había percibido el olor un tanto dulzón de la gente de color, posiblemente por su exceso de melanina, pero sobre todo me llamó la atención los poros de la piel de la cara tan dilatados que no sé como a mamá le podían gustar. Pero lo que verdaderamente me irritó de aquel tipo, una vez que hube aceptado que después de todo cada cual somos del color que nos ha tocado, era que aquel cabrón no hacía más que mirarme las tetas. Ya sé que tengo bastantes, que le voy a hacer, pero el tío no disimulaba en absoluto y estuve a punto de decirle una burrada. No me parecía que tal atención favoreciera en nada a mamá, a la que no veía el futuro nada claro con aquel tipo. Antes de irme les dije que el próximo fin de semana podíamos comer en casa o donde les apeteciera, que yo les invitaba.
(*) Boca de la isla: especie de cangrejo violinista de las marismas de Cádiz, que tiene una de sus pinzas mucho más desarrollada que la otra, y constituye una delicatessen culinaria. También llamado barrilete

FIN DEL CUARTO CAPÍTULO DE PERSIANAS.

martes, 27 de mayo de 2014

PERSIANAS TRES (ISLAS)

Después del entierro, mamá y yo nos refugiamos en una cafetería de la Ribera del Manzanares y estuvimos un rato charlando y tratando de consolarnos. Ella parecía verdaderamente afectada a pesar de sus circunstancias. Quiero con esto decir que debía hacer dos años que no hablaba con mi padre, lo que no parecía inconveniente para parecer muy afectada, y que en aquellos momentos rememorara episodios de su vida en común en los que decía haber sido muy feliz. Incluso mencionó los primeros años de mi vida, en los que al parecer papá me adoraba, momento en el que me entró una llantina inconsolable durante más de un cuarto de hora durante el que buena parte de los clientes estuvo pendiente de nosotras tratando de averiguar que nos estaba sucediendo. La vida en ciertas ocasiones es muy traicionera y parece ser lo que no es. Afortunadamente al final pude contenerme y nos dejaron de prestar atención.
Al día siguiente llamé a mamá temprano para ver que tal lo llevaba, pero para mi sorpresa no contestaba ni en casa ni al móvil, por lo que a última hora de la tarde me acerqué a ver qué sucedía. El bloque de casas donde vive mi madre no tiene portero y como no respondía al telefonillo desde la calle, acabé llamando al vecino que me dijo no saber nada, aunque juraría que la había visto salir por la mañana con una maleta. Tuve entonces la seguridad de que a mamá le había dado una de sus ventoleras, y había iniciado alguna de sus aventuras estrafalarias, lo que conociéndola no era tan extraño. Así pues esperé noticias suyas y me mantuve expectante pero en silencio durante todo el día. Finalmente dos días después recibí un guasap desde Maspalomas en Gran Canaria, en el que me decía que la perdonase, pero que tenia necesidad de relajarse y olvidar después de los últimos acontecimientos, y que había optado por irse una semana lejos “del escenario del crimen” (sic), sabiendo que si me lo hubiera dicho antes, no la hubiera dejado. La contesté de inmediato diciéndole que disfrutara y se relajase, pero que no obstante pensaba que estaba como una regadera. Me contestó brevemente y se lo agradecí, pues estaba convencida de que de haberlo hecho de otra manera nos hubiéramos enfrascado en una discusión absurda que no merecía la pena.
Durante esos días me dediqué a trabajar procurando no pensar en nada más. Abrí la peluquería al día siguiente del entierro, y tuve que soportar los pésames de las clientas, que agradecía de corazón, pero que no me dejaron durante un cierto tiempo pasar página. Parece mentira la importancia que tiene una persona a tu lado, aunque como en mi caso fuera mi padre, que no suele ser lo habitual en alguien que como yo que ya tenía treinta  años. Como me había dicho, mamá regresó una semana después, tostada y de buen humor, lo que quería decir a la claras que su estancia en Canarias le había sentado bien, y alejado del triste acontecimiento que acabábamos de vivir. Me vino a ver directamente desde el aeropuerto, lo que me sorprendió pero se lo agradecí, pues lo interpreté como un síntoma de su afecto y preocupación por mí. Pero lo más sorprendente fue que al poco rato me dijo que en su opinión nos vendría bien un canuto, lo que en principio me dejó patidifusa, pero que en el momento de dárselo me hizo pensar que quizás le vendría bien, y hasta que podía ser un síntoma de cuanto podía haberla hecho cambiar la muerte de Antonio. Ya se sabe que las primeras veces que uno se fuma un porro las reacciones pueden ser de lo más variadas, desde dolor de cabeza a náuseas, pasando por ataques de risa o somnolencia. En su caso, sin embargo debo decir que para mi sorpresa permaneció muy tranquila y relajada, como si de hecho fuera una consumidora habitual. Al poco me dijo que tenía que confesarme algo que le daba cierta vergüenza, pero que como mujer que era, creía que podría comprenderla. Me dejó expectante, y si debo decir la verdad un tanto ansiosa, pensando en que podía haber hecho cualquier tontería, aunque a decir verdad, en sus circunstancias no se me ocurría cual podría ser. Cuando después de un buen rato y darme unas cuantas pistas falsas, me acabó confesando que estaba enamorada de un negro, me quedé de piedra. Y de ello, lo que más me dolió fue pensar que a pesar del buen concepto que tengo de mi misma en este sentido, fue precisamente que fuera un negro y no un tipo normal y corriente de los de toda la vida. Ni siquiera se me ocurrió pensar que el cadáver de papá aún estaba caliente, o que era demasiado pronto. Y de nada me sirvió pensar que hacía más de dos años que estaban separados. Lo retrógrada que una puede ser, me dije para mí misma, a pesar de sentirme tan progresista.

FIN DEL TERCER CAPÍTULO DE PERSIANAS.

lunes, 26 de mayo de 2014

PERSIANAS DOS (ADIOSES)

El entierro de papá tuvo lugar dos días después. Quiero decir el entierro de mi padre, que de pronto hablar de él como si todavía fuera una niña me parece ridículo y hasta una falta de consideración. Aquel señor en la caja de pino era sobre todo y únicamente mi padre. Algo serio. El ser que me había dado la vida (con mi madre, ya lo sé), y tratarlo de otra manera era dejar de reconocerle o eso me parecía a mí. Así que allí estaba Antonio, mi padre, con esa cara de muerto que se le pone a todos los muertos y que tanto nos impresiona.
Antes de salir para el cementerio le tuvieron un buen rato en el tanatorio con la caja abierta, muy arreglado y listo para el tránsito definitivo. Nada que ver con lo de los curas, cuando el alma abandona el cuerpo, que de eso yo no sé nada, sino a punto de que el mismo cuerpo desaparezca a través de una serie de procesos que no vienen al caso, y que son más adecuados para una película de terror. Qué gracia, esas que siempre me gustaron tanto. Pero terror de verdad, no el de las películas de Hitchcock (que adoro, por cierto), viendo a mi padre Antonio de cuerpo presente, con un traje oscuro, camisa blanca y corbata de rayas.
Durante aquel rato, mucha de la gente del barrio se acercó a decirle adiós definitivamente. A bastantes posiblemente ni siquiera les había tratado, y lo hacían por esa cortesía morbosa que atenaza a muchos en esos momentos, incapaces de permanecer indiferentes ante los demás. Pero la mayoría era gente de los locales que frecuentaba, de los bares, quiero decir, ese lugar en donde algunos hombres parecen encontrar a lo largo de sus vidas una especie de hogar alternativo. En cada uno de ellos tenía costumbres y rituales diferentes. En el primero, que es el que más frecuentaba, se solía entretener muchas tardes con un grupo de conocidos jugando al dominó o las cartas en un apartado preparado para ellos. Se llama El Roble. Luego estaba El Estribo, en el que comía de vez en cuando, y después varios más en los que se detenía menos tiempo y en los que solía tomarse una caña y alguna tapa si se cuadraba.

Pero en todos sitios era Antonio, un tipo afable y de buenas maneras, aunque a veces un poco tosco y simplón al que no le gustaban nada las conversaciones complicadas. Claro que, todos somos como somos, y tratar de resumirnos en unas cuantas líneas es una forma inevitable pero injusta de considerarnos. A él posiblemente le hubiera gustado “que le dieran con el lanzallamas”, como solí decir refiriéndose a la incineración, pero mamá se empeñó en meterlo en una tumba familiar (de la familia de ella) en la que todavía había sitio. La próxima sería ella, dijo, y en esos momentos yo pensé en lo absurdo de la vida, capaz de meter bajo tierra juntos a los que ya no lo estaban sobre ella. Despedimos pues a mi padre una tarde de finales de otoño oscura y lluviosa, en la que ya era evidente el invierno a la vuelta de la esquina. Durante unos momentos tuve la sensación de estar asistiendo a una película del neorrealismo italiano, con toda aquellas personas serias y cariacontecidas, que en unos momentos darían la espalda a todo aquello, se alejarían y sonreirían de nuevo de vuelta a sus vidas, diciendo adiós definitivamente a papá. El pobre Antonio.    FIN DEL SEGUNDO CAPÍTULO DE PERSIANAS.

domingo, 25 de mayo de 2014

PERSIANAS

Al poco de llegar a casa, papá se quejó de que había pasado todo el día angustiado con un fuerte dolor en el pecho. Le dije que no se preocupara y que procurara relajarse, que seguramente serían gases, algo bastante corriente en él que era una persona que comía y bebía sin demasiados miramientos. Se metió en el salón y se sentó en el sillón de orejas, que le había comprado dos años atrás al día siguiente de venir a casa cuando se separó de mamá y no tenía donde meterse. Mamá tardó cierto tiempo en aceptarlo, pues de alguna forma creía que yo la traicionaba, aunque no tardó mucho en llamarme y decirme que lo comprendía. Que para una hija debe ser muy duro saber que su padre vive en la calle y duerme debajo de un puente. Ella, a pesar de su mal genio en ocasiones, siempre tuvo un gran corazón y pronto aceptaba historias como esta, que en principio parecían ir en su contra. Papá, como dije, se metió en el salón y se sentó como era habitual en él para ver las noticias o lo que pusieran en esos momentos, lo mismo le daban los políticos diciendo embustes o majaderías, que los elefantes y los leones en la sabana africana. La televisión era una especie de droga que le servía para desimplicarse (aún más) de la realidad. El hecho es que poco después, cuando ya había calentado la cena en el microondas y se la iba a servir, me alarmé al darme cuenta de que no me respondía. Las cosas como son, y yo debo ser una persona de otro planeta, bastante insensible y terriblemente fría, puesto que cuando fui al salón y después de zarandearle un buen rato, me di cuenta de que era inútil y no reaccionaba, me senté de inmediato a su lado y me dije para mis adentros “se ha muerto”. Luego lo repetí en voz alta-se ha muerto- como si necesitara que otra persona fuera de mí me lo confirmara. Yo no quería creerlo y estuve así durante un rato sin moverme. En estado de shock.
Luego le tomé el pulso y nada, después le puse un espejo de mano delante de la boca para ver si respiraba como había leído por algún lado, y tampoco, así que de inmediato, aunque un poco tarde, llamé al 112, que recogieron la información con diligencia pero con la indiferencia con la que pueden recoger en un supermercado el encargo de la compra. Luego avisé a mamá que se puso a gritar como una loca, lo que hizo que me preguntara por la complejidad de la naturaleza humana, pues si no recuerdo mal en los últimos tiempos antes de separarse le deseaba con frecuencia que palmara pronto, valga la vulgaridad. O entonces o ahora estaba fingiendo. No digo que fingiendo a conciencia, sino con ese fingimiento más profundo del que ni siquiera uno mismo es capaz de darse cuenta. Fue un rapto filosófico momentáneo que prolongué pensando que quizás en uno mismo anidan sentimientos contradictorios que justifican conductas tan opuestas. Los del 112 llegaron en quince minutos, y después de levantar atestado (o algo así) y el certificado de defunción, dijeron que tenían que proceder. Yo les dije si tendrían la amabilidad de esperar un momento a mi madre, que vivía cerca y debía estar a punto de llegar, a lo que me contestaron en plan afirmativo siempre que no fuera demasiado tiempo, pues en esta época –empezaba el invierno- “caen como moscas y tenemos que estar listos”. Después de una frase tan desafortunada en la que no quise darme por aludida, se sentaron conmigo y papá en el salón, componiendo una situación de lo más surrealista, a la que ellos debían estar acostumbrados pues parecieron no darle ninguna importancia. Por si fuera poco, uno de ellos, me pidió permiso para fumar, lo tenía prohibido estando de servicio, pero me rogaba que le comprendiera, porque a él esas cosas le ponían muy nervioso. “Además-añadió- créame que el humo da a la atmósfera del lugar una calidez que hace el momento mucho más llevadero”. Accedí, y aproveché la situación para liarme un porro, algo que a papá no le hubiera gustado nada porque en su opinión atacaba al cerebro. Nunca logré convencerle que yo la utilizaba para relajarme, y que no había ninguna relación entre el cannabis y la locura. Batalla perdida, por cierto.
Cuando llegó mamá, los funcionarios ya estaban procediendo con papá. Le habían envuelto en esa especie de mortaja metálica que emplean en los accidentes, y tuvieron que quitársela para que pudiera verlo. La verdad es que tenía buen aspecto, y si se hubiera levantado y deseado buenas tarde no me hubiera extrañado nada. Pero sí impresionado, claro está. Uno de aquellos tipos (eran tres, dos hombres y una mujer) comentó al oírme que eso pasaba a veces, que algunos difuntos después del tránsito recobran la placidez que la vida parecía haberles negado. Estuve de nuevo a punto de intervenir, pues pensé que ese comentario además de innecesario como otro anterior, podía ser una crítica en toda regla a la familia, pero me contuve pensando en el tan traído y llevado rigor mortis, después de todo, mucho más desagradable. Antes de irse tuve que firmar unos papeles, no sin antes bregar un rato con mamá, que decía que no estando divorciados, era a ella a quien le correspondía hacerlo. La costó mucho resignarse, como si de esa manera hubiera querido mitigar alguna culpa, y así reconciliarse con papá in extremis.
Cuando se fueron nos quedamos las dos a solas en el salón casi a oscuras. Mamá gemía, hacía muecas y daba manotazos al aire de una manera inexplicable, no sé si porque estaba sumamente nerviosa o para demostrarme cuanto lo sentía. Lo sorprendente es que yo seguía fría como un témpano y sentía mucho miedo, como si de un momento a otro pudiera suceder algo todavía peor. Estaba bloqueada. Temía despertar y tomar conciencia. Yo a papá le quería mucho, incluso demasiado, a pesar de las historias que mamá me había contado sobre él. En concreto, tenía miedo de salir de aquel estado, no poder soportarlo y tirarme por la ventana frente a mí. Finalmente hice un gran esfuerzo, logré ponerme en pie, fui hasta la ventana y bajé la persiana. Hubiera sido demasiado para mamá, que después de todo no tenía la culpa de nada. FIN DEL PRIMER CAPITULO


- Libre adaptación de la película “Carmina y amén” de Paco León.

jueves, 22 de mayo de 2014

LIBERTÉ, ÉGALITÉ, FRATERNITÉ (PARA PÁRVULOS)

El lema de la consigna que aglutinó a los revolucionarios franceses y que acabó derrocando al Antiguo Régimen fue como es sabido el del título que encabeza estas líneas. Claro que ya de entrada podría ponérsele algunas objeciones, pues como se sabe, por una causa u otra, lo que siguió a la toma de la Bastilla fue el Terror, con el compañero Robespierre al frente, con miles de cabezas pasadas bajo el artefacto de monsieur Guillotin, que seguramente tendrían algo que decir al menos del tercero de los conceptos, el llamado fraternité.  Se puede argumentar que, después de todo, en aquella ocasión tal cosa era normal pues los que perdieron la cabeza (y no por culpa del vino) formaban parte de los opresores, y por lo tanto se lo merecían. En mi opinión tal hecho hizo que la susodicha revolución, con todo lo justa que pudiera ser, empezara con mal pie, pues ella misma desmentía lo que preconizaba. Sin embargo, si se piensa un poco tal hecho, siendo terrible y contradictorio, puede ser visto con cierta benevolencia, y no porque lo aprobemos, sino porque en el famoso lema las tres palabras no son de la misma familia, y no pueden ser analizadas bajo la misma óptica. Para empezar con la fraternidad que hemos mencionado, cabe decir que no hace alusión a una ley natural o una norma de conducta, etc, sino esencialmente a un sentimiento. La hermandad es posible que puede aprenderse a través de la enseñanza moral, la educación, las costumbres e incluso la mera convivencia (donde está “el otro”, está el hermano”), pero, como el amor, no puede ser exigida, sino solo servir como orientación de como nos gustaría que fueran las cosas. Por otro lado, es cierto que, en general, a no ser cuando hay herencias de por en medio, los hermanos se llevan bien con frecuencia. Es pues algo deseable y hacia lo que la sociedad pretendida debería tender para que su funcionamiento fuera el más adecuado (léase ausencia de violencia, ayuda mutua, comprensión hacia el prójimo, etc). Hablar pues de la fraternidad resulta indicado según lo visto para moralistas, predicadores, curas, yoguis y en general para gente de buena voluntad, que experimente en lo más profundo de su ser tal sentimiento. Pero no puede ser exigida, sin que quepa descartar, además, a charlatanes o farsantes que se escuden en tal palabra, para aplicar terapias más resolutivas y menos amables, como pudieron ser los revolucionarios mencionados más arriba.
La libertad, mencionada en primer lugar, es una palabra en boca de muchos que sin embargo ni siquiera tienen muy claro de qué se trata, aludiendo un tanto confusamente a la capacidad de los integrantes de una sociedad a practicar el libre albedrío sin cortapisas legales dentro de la ley. Sobre ella se han escrito infinidad de ensayos y libros, que tratan de definir el concepto con la mayor precisión posible, aunque, después de todo, se les suele escapar de entre las manos como un pez escurridizo. Se supone que se trata de algo así como la facultad individual de ser y expresarse como verdaderamente uno se sienta sin impedimentos, y sin que tenga que intervenir la autoridad instituida. Es un concepto hoy un tanto bajo sospecha en la medida que las ciencias actuales del cerebro ponen en solfa que ni siquiera podamos optar a ello puesto que, al parecer, ya estamos condicionados a priori aunque quizás eso sea harina de otro costal. En cualquier caso, cabe decir que filósofos por un lado como productores de teoría, y políticos por otro como ejecutores, tienen esta palabra continuamente en los labios (libertad ¿para qué?, la libertad bien entendida, libertad o libertinaje…, etc) los primeros tratando de hallar su sentido más preciso, y los segundos dándolo por seguro según la óptica de su tendencia política, y sobre todo, aunque no lo digan, como un instrumento con el que manejar a los demás, es decir, en una democracia, a quienes deberían votarles para seguir mandando.
El concepto central- egalité- fue asumido principalmente por la mayor tiranía que se ha dado hasta nuestros días, la que aglutinó a los comunista y constituyó un formidable y hermético imperio, llamémosle así, que comprendía a la Unión Soviética y las repúblicas afines (o cautivas, que ese es otro tema). Como es por todos aceptado, el experimento terminó en un tremendo fracaso con millones de muertos propios, pero ha posibilitado que aquellos que abogan principalmente por los otros dos conceptos, fraternidad y libertad, hayan descalificado para siempre al sistema que la entronizó (pero no supo, pudo o quiso, llevar a cabo).
Habrá que reconocer, no obstante, que desde un punto de pura aritmética elemental, la igualdad es el único valor de los tres mencionados, que resulta verdaderamente mensurable. Uno puede sentirse muy fraternal y airear a los cuatro vientos la libertad de que disfrutan él y sus compatriotas, y sin embargo no tener prácticamente nada que ver con ellos, en la medida en que disfruta de una situación económica mucho más desahogada. Y eso habrá que achacárselo a este sistema que nos hemos dados entre todos llamado capitalismo, al que se aferran con uñas y dientes los que efectivamente disponen de un capital. Resulta lógico que quien tiene mayor capacidad o mérito goce de una situación mejor, o que quien dirige exitosamente un negocio disfrute más de las ganancias que este proporciona en la medida, además, que facilita que otros puedan trabajar, y por lo tanto vivir. Pero no es ese el problema, porque eso es algo en lo que básicamente todos estamos de acuerdo. De lo que se trata es que el reparto de beneficios de una u otra forma revierta en todos (desde Einstein al idiota), algo que solo sucede de una forma muy tibia o simplemente no sucede. Es ahí donde deben trabajar los gobiernos de las naciones democráticas. Lo demás, aunque se inspire en los famosos principios de la Revolución Francesa se quedará en gargarismos y mera palabrería.

Firmado por: John Stuart Mill, Karl Marx y San Francisco de Asís unidos por fin por un vago pero voluntarioso ideal de fraternidad.

martes, 20 de mayo de 2014

SITUACIONES

La situación era la siguiente. En la barra un matrimonio mayor, ella sentada y él de pie a su lado. Ambos vestían de manera informal, ella con una chaqueta amarillo chillón, con un bolso en bandolera que yo no alcanzaba a ver, y unos pantalones blancos de trapillo. El marido con un chaleco gris, una camisa de manga larga a cuadros arremangada hasta los codos, y unos pantalones vaqueros necesitados de plancha por raro que pueda parecer, tal era su estado. En la otra esquina de la barra, sucesivamente, un tipo joven tomándose un café y algo más lejos dos individuos de chaqueta también tomando café. Uno de ello cabeceaba ostensiblemente dando la impresión de asentir a lo que el otro decía sin la menor objeción. Aunque también era posible que se tratara de un tic con todas sus características, y por tanto inevitable. Dentro de la barra, Manolo, el propietario, iba de un lado para otro atendiendo a los clientes, aunque cuando me fijé con un poco más de atención, pude darme cuenta que no solo se trataba de eso, sino posiblemente de una manía adquirida después de muchos años que no le dejaba parar. A la vez que paseaba soltaba algunas frases o palabras cuyo sentido solo él debía saber, pues no tenían nada que ver con la realidad que nos rodeaba, sino posiblemente con su mundo interior, mediante las cuales debía tratar de tranquilizarse de la misma manera que hace un hamster dando vueltas en la ruedecita. De vez en cuando, al fondo del local se abría una puerta batiente, y asomaba la cabeza de una señora bajita de mediana edad que debía ser la cocinera, y se dirigía a Manuel diciéndola algo a lo que él respondía en un lenguaje críptico en el que ambos debían entenderse. Finalmente logré enterarme que se trataba del menú, y que lo que ella le preguntaba era si de segundo plato se trataba definitivamente de muslitos de pollo al ajillo, gallo a la plancha o ambos a elegir, a lo que Manuel respondió literalmente que “lenguado meunière, no te jode”. “Con guarnición”, añadió cuando ya la cabeza había hecho mutis, se supone que en dirección o ya dentro de la cocina. Frente a mí, sentado al bies en una mesa, estaba un hombre con el consabido café, que no paraba de hablar por teléfono. Su voz, cuando la elevaba, parecía conminativa, como si más de tratarse de una conversación al uso, fuera un dictado donde a su interlocutor solo le cabía ponerse a la orden o apagar el teléfono y buscar otro trabajo. Para terminar estaba yo, que al no poder verme no podía dar de mí una imagen muy fiel, pero que siendo un ser dotado de conciencia y una percepción hasta la fecha bastante ajustada a la realidad, podía afirmar que se trataba de un tipo mayor de sesenta años con una chaqueta de chandal roja. A pesar de la hora, me estaba permitiendo la primera cerveza del día, en esta ocasión como un estimulante moderado del sistema nervioso y cardiorrespiratorio. En cuestión de media hora sabía que debía enfrentarme a uno de mis peores enemigos sobre una pista de tenis. Un tipo bajo y esmirriado, pero con un golpe de derecha que le había hecho famosos entre los socios del club. Compensaba su baja estatura con un giro del tronco próximo a los cien grados,  que compensaba su falta de altura con un momento angular notabilísimo. Le conocía bien, y sabía que el color rojo le desquiciaba, siéndole una persona conservadora hasta las cachas, algo que yo aprovechaba para ponerle nervioso y acabar ganándole. Esa era pues la situación en el humilde bar debajo del edificio donde vivía. Nada en comparación con el día que se firmó el armisticio después de la Segunda Guerra mundial, y aún mucho menos en comparación con la infausta fecha en que un meteorito del tamaño de un campo de fútbol cayó con estrépito sobre la península de Yucatán, en América, originando la extinción de los dinosaurios. Pero un acontecimiento, no obstante, que quedará registrado en los anales del espaciotiempo con igual valor, aunque con menor prosopopeya, eso es cierto. 

CAMPOS Epílogo

Aquella fue la última noche que Jurgen y yo pasamos juntos. Nos refugiamos debajo de un puente donde fuimos capaces de dormir hasta la madrugada, pensando en la situación del párroco con cierta culpabilidad, pero sin poder reprimir el estallar de vez en cuando en sonoras carcajadas, que en aquel lugar y circunstancias eran más propias de unos borrachos o de algún loco. A la mañana siguiente nos armamos de valor y nos dirigimos de nuevo hacia casa por si hubiera cambiado algo. Y así fue efectivamente, pues al poco de llegar desde un recodo de la calle vimos salir a mamá con un bebé en brazos, acompañada de un oficial. Nos quedamos petrificados pues era lo que menos podíamos esperar. Se debía haber casado de nuevo o al menos tenía pareja, eso era evidente, pues  aquel hombre le pasaba un brazo sobre los hombros. Eché cuentas un poco por encima y calculé que cuando nos había dejado con la abuela con tantas prisas ya debía estar embarazada, pues no hacía siquiera ocho meses. De esta manera su ausencia cobraba un nuevo sentido. Nos había abandonado para esperar con tranquilidad a nuestro hermanastro, y sin duda porque ya estaba liada con aquel hombre a pesar de la llorosa despedida de papá y de que este pudiera haber muerto en el frente. No me gustaba aquella situación. No me gustaba la vida que hace que las personas se vuelvan irresponsables y traidoras. Sentí una rabia inmensa y pensé que quizás la abuela, a pesar de a ser tan bruta, tenía razón al llamarla golfa. Sentía al mismo tiempo que quería muchísimo a aquella mujer que nos había abandonado pero no quería comprenderla, aunque tuviese la mayor de las excusas. Dejé que Jurgen siguiera andando acercándose a la casa, y cuando vi que estaba suficientemente lejos, eché a correr como un loco en dirección contraria, perdiéndome entre las estrechas callejuelas cerca del río. No podía soportarlo y decidí que a partir de entonces todo sería diferente. Sabía que me buscarían y anduve escondido de aquí para allá hasta que logré enrolarme con las tropas rusas que me aceptaron de buen grado, como si con mi presencia no solo estuvieran ganando la guerra sino también el corazón de sus enemigos. Algún día digo yo que volveré, cuando ya hayan despejado Europa de cadáveres y la hierba vuelva a crecer. Entonces volveré a ver a mamá y a mi hermano Jurgen. Y al nuevo bastardo. Me llamo Hans.

lunes, 19 de mayo de 2014

CAMPOS TRES

Pasamos toda la primavera con ellas, y a los pocos que se acercaron hasta allí nos presentaron como unos parientes huérfanos, hijos de una hermana viuda, finalmente muerta en una de las continuas refriegas que tenían lugar cerca de la frontera. Afortunadamente todo el mundo pareció creérselo sin darle más importancia, y poco a poco Jurgen y yo nos fuimos olvidando de los episodios en casa de la abuela que aún rondaban por nuestra cabeza, y por los que pensábamos que algún día tendríamos que pagar. Éramos conscientes, sin embargo, que no podíamos prolongar nuestra situación allí durante mucho tiempo, pues en algún momento podía llegar la noticia del asesinato de una campesina a unos cuantos kilómetros del lugar. Así pues, a finales de la primavera decidimos que era el momento de partir, y una mañana muy temprano nos pusimos en marcha en dirección a Budapest, donde tiempo atrás vivíamos con nuestros padres. No estábamos del todo seguros hacia donde debíamos dirigiros, pero en cualquier caso pensamos que siempre tendríamos tiempo de enterarnos a lo largo del camino. El día anterior a nuestra despedida, quisimos dejar una vez más constancia de nuestro paso por allí, por lo que ya sin ningún tipo de subterfugios estuvimos una vez más con la madre y la hija, según lo acostumbrado. Primero con Emilia, que se mostró tan satisfecha como siempre y desapareció enseguida para dejar sitio a su madre, que seguía actuando como si fuéramos dos lactantes, algo que nosotros cultivábamos con cierta candidez, aunque una vez que ella volvía a la cama, nosotros tuviéramos que aliviarnos en el exterior, como consecuencia de una ingesta que ya nada tenía que ver con la de unos niños que todavía no habían pasado del biberón. Nos fuimos sin ni siquiera decir adiós y sintiéndolo mucho, pues habían sido los mejores momentos desde que estábamos solos, pero temíamos que si lo hacíamos, ellas insistirían en que nos quedáramos, y resultaba peligroso. Era el momento de poner tierra de por medio, aunque debo confesar que según nos alejábamos, Jurgen y yo estuvimos llorando a moco tendido durante un buen rato como niños. Como los niños que ya no éramos, por cierto, puesto que acabábamos de cumplir dieciséis años. Llegar a la capital nos supuso una caminata de al menos dos semanas. Anduvimos a campo través para evitar las carreteras y los caminos en los que nos pudieran hacer preguntas, y solo nos acercamos a ellos algunas tardes ya casi sin luz, para intentar guiarnos por los indicadores de tráfico, y volver a alejarnos enseguida.
Cuando por fin estuvimos seguros de encontrarnos en la capital, nos dirigimos hacia la orilla del río donde sabíamos que estaba la casa de nuestros padres, aunque lo hicimos con bastante aprensión, pues no sabíamos con qué podíamos encontrarnos. Nos refugiamos durante toda la tarde en una iglesia de las inmediaciones, donde recordábamos haber ido algunos días con mamá, que a pesar de no ser demasiado religiosa, a veces entraba allí y nos llevaba con ella, sobre todo en la época en la que nuestro padre desapareció, al parecer movilizado rumbo al frente ruso. Suponíamos que allí rezaba o al menos se concentraba, deseando que volviera pronto, aunque nosotros permaneciéramos a su lado sin saber qué hacer. Ya a punto de anochecer salimos el templo y nos dirigimos hacia casa. No sabíamos con qué podíamos encontrarnos, y nos lo tomamos con calma haciéndolo con bastante sigilo, como si en cualquier momento pudiéramos encontrarnos con una situación imprevista o desagradable. La verdad es que al llegar nos sentimos bastante decepcionados, pues allí no había nadie y daba la sensación de que el edificio había sido abandonado. Tuvimos entonces la impresión de que algo extraño estaba sucediendo, pues las calles estaban casi desiertas, y las pocas personas con las que nos cruzamos parecían huir o apresurarse hacia algún lugar desconocido. De todas formas, nos enteramos de que el ejército ruso estaba a punto de entrar en la ciudad, y más valía ponerse a buen resguardo, pues al parecer los bolcheviques primero disparaban y luego preguntaban, como suele ser lo habitual en cualquier tipo de guerra. Volvimos pues a la iglesia con el tiempo justo para entrar, pues en aquellos momentos, un tipo vestido de cura estaba cerrando las puertas. Le comentamos nuestra situación y nos dejó entrar un tanto a regañadientes. Al parecer, según pronto nos contó, él era el párroco y mantenía la iglesia abierta hasta esa hora por si alguien como nosotros quería todavía utilizarla. El interior estaba casi en ruinas o en todo caso muy descuidado, al parecer ya casi nadie acudía, y las pocas personas, a excepción del sacristán, que lo hacían habitualmente, habían huido. “Es la guerra”, exclamó finalmente con una solemnidad que casi nos hizo reír, después de todo lo que habíamos pasado. Nos llevó a la sacristía y estuvo interrogándonos un buen rato, sobre todo interesándose por nuestros padres y nuestra casa. No le dijimos nada en concreto, y eso fue algo que pareció aliviarle, como si de esa manera no tuviera que hacerse responsable ante nadie de nuestra presencia allí. Nos dijo entonces que estábamos horriblemente sucios, y que en la casa del Señor se debe estar aseado, por lo que después de desaparecer durante un buen rato, volvió a la sacristía con un balde de agua caliente, diciéndonos que era imprescindible que nos laváramos de inmediato. Aquella noche no podía darnos nada para cenar, a excepción de un buen montón de recortes de hostias que guardaba en un cajón del armario con los hábitos y casullas de la liturgia. Nos vería al día siguiente, pues ya era tarde y tenía que retirarse a sus aposentos para rezar. Nos quedamos pues allí, en aquella habitación enorme decorada con cristos  e imágenes de santos un tanto decrépitas y llenas de polvo, pero no dudamos demasiado en verter el agua del balde en una tina de madera antes de que se enfriara. Lo cierto es que estábamos verdaderamente sucios, y aquel primer baño en muchos días nos sentó muy bien. Sin embargo, cuando ya estábamos secándonos afuera con unos trapos que nos había dejado el párroco, nos pareció oír algo sobre nuestras cabezas, y al alzar la vista tuvimos la certeza que durante todo ese rato no habíamos estado solos, pues a través de una especie de ojo de buey cerca del techo, se nos hizo evidente de que alguien había sido testigo de nuestras abluciones. Las oraciones del párroco habían al parecer necesitado de ciertos estímulos. A la mañana siguiente fue el mismo él mismo quien nos despertó. Estábamos agotados y el hecho de poder haber dormido sobre mullido por primera vez en varios días, hizo que nos despertáramos más tarde. El tipo aquel, del que ahora sabíamos algo más de sus aficiones después de lo de la noche anterior, nos miraba con cierto arrobo, como si fuéramos dos monaguillos de su parroquia dispuestos a ayudarle en lo que se le antojara. No sabía que a pesar de nuestra corta edad, ya éramos dos tipos curtidos en bastantes situaciones que ni se le podían pasar por la imaginación. Estuvimos todo el día con él sin apenas salir de la iglesia. Nos portamos como dos chicos ejemplares que quieren ganarse un lugar en el cielo, algo que pareció creerse a pies juntillas, aprovechando la mínima ocasión para restregarse contra nosotros, lo que evitábamos sin demasiadas brusquedades para que se hiciera ilusiones y al menos nos diera de comer y nos dejara volver a bañarnos por la noche. Cenamos por la tarde en la sacristía con unas viandas maravillosas, productos frescos de la huerta que debían traerle algunos feligreses, y una carne de pato exquisita que, según él, nos ofrecía como algo extraordinario en recompensa por nuestro buen comportamiento, y esperando que en el futuro cuando la guerra terminase, volviéramos a verle con frecuencia. También sacó unas cuantas botellas de vino de misa que tenía escondidas al fondo de la habitación en una especie de fresquera, y nada más empezar a comer se sirvió dos lingotazos hasta arriba, y nos ofreció a nosotros una mínima cantidad en unos vasos tan pequeños que parecían dedales. Según avanzaba el condumio, el hombre, sin duda ayudado por el vino, del que al poco se había bebido una botella, pareció desinhibirse totalmente, y nos dijo melosamente que hacía tiempo que no le acompañaban unos jóvenes tan fuertes y bien parecidos, al tiempo que con cierto disimulo se pasaba la mano entre la piernas, sin duda esperando en breve poner a funcionar lo que el celibato le tenía prohibido de una forma habitual. Jurgen y yo, que ya habíamos hablado del asunto cuando él se ausentó por la mañana para hacer la compra, le dijimos que antes de enfriarnos nos apetecía bañarnos otra vez, que el agua caliente era algo maravilloso cuando se han pasado tantos meses sin ella. Además, antes de darle tiempo a reflexionar demasiado, le dijimos que no dudara en acompañarnos, pues, después de todo, bañarse con un párroco no es algo que esté al alcance de cualquiera, y que sin duda algún tipo de beneficio espiritual recibiríamos de su presencia. El hombre nos miró un tanto perplejo, pero nosotros aprovechamos para servirle enseguida otro par de copas de vino que desaparecieron casi de inmediato. Luego el orondo diácono, presbítero o lo que fuera, desapareció para volver enseguida con el mismo balde del día anterior lleno de agua humeante. Nosotros ya estábamos en la tina, y le rogamos que dado que éramos tres, sería conveniente que trajera varios calderos más, algo que hizo casi a la carrera a pesar del vino, sin duda motivado por el impulso libidinoso de dos jovencitos que parecían esperarle expectantes. Cuando ya estuvimos los tres adentro, se hizo evidente que el rijoso cura nunca iba a llegar a nada, pues apenas podía tenerse en pie y ni siquiera podía hablar con coherencia, lo que no fue óbice para que Jurgen le diera de beber directamente del gollete de la tercera botella, a lo que a pesar de su estado semicomatoso no puso pegas. Era el momento esperado por nosotros, que salimos de la tima a pesar de sus protestas, pero ni siquiera capaz de incorporarse. Fue entonces cuando Jurgen agarró un cirio de buen tamaño de uno de los cajones de la cómoda, y de un buen empellón se lo metió al pobre hombre por un lugar para el que sin duda no están hechos los objetos litúrgicos, pero que el párroco, a pesar de proferir un alarido en primera instancia, pareció aceptar poco después como algo que ya no tenía solución. A continuación nos vestimos precipitadamente, cogimos su ropa,  apagamos la luz, cerramos la puerta desde afuera con una llave, y salimos a la oscuridad de la ciudad, dejando allí al santo hombre en una situación realmente incómoda. Sobre todo si no encontraba una solución para su desnudez y el estado lamentable en el que podía encontrarle al día siguiente el sacristán. Afortunadamente le quedaba el recurso de los hábitos y las casullas para decir misa, aunque sería algo sorprendente verle así de aviado tan de mañana. El olor a vino de misa no iba ser tan fácil de quitar, y en cuanto al velón, sin duda sabría como deshacerse de él en cualquier de los mil recovecos del lugar. Era posible, visto lo visto (aunque esta afirmación pueda ser una temeridad), que con un poco de suerte, le hubiera cogido gusto y lo guardara entre sus cosas más personales. En cualquier caso, Jurgen y yo nos encontramos de nuevo solos y sin saber adonde ir. Esta vez en la oscuridad de la noche de Budapest.  FIN DEL TERCER CAPÍTULO.

sábado, 17 de mayo de 2014

CAMPOS DOS

A pesar de no estar en mejores condiciones que la de la abuela, aquella casa al menos parecía un lugar habitado por gente normal. Quiero con esto decir que cada cosa estaba en su sitio y todo bastante limpio, dando la impresión de que aquellas mujeres no se dejaban llevar por los desastres de aquel tiempo. No dimos demasiadas explicaciones de nuestra procedencia, ni ellas afortunadamente nos preguntaron más que cuatro banalidades, que no supusieron ningún problema para nosotros. La chica pelirroja era muy tímida pero simpática y parecía encantada de poder echarnos una mano, su madre apenas habló pero parecía recibirnos con agrado, como si en el fondo nuestra presencia les aliviara de una soledad que debía resultarles bastante agobiante. Emilia, que así se llamaba la joven, tenía un defecto de nacimiento en el labio superior, pero a nosotros nos resultaba gracioso, quizás porque era la primera vez que veíamos a alguien con labio leporino. Procuramos ser amables y ayudarlas en todo lo que estaba a nuestro alcance, cuidando el ganado, cortando leña, fregando los platos y limpiando, algo que ellas nos agradecían con una sonrisa y dándonos de comer, que era lo máximo a lo que podíamos aspirar en aquellos momentos. Al día siguiente de nuestra llegada, Emilia nos condujo a un cobertizo en donde nos quería enseñar algo especial, a lo que ambos accedimos suponiendo que se trataba de una sorpresa agradable. Para nuestra perplejidad y emoción, al poco de llegar se recostó sobre un montón de paja y se levantó la falda, diciéndonos que quería que investigáramos allí abajo, que los dos le gustábamos mucho y que deseaba que nosotros fuéramos los primeros. Jurgen y yo estuvimos con ella más de una hora haciendo turnos, y pronto tuvimos claro que de primera vez nada, porque no sucedió lo previsible en tales casos, según las noticias que teníamos de tales acontecimientos. Aquella chica parecía insaciable, y solo lo dejamos cuando nos pareció oír las voces de su madre llamándonos, esperando que nuestra ausencia no le hubiera hecho sospechar nada. Afortunadamente pareció ser así, y se conformó con la explicación que le dio Emilia, todavía jadeante, de que habíamos estado atendiendo al ganado. Tenían una vaca y dos cabras, a las que había que ordeñar todos los días, además de las inevitables gallinas. No tenían cerdos, lo que para nosotros supuso un cierto alivio, recordando la masacre que sus congéneres hicieron con la abuela. Al día siguiente Emilia tuvo que irse todo el día a la ciudad para hacer la compra y resolver algunos asuntos legales, al menos eso fue lo que nos dijo su madre cuando se levantó. Para nuestra sorpresa no era la vieja que casi nos pareció al principio, sino una mujer madura bastante guapa y con un tipo estupendo, que hizo que mi hermano y yo nos miráramos sorprendidos como si se tratara de una aparición. Desayunamos con ella que no se molestó en vestirse, sino solo en echarse una especie de bata por encima, a través de la cual podíamos adivinar un cuerpo fuera de lo común, por lo que durante buena parte del tiempo permanecimos en silencio temiendo que adivinara nuestros pensamientos. Y debió ser así, pues en el momento en que nos disponíamos a recoger la mesa, nos acercó con sus manos a su lado e hizo que recostáramos las cabezas sobre ella, luego se sacó los pechos y nos pidió que mamáramos todo lo que quisiéramos, que nada más vernos supo que éramos unos buenos chicos con muchos problemas y muy necesitados, y que de esa manera quería resarcirnos de todos los malos ratos que sin duda debíamos haber pasado. Y que aunque solo fuera por eso,  quería que nos alimentáramos hasta hartarnos. Al terminar, nos tranquilizó y nos dijo que ya sabía lo del día anterior con Emilia, que no debíamos preocuparnos ni pensar mal de ella, porque era una hija maravillosa que se merecía todo, aunque como era natural, ella no pudiera proporcionárselo. Luego se quito la bata y se volvió a meter en la cama, dijo que se sentía muy feliz por haber podido ayudarnos, y poco antes de dormirse de nuevo, nos confesó que verdaderamente a ella no le pasaba nada, y que si estaba así, era porque le gustaba que la cuidaran y su hija se prestaba a ello. No obstante cualquier día se iba a levantar y recomenzar su vida habitual, que había interrumpido apenas hacía dos meses.

Cuando Emilia regresó de la ciudad la recibimos como si no hubiera pasado nada, algo que si se piensa con cierto detalle tenía bastante de cierto, porque verdaderamente su madre, según su parecer, solo había hecho una obra de caridad. Estuvieron un rato hablando entre ellas sobre algunos temas de los que la hija se había ocupado en a ciudad. Parecían contentas y tuvimos la impresión de que cruzaba entre ellas ciertas miradas de complicidad, como si ambas estuvieran al corriente de sus actividades con nosotros y las aprobaran. Era evidente que nos consideraban dos pobres desgraciados con quienes todos los cuidados son pocos. Esa noche dormimos los cuatro en la misma cama, una especie de jergón enorme en el que hasta entonces dormían ellas, y en el que nos admitieron como si de tal manera quisieran incorporarnos a su familia. Madre e hija dormían juntas y casi abrazadas. Nosotros en la otra punta nos interrogábamos sobre lo extraña que puede llegar a ser la vida en ciertas circunstancias. Jurgen se durmió antes que yo, y estuve durante un rato contemplando su perfil contra la luz del rescoldo que aún se mantenía en la chimenea. Tuve entonces la clara sensación de que los cuatro nos elevábamos sobre el suelo, y que desde lo alto, yo podía contemplar todo lo que nos había ocurrido durante aquel tiempo como si estuviera ocurriendo en aquellos precisos momentos. Pude ver a mamá despidiéndose de nosotros al dejarnos en casa de la abuela, y a esta con cara de loca cuando se dio cuenta de que se iba a morir. Recordé a los cerdos y las gallinas. Y a Emilia fuera de sí en el cobertizo y a su madre dándonos de mamar como si fuéramos dos críos. Cuando estaba a punto de dormirme tuve aún tiempo de ver una vez más la cara de mi hermano, y por primera vez sentí una punzada de pánico en la boca del estómago al darme cuenta de que era alguien diferente de mi mismo. Y que por lo tanto, a partir de ese momento, los dos estábamos solos en el mundo.  FIN DEL SEGUNDO CAPÍTULO.

viernes, 16 de mayo de 2014

CAMPOS

Mamá nos llevó al campo con la abuela y desapareció diciéndonos que pronto volvería y que nos quería mucho. Al parecer había estallado la guerra y allí se estaba mucho más seguro que en la ciudad. Eso fue lo último que nos dijo, pero no lo entendimos porque lo lógico hubiera sido que en ese caso ella se hubiera quedado con nosotros. Algún asunto importante debía retenerla en la ciudad, y no volvimos a verla en mucho tiempo. La abuela era una mujer enorme, muy grande y gorda, pero sobre todo con muy mal carácter, y desde el primer minuto nos estuvo diciendo todo tipo de barbaridades, metiéndose también con mamá a la que llamaba golfa con total desparpajo, como si tal cosa no nos debiera sorprender ni a nosotros mismos. Claro que a mi hermano y a mi nunca nos llamaba por nuestro nombre, sino en todo caso por “vosotros” o “tú”, y aún con más frecuencia por “bastardos”, algo que en aquellos momentos nosotros desconocíamos que se trataba de un insulto, que también, y sobre todo, iba dirigido a mamá. Nosotros no decíamos nada, porque si abríamos la boca nos dejaba sin comer o  a la intemperie durante varias horas. Estábamos en una finca casi en ruinas en pleno campo, a varios kilómetros de un pequeño pueblo, a donde a veces nos mandaba a la compra. Cuando llegó el invierno las cosas empeoraron porque apenas teníamos para comer y pasábamos mucho frío, a pesar de alimentar continuamente la chimenea con madera, que antes teníamos que cortar en una leñera cercana. La abuela tenía dos cerdos y algunas gallinas ponedoras, por lo que al menos podíamos comer huevos, a los que posiblemente les debemos la vida. Jurgen, mi hermano mellizo, y yo, no pudimos resistir la tentación y un día que teníamos un hambre desesperante porque las gallinas no habían puesto por el frío, matamos a una de ellas dispuestos  a comérnosla aunque fuera cruda, pero cuando la abuela vio lo que habíamos hecho, se puso como una furia y nos dio una paliza tremenda. Hizo tal esfuerzo que se desmayó y estuvo tirada en el suelo un buen rato. Creo que fue entonces cuando Jurgen y yo comprendimos que se trataba de sobrevivir y que  si queríamos llegar vivos a la primavera debíamos deshacernos de ella pronto. Incluso estuvimos a punto de hacerlo entonces con un palo de buenas proporciones que tenía escondido detrás del aparador, pero se despertó poco antes, nos dio miedo y decidimos esperar a una ocasión mejor. La abuela se emborrachaba con frecuencia y se ponía a delirar y gritar todo tipo de incongruencias. Luego por la noche no podía dormir y nos echaba la culpa. Nos insultaba y nos amenazaba con el palo, hasta que un día logramos quitárselo de las manos y se volvió medio loca, supongo que entonces se dio cuenta de que la situación podía cambiar y ser nosotros la que la atacáramos. Desde entonces se mostró algo más comedida, aunque siempre brusca y de mal humor. Un día se emborrachó tanto que nos acabó confesando que ella misma había envenenado al abuelo, que había sido un hijo de puta que la había maltratado toda la vida. No nos extrañó demasiado, porque aquella bruja era capaz de todo, aunque con su corpulencia y más joven no sé como se había aguantado y como se las habría arreglado su marido para dominarla. En cualquier caso, nos enseñó un frasco con un líquido rojo que tenía en un cajón del aparador, y nos dijo que el día que estuviéramos hartos ya sabíamos lo que teníamos que hacer, dar un trago a aquella pócima y todo arreglado. Lo que ella no se esperaba posiblemente es que aquella confesión supusiera su final, algo que solo comprendió la mañana en la que después de tomarse la leche del desayuno se sintió rara de inmediato. Enseguida se puso a temblar y nos miro con los ojos desorbitados comprendiendo que le iba a pasar igual que a su difunto esposo. Trató de incorporarse y aún le dio tiempo de llamarnos bastardos una vez más. Fueron sus últimas palabras. En principio no supimos que hacer con el cadáver, pero finalmente decidimos esconderla entre la madera de la leñera, algo que no fue demasiado fácil por su peso. Estuvimos cavilando todo el día como deshacernos de ella, y se nos ocurrieron varias posibilidades. En primer lugar enterrarla cavando un pozo bien profundo, luego se nos ocurrió quemarla, pero era demasiado aparatoso, así que finalmente cuando nos despertamos al día siguiente pensamos que lo mejor era echarla a los cerdos. Los bichos hacía varios días que no comían, y despacharon a la abuela en un par de días. No dejaron más que los huesos mondos y lirondos, que nos fue mucho más fácil de enterrar, porque sorprendentemente aunque fuera una mujer tan corpulenta cuando estaba viva, nadie lo diría viéndola entonces. Después del atracón los cerdos parecieron rejuvenecer, con lo que se nos hizo evidente que las proteínas de la vieja les habían sentado a las mil maravillas. Las gallinas volvieron a poner y durante varios días nos alimentamos exclusivamente con sus huevos. Reflexionamos un poco y enseguida se nos hizo evidente que no podíamos seguir allí más tiempo, porque en cualquier momento podía acercarse alguien y preguntar por la abuela. Si al menos faltábamos los tres pensarían que nos habíamos ido con ella en otra dirección, quizás de vuelta con nuestra madre o Dios sabe donde, en las guerras pasan cosas de lo más extrañas. Antes de irnos nos deshicimos del veneno y decidimos quemar todo lo que había en el interior de la casa. A los animales los matamos a todos, no sin antes comernos a la gallina más ponedora. Era evidente que ya no iba a poner más huevos, pero por lo menos habría tenido un final digno de su labor nutricia durante todo aquel tiempo. Jurgen me dijo que si alguien se acercaba a la granja iba a tener la impresión que por allí debía haber pasado un loco, a lo que no se me ocurrió contestarle otra cosa que “o dos”, tras lo cual a ambos nos dio un ataque de risa del que nos costó cierto tiempo recobrarnos. Estuvimos andando un par de días alimentándonos de las pocas cosas que pudimos coger en la granja, sobre todo unas galletas secas espantosas que nos tuvieron atascados varios días. Por fin llegamos a una especie de casucha en las afueras de lo que a lo lejos parecía una gran ciudad. Allí encontramos a una señora mayor enferma en la cama de la que cuidaba una chica pelirroja algo mayor que nosotros que al vernos nos invitó a entrar.    FIN DEL PRIMER CAPÍTULO


-Adaptación de la novela “El gran cuaderno” de la escritora húngara Agota Kristof. 

jueves, 15 de mayo de 2014

AFUERAS

A partir de cierto momento la familia tuvo claro que debía poseer una propiedad en las afueras y vivir allí, no porque en realidad fueran partidarios del campo abierto o de los horizontes despejados, sino porque en el fondo se sí misma, pensaba que toda la gente bien debía vivir en un lugar que no estuviera sujeto a las agobios de la gran ciudad, donde sin duda existían barrios respetables, sino porque contribuía a darle un cierto estatus, imprescindible entre los de su clase. En resumidas cuentas, la familia consideraba que vivir intramuros constituía claramente una falta de gusto e incluso una vulgaridad. Lo cierto, no obstante, es que en su fuero interno lamentaba despedirse de las comodidades que supone el hecho de tener todo a mano, e incluso de la proximidad de ciertos lugares con encanto, difícilmente repetibles entre los miles de adosados exactamente iguales, y el entramado de vías de acceso de película americana venidas a menos, donde pretendían mudarse. Finalmente, la familia tomó la decisión de seguir adelante con su proyecto, movida sin duda por otras que se habían lanzado poco antes a la aventura del extrarradio, y que enseguida les contaron de las maravillas de las barbacoas los fines de semana, y las tardes divertidas en las grandes superficies, apenas a diez minutos en coche. Además,  allí se estrenaban las mismas películas que en la ciudad, y los niños podían divertirse en espacios ad hoc, mientras ellas podían dedicarse a ver algo de ropa, y los productos especiales que los grandes supermercados les ofrecían para sus selectas despensas. José y María, que tal eran los nombres de lo que hasta aquí se ha venido denominando como familia, estaban orgullosos de haber sido capaces de tomar esa decisión, sabiendo que a pesar del sacrificio que podía suponerles la lejanía de la ciudad, ingresaban en una sociedad ante la que se abría el futuro, y podía incluso llegar a equipararles con las personalidades que al otro lado del charco huyeron de la vulgaridad del down town. De esta manera lucirían un bronceado que la nueva ubicación favorecía, y para el que serían precisas varias horas en los parques atestados del centro, o asistir de forma continuada a los polideportivos municipales, algo que estaba muy bien para el pueblo llano en el sentido marxista de la expresión, pero no para los triunfadores, entre los que se contaban. María, al poco de mudarse, decidió que era el momento de dejarse el pelo muy corto, algo un tanto sorprendente pues aunque ya no era una jovencita y tenía una melena de la que podía presumir, en esos momentos le parecía vulgar y un tanto adocenada, ya que todas sus vecinas las llevaban prácticamente idénticas. Además, siendo una persona con tendencias intelectuales, creía de esta manera colaborar a un revival de los años sesenta, en los que el pelo “a la garçonne” estuvo muy de moda con el existencialismo (se acordaba de la pobre Jean Seberg). Pensaba que era una forma clara de diferenciarse de las vecinas, y de esta sutil manera, incluso de tildarlas de horteras. José, por su lado, hombre de gustos corrientes y nada sofisticado, era un apasionado del jogging,  pronto se encontró un tanto perdido en aquel desierto de cemento y jardineras, pero se las ingenió para diseñar recorridos diferentes que le estimularan. Alternaba los totalmente llanos, en los que la diferencia de nivel no era superior a la que puede tener la playa de San Juan en Alicante medida entre sus dos extremos, es decir: cero (teniendo en cuenta, además, que el nivel 0 en la península se cuenta precisamente a nivel del mar en esta bonita ciudad levantina). Otros días, sin embargo, cuando se sentía más en forma, incluía en su recorrido la subida reiterada a una especie de iglesia en lo alto de una loma, donde a veces se detenía y entraba para rezar. Allí daba gracias a Dios por su buena situación familiar, incluyendo en sus oraciones un ruego por la mejoría de sus habituales dispepsias, y otro para que su equipo ganara el campeonato nacional de Liga. La iglesia de hecho no era católica, sino protestante, de los Adventistas del Séptimo Día, que al parecer esperan la llegada inminente del Redentor, algo que a él no le parecía tan evidente, pero que aceptaba como un mal menor, y en cualquier caso, le parecía útil para que sus plegarias llegaran adonde fuese necesario con mayor rapidez. En cualquier caso, esta afición a los paseos le convenció de la conveniencia de utilizar gafas de sol, pues ya fuera temprano por la mañana, o por la tarde a la vuelta del trabajo, el sol estaba en una posición que las hacían recomendables. Dudó un tiempo si utilizar unas pequeñas como en su día hicieron algunos científicos e intelectuales de la UCLA, de los que él en alguna medida, siendo ingeniero, se consideraba parte, o decidirse por las modernas, grandes y compactas, que había visto usar a algunos deportistas de élite, decantándose por estas últimas que en su opinión daban de él una imagen mucho más al día. El adosado era de los grandes, y cara al futuro cabía la posibilidad de comprar el que estaba a su lado, pues en el contrato de venta se especificaba en una cláusula (por otro lado, más que discutible), que en caso de que el número de hijos superara la media docena, tendrían prioridad si los vecinos ponían el suyo a la venta. La familia, en este sentido, no se había puesto límites, teniendo en cuenta que su fe en el Altísimo les impedía utilizar medios reguladores de la natalidad. A María, de hecho, le horrorizaban los preservativos, y le parecía increíble que en una época en la que el ser humano había llegado a la Luna, no hubiese inventado un método natural menos grotesco. En cualquier caso, siendo cinco ya los hijos a bordo, José no descartaba que en pocos años la descendencia no bajase de diez, algo que verdaderamente le horrorizaba y le daba ánimos, llegado el momento, a controlar las eyaculaciones, recurriendo sin demasiado esfuerzo al afamado método del tirón, tan popular entre las clases medias. E incluso las altas y medio altas, refractarias a la goma por orden del Vaticano. Debe aquí valorarse que por aquella época debió hacer un esfuerzo sobrehumano para controlarse, puesto que siempre había sido un amante de la canción francesa, a la que su mujer podía encarnar perfectamente en aquellos momentos. Así pues, a la altura en que esta nota esta siendo redactada, la familia en cuestión parece disfrutar de un tiempo feliz, que ni siquiera los posibles embarazos de María parecen contrariar, pues aunque a José  le gusta más el estilo clásico de Juliette Greco, al regresar de la caminata vespertina, no puede evitar que su mujer, un tanto Mireille Mathieu con reminiscencias de Edith Piaf, le motive lo suficiente para que los consejos de contención recomendados por el párroco de la urbanización, resulten inoperantes. Téngase en cuenta, además, que una prole muy abundante, sería en su día muy importante para la multiplicación de un rebaño que cree a pies juntillas en el misterio de la concepción virginal y la resurrección de los muertos.

viernes, 9 de mayo de 2014

FAMILIA C

La familia C era llamada C debido posiblemente a la oscura decisión de un oscuro funcionario de la fábrica, de la que el señor C (aceptémoslo así) era el químico jefe desde poco después de su inauguración. No se trataba por lo tanto de algo referido a un lugar o a cualesquiera otra clasificación oficial, sino con toda probabilidad, a un antojo del antedicho individuo por raro que pueda parecer, pues en tal época a pesar de sus publicitados valores aún se admitían determinados caprichos de este tipo de trabajadores (adictos al régimen, por supuesto), por denominarlos de alguna manera. De hecho, en aquella colonia de viviendas, ninguna otra familia era reconocida por una letra, sino por los apellidos familiares, como suele ser habitual. En cualquier caso, antes de seguir adelante, se puede decir que quizás tal peculiaridad era debida a la especial idiosincrasia de la misma, compuesta por el químico aludido, su mujer, un chico ya talludo que no quería abandonar el domicilio paterno, una sirvienta permanentemente uniformada con el vestido inherente a su clase, con delantal y cofia, y un perro que por aquella época debía estar poco menos que en su senescencia, pero que conservaba íntegras al parecer sus facultades de cachorro que todavía espera todo de la vida. Lo más destacable del matrimonio era, si cabe decirlo así, esa misma sociedad que ellos integraban, que revestía determinados aspectos no tan frecuentes. Quiere esto decir que ambos presumían de formar parte de una entidad que por otro lado tenía poco de tal, pues sus actividades conjuntas eran prácticamente inexistentes. Aunque no vestían de gala en un sentido estricto, ambos daban la impresión de hacerlo habitualmente como si fueran a la ópera. Él con traje y corbata oscuros, y ella con un vestido de tarde (con pamela en el jardín) incluso cuando la canícula aconsejaría pasar directamente al traje de baño. Su relación era fundamentalmente no verbal, ya que raramente se dirigían la palabra, lo que puede ser interpretado en un doble sentido. Para  algunos supondría una falta absoluta de comunicación, y para otros sería la prueba fehaciente de una relación muy elaborada y sutil, en el que el empleo del lenguaje (por muchos panegíricos que se hayan hecho de esta facultad exclusivamente humana), supondría un tipo de relación proletaria que ellos rechazaban de plano.  El hijo era un tipo extraño en el sentido más convencional de la palabra, y no solo por su aspecto que le alejaba del común de los mortales, alto muy delgado y de color cetrino virando a ceniza, sino por su forma de ser, que hacía que en general la gente de su edad le evitara, y frecuentase a la gente mayor e incluso muy mayor, especialmente en el casino donde solía pasar todas las tardes, absolutamente ajeno a una actividad muy común entre la gente de su edad, conocida a través del verbo “trabajar”. Por lo que se sabe, sus padres no parecían reprochárselo, posiblemente porque su actitud coincidía con el concepto aristocrático de la existencia, basado en una cuenta corriente que lo justificase. En todo caso les gustaría que fuera más apuesto y levantara los hombros, lo que les dejaría en mejor lugar entre los habitantes del lugar, que podrían concluir que la estirpe viene de cuna y está directamente relacionada con la dotación genética. Al no ser así, y siendo ya el asunto de difícil solución, el matrimonio trataba de concentrarse en las escasísimas reuniones sociales que convocaba la Dirección de la empresa, a las que, eso sí, no faltaba, teniendo en cuenta que una cosa es presumir de pertenecer a la alta alcurnia carpetovetónica, y otra recoger el sobre mensual que entregaba el tesorero al señor C, más algún que otro no previsto, cuando el resultado de cuentas de la empresa arrojaba un saldo suficientemente favorable. Otra ocupación que ambos solían mantener por separado, era ocuparse del perro, con el que conversaban cada cual con su propio estilo, contándole las cuitas de sus propias vidas, que solían consistir por parte de ella en su necesidad de cambiar de vestidos, zapatos y pamela con mayor frecuencia, y por parte de él en su añoranza y deseo de regresar a otros tiempos, cuando sus antepasados ocupan varios chalets en la zona alta de la calle de Serrano y veraneaban en San Sebastián, no muy lejos de donde lo hacían los propios reyes. En su fuero interno, pensaban que Sabú de alguna forma transmitía al otro sus preocupaciones, y que de esta manera estarían al corriente de las mismas y obrarían en consecuencia. Desgraciadamente ignoraban que el animal dada su edad a pesar de su apariencia juvenil, no estaba ya para tales trotes, y que en ningún caso había sido capaz a través de su larga vida de aprenderse ni siquiera el alfabeto. Sabú, no, obstante, se desquitaba a su manera del agobio que le producían tales confesiones, y en cuanto estaba solo y su artrosis más que incipiente se lo permitía, corría desaforadamente por el jardín buscando enemigos imaginarios, sin duda como una reminiscencia de su época de lobo, en la que posiblemente llegó a perseguir bisontes. Aquel bicho me caía bien, y alguna vez que pude acercarme a él sin consecuencias negativas, pude apreciar su mirada inteligente y un tanto resignada, pues no debía resultarle sencillo aguantar una situación como la suya, en un ambiente tan falso como deprimente. Quizás el mero hecho de entenderle y captar su sufrimiento, por más que se pavoneara de una edad que no era la suya, le vejaba, y hacía que con frecuencia corriera tras de mí enfurecido, tratando de hincarme el diente, teniendo como tenía, en consonancia con sus amos, un concepto muy elevado de sí mismo.

FAMILIA B

La familia B es familia esencialmente familia debido a la buena voluntad de sus vecinos, que la tienen identificada como tal, a pesar de no tener datos demasiado creíbles sobre ella o sus miembros sino, en todo caso, vagas intuiciones.  Su característica principal es la dispersión, que hace difícil concretar nada de forma razonable y desde luego, imposible siguiendo el método científico, en el que a la teoría le sucede la experimentación. Tal cosa sucede de esta manera porque sus miembros se trasladan de un lado a otro a gran velocidad, lo que hace muy difícil estar en el lugar y momento preciso para les verificaciones pertinentes. No se trata en absoluto que se desplacen  a una velocidad próxima a la de la luz, pero sí que el mamífero vivo más veloz, léase guepardo, haría el ridículo en comparación con ellos. Se les llega a identificar individualmente por las trazas que dejan tras de sí en sus desplazamientos, al igual que por ejemplo los piones en la cámara de burbujas de los laboratorios cuánticos. Esta dispersión, como fácilmente podrá comprenderse,  hace imposibles las actividades colectivas de este veloz grupo, cuyos miembros deben dedicarse a llevar una vida muy aislada, limitándose a saludarse con la mano al cruzarse. Su capacidad para pasar de 0 a 100 kms por hora en poco más de un segundo, les imposibilita para actividades más sosegadas. Nadie sin embargo se ha convertido en piloto de Fórmula 1, algo bastante comprensible dado que ellos mismos se mueven más rápido que los bólidos. No obstante, siendo esto así, viven todos (de cuantos se trata es aún un misterio a resolver), en una finca antigua y muy grande de las afueras de la ciudad, donde se supone que cada uno vive en una habitación, lo que facilitaría el recuento si entrar en dicho lugar fuera una cosa sencilla. Pero no lo es, y ni los registradores de la propiedad ni  los miembros del catastro han sido capaces, dada la feroz resistencia que ofrecen, alegando la inviolabilidad del domicilio. Los fines de semana los vecinos del lugar se trasladan con frecuencia a las inmediaciones de la finca, donde en la campiña anexa juegan con sus niños y hacen como que meriendan y se divierten, cuando lo cierto es que hasta los más pequeños tratan de obtener datos fiables observando subrepticiamente la casa, y tratando de sacar algunas conclusiones. Sin embargo, algunos detalles sobre sus miembros sí se han podido obtener con mucha paciencia a lo largo del tiempo. Por ejemplo, parece confirmado que se trata de personas (el sexo es imposible de verificar) cuyo aspecto externo podría calificarse como de “apaisado”, algo que según algunos científicos locales es achacable a su enorme velocidad de traslación, que favorece como se sabe el aumento de masa y el acortamiento de las longitudes, de acuerdo con la teoría de la Relatividad Especial. Esto es, por lo tanto, coherente con las observaciones, y hace que dado lo visto, puertas y ventanas de la finca permanezcan abiertas día y noche para facilitar sus maniobras. Algunos intrépidos aseguran que a pesar de todos estos datos favorecedores de la dispersión, en ocasiones la familia se reúne en el comedor, donde permanecen el rato preciso para realizar lo que se supone es la finalidad de tal lugar, pero atados a las sillas, no fuera a suceder que un espasmo imprevisto de cualquiera de ellos, se llevara todo por los aires. Ante la creciente alarma que este singular grupo ha originado en la zona desde su llegada tiempo atrás, parece ser que las autoridades están dispuestas a intervenir, pues ya hay quien afirma sin demasiados titubeos, que se trata de extraterrestres que nada tienen que ver con nuestro linaje, y ni siquiera con los neandertales ni el homo antecessor (Burgos quedaría por lo tanto descartado como lugar de origen) ni siquiera el heidelbergensis. Avala esta sospecha el hecho de que estos tipos no se presentan en un lugar siguiendo trayectorias previsibles, y ni siquiera cuánticas (pensemos en el salto de órbita de los electrones, por favor, y en el principio de incertidumbre), sino que verdaderamente se materializan en un lugar de forma instantánea, procedentes de no se sabe donde. Tal fenómeno hace temer lo peor, pues con el antecedente de la teletransportación del hombre mosca, todo es posible, incluso la invasión de la zona de millones de tales coleópteros, resistentes a los pesticidas de última generación. La comunidad científica parece pues hacerse cargo finalmente de esta singular familia, lo que esperemos que dé pronto los resultados precisos para que la gente se tranquilice, aunque una vez todo resuelto,  habrá quien eche a faltar las amenas tardes de los sábados cerca de la finca y a la vera del río próximo, donde algunos pescaban truchas con corcho, bastante con cucharilla y la mayoría con mosca, lo que dados los antecedentes y los diferentes puntos de vista, podría ser algo poco recomendable, o una posible solución al problema si los hechos apuntados se confirman. FIN

FAMILIA A

La familia A tiene la siguiente característica: sus miembros se atraen entre sí con una intensidad igual a la fuerza nuclear fuerte con se atraen los quarks dentro de los protones, y estos dentro del núcleo de un átomo. Etcétera. Lo que quiere decir que hacen todas las cosa juntos o casi todas, y eso por puro decoro. Es comprensible. Al parecer, y precisando, todos se sienten atraídos por la masa gravitacional superior de la madre, una señora de mediana edad, cuya vida entera ha consistido en equiparse de lípidos sin orden ni concierto. Su marido que es un señor alto y un tanto desgarbado, no solo parece insignificante sino inofensivo. Un alfeñique que, a pesar de todo, trata de alejarse de la atracción fatal agitando piernas y brazos sin parar por si acaso. Pero ni por esas. En cuanto a la progenie, debe concluirse tras un trabajo de campo muy detallado, que consta de tres chicos y dos chicas, aunque no son tan pequeños, eso hay que decirlo antes de seguir adelante. Los chicos están separado como mínimo por nueve meses, ya que no hay gemelos ni sietemesinos. El mayor de ellos es el que más edad tiene, como es natural, sobresaliendo por una barbilla prominente, apuntando a quijada, y el pelo cortado al cepillo aunque no va a la peluquería, debido a antojos, al parecer, de la madre naturaleza. El siguiente en edad se llama Fermín, y está muy orgulloso de ello, por lo que todos los años puede vérsele el siete de Julio en Pamplona en compañía de los demás, como ya quedó dicho, por razones emparentadas con el electromagnetismo nuclear. Por esas mismas razones y para su desesperación, no puede participar en los encierros al no poder el paquete familiar tomar la famosa curva de la Estafeta (¿o de Correos?). En secreto ha llegado a abogar por la cirugía más radical sin importarle la sangre que se vierta. El pequeño es efectivamente muy pequeño, y los otros no le hacen ni caso. Las hermanas, llamadas P y M por sus amistades, son dos chicas muy monas recién salidas de la adolescencia, de bocas anchas y labios carnosos que emplean con frecuencia y no precisamente para descorchar botellas, si acaso de champán. La familia, pues, como ya ha quedado suficientemente claro, realiza muchas otras actividades colectivas, excepto visitar museos en invierno en los que se arma un verdadero lío en el momento de depositar sus prendas de abrigo en consigna. El marido insignificante no cesa ni por un momento de mover compulsivamente sus extremidades con el objetivo ya enunciado más arriba, aunque hay quien opina que si lo hace con tanta insistencia es porque le ha cogido gusto, independientemente de cualquier teleología práctica. Todos los miembros de la familia mencionados se reúnen aún más (si tal cosa es posible) una vez al mes, con una orden del día única, consistente en las posibles maneras de librarse del mortal abrazo (inverso) al que les tiene sometido su señora madre y esposa, según el caso. Pasado el tiempo, se percibe en ellos una cierta desesperación al no estar de acuerdo en absoluto con la potencia de la fuerza nuclear fuerte. Desean ser libres y poder pasear algunas bellas tardes de verano cerca del mar, y contemplar los atardeceres  con el embeleso y entusiasmo que  se les suponen al resto de los seres vivos de su especie. Al parecer, en principio, la madre está dispuesta a someterse a un régimen estricto de acelgas hervidas y leche de soja, para que su gravedad (que en su caso es sorprendentemente similar a la fuerza nuclear mencionada) disminuya y deje definitivamente en libertad a sus seres queridos, siempre que le prometan que no la abandonarán dispersándose por el ancho mundo. FIN

MI FAMILIA (NUMEROSA)

Se trata de una familia numerosa que vivía en un pueblo del norte de la península ibérica. En general parecían felices y bien avenidos, a pesar que uno de los hijos era boxeador y podría fácilmente crear problemas si perdiera los estribos. Todos los miembros estaban perfectamente diferenciados en relación a las tres dimensiones básicas espaciales y fundamentalmente en la temporal, pudiéndose ordenar de mayor a menor o al contrario según gustos. El padre, ex marino e ingeniero, y jefe de familia parecía un buen tipo. No hablaba mucho y sus aficiones básicas eran el fútbol, el ajedrez y el vino tinto en ese orden o en otro de acuerdo con las combinaciones posibles. Consumía el vino moderadamente (en general clarete), aunque en raras ocasiones se excedía y se le notaba por hablar atropelladamente y por un tono del color de la nariz tirando a cárdeno. La madre era una persona pequeña pero pundonorosa que soportó estoicamente al ingeniero y la prole, a la que apenas dio el pecho, por factores hereditarios en unos casos y por cierta melancolía por el tiempo nublado de la región, al  echar de menos los cielos azules de la sierra de Guadarrama. Sus aficiones básicas consistían en rezar, coser y jugar a las cartas con sus amigas algunas tardes. Y también en dar instrucciones a la cocinera para la elaboración de los menús, consistentes básicamente en arroz, lentejas, cocido, macarrones y arroz otra vez, a lo que debe añadirse carne y pescado según épocas. El matrimonio se llevaba bien, y dos veces por semana asistían juntos al cine, donde la taquillera les tenía reservadas dos butacas cuando estaban numeradas. Se llamaba Conchita o algo parecido, y en ningún caso Isabel. Era muy solícita con ellos, estimulada por una propina que nunca faltaba. Los hijos de este matrimonio eran seis, ubicados en dos tandas de tres separadas por siete años aproximadamente. En la primera de ellas, aparte del boxeador, que era el menor, estaban otros dos, una chica y un chico. La chica estudió Filosofía y Letras, sobre todo Literatura española y gramática. De filosofía, dada la época estudió básicamente pongamos que a los sabios griegos y romanos, a San Agustín, Santo Tomás de Aquino y nociones de Avicena y Averroes en la época antigua. Y en la moderna a Jaime Balmes, Baltasar Gracián y Donoso Cortés, y en la contemporánea (o casi) a Unamuno y Ortega y Gasset, sin exagerar. El chico mayor poseía un abundante pelo negro, y tenía dos cualidades básicas. La primera ser capaz de realizar más de trescientos toques de balón con el pie sin errores (tenía unas zapatillas caseras muy entrenadas), y elaborar increíbles resúmenes en papel cebolla de las asignaturas de la carrera de Derecho, a los que sacó un gran rendimiento en época de exámenes ante el mismísimo tribunal sin que este se percatase en absoluto. Le faltó una asignatura para terminar la carrera, al parecer por un embarazo imprevisto. Luego venía el boxeador ya mencionado, un tipo bajo pero fornido con ciertas reminiscencias morunas en su aspecto, y que daba unos mandobles con mucho estilo, motivo por el cual los especialistas locales le llegaron a definir como “fino estilista cántabro”.
Se sabe que con el tiempo esta gente tuvo unas vidas ordenadas por orden decreciente según lo expuesto. La licenciada se casó con un hombre alto y bien parecido, aunque un tanto desmadejado. Presumía de unos ojos verdes que al parecer subyugaron a más de una, pero cuya característica principal era estar rodeados de unas pestañas que parecían multiplicarse y crecer en lugares inverosímiles. Su vida consistía en viajar por todo el país en un SEAT 600 visitando barcos con un cargamento de grano que debía certificar. El abogado en ciernes se casó con una chica encantadora y tímida que desgraciadamente se dedicó a partir de cierto momento de su vida a fregar el suelo de parquet de su casa con lejía y sosa cáustica y acabó en el pueblo que la vió nacer recogiendo colillas por la calle. Un ser delicado y maravilloso al que seguramente nadie llegamos a conocer. El boxeador se casó con una chica tropical, extrovertida y amante de la canción ligera en la que llegó localmente a destacar como dúo con su hermana. Soportó como pudo las fintas y desplantes de su marido el púgil, muy dado al juego de pies virtuoso y con una izquierda prodigiosa. Era un tipo generoso, del que se sabe que en más de una ocasión, daba parte de la bolsa que ganaba en el combate a su madre la piadosa para ayudarla.  
La familia, después de los tres mencionados sufrió un corte de varios años, tras los que llegaron otros tres hermanos, después (si las crónicas son ciertas) de varios abortos debidos, se supone, al estrés y la guerra (o la posguerra). El primero de ellos, listo y simpático, se decidió pronto seguir la huella paterna e ingresar en la Marina de Guerra, donde además de ser el número uno, era capaz de subir a los palos con una agilidad que le ratificaba como un descendiente insigne del australopithecus afarensis, el primer homínido cualificado como tal en nuestro linaje, y con habilidades no solo para deambular por la sabana, sino por la copa de los árboles. Luego venía el que esto escribe, extraordinariamente flaco en su primera infancia, y un tanto amarillento por la acetona, que acabaría llevándole al quirófano a los seis años aquejado del famoso cólico miserere, salvándose por los pelos. Tuvo una mala época en la que tuvo la impresión de ser el propietario de una cabeza, en el sentido literal de la palabra, muy por encima de la media, complejo del que pudo salir a base de lecturas y juegos de manos, entendidos estos en el amplio sentido de la expresión. Y finalmente el benjamín, caracterizado a primera vista por un flequillo totalmente innecesario, teniendo en cuenta que el pelo le nacía a dos dedos escasos de las cejas. Era un chico cariñoso e inocente, aunque se sabe por testigos de primera línea que en algunas ocasiones intentaba ahogar a los pollitos del gallinero debajo del grifo del jardín, motivo por el cual sin duda fue siempre muy mal visto por todo tipo de gallináceas, especialmente los gallos que no le dieron tregua. Estos tres hermanos menores se casaron con tres mujeres de su propia elección, como es natural, aunque uno de ellos pasado mucho tiempo (pero no tanto) acabara dándose de baja por motivos poco claros o evidentes, según pareceres, pero que en ningún caso figuran en los tratados de psicopatología.
Todos los hijos, una mujer y cinco varones, tuvieron descendencia. De cuatro los que más (dos casos) y de dos los que menos (dos casos), resultando un total de dieciocho nietos bajo el criterio de los abuelos mencionados al principio de este relato. De ellos, ocho chicas y diez chicos, lo que supone una cifra que da ampliamente para organizar un equipo de fútbol mixto, con reservas fijos y un buen banquillo. Lo que no fue el caso.
Además de la familia nuclear, vivieron allí dos personas muy mayores emparentadas con la madre devota y costurera. Su propia madre, la abuela de los chicos, y una tía, y por lo tanto, tía-abuela de los mismos. La abuela era muy divertida. Usaba estola al cuello como era corriente en aquellos tiempos, y tenía unos ojos diminutos, intensamente azules y muy pícaros, solo justificables, dado el resto de la familia conocida, por las misteriosa leyes de Mendel, el monje sabio, del que nada se supo hasta después de su muerte, cuando se conoció su maravillosa ingeniería con los guisantes. La tía abuela era un ser diminuto, y la pobre estaba ya muy encorvada y con dificultades para caminar. Aunque siempre parecía enfadada, adoraba a su hermana, es decir a mi abuela, y bajo la mirada triste de quien ha fracasado en la vida parecía adivinarse un punto de ternura.

Finalmente estaba la criada, una señora recia a quien sin duda debe mucho esta familia, de la que fue su pilar, posiblemente porque en su juventud fue pescadora y aprendió de la mar y el trabajo en los muelles que la vida es dura, y que en nada se parece a un cuento de hadas. La llamábamos Pepa, la Pepa. Es decir, Josefa.