Todos somos personas desnudas. Eso es lo
que yo pienso, porque lo cierto en mi opinión es que la mayoría cuando piensan
en ellos mismos o en sus amistades, lo hacen como si fueran personas vestidas.
Pero no es verdad, todos estamos desnudos y cada día nos ponemos algo
encima para tener otra apariencia. De albañil, de guardia, de oficinista. O de
payaso, que viene a ser lo mismo. Y nos lo creemos y nos presentamos así como
si tal cosa. Soy agente de policía, ama de casa. Almirante. Nada de eso,
camarada, compañero. Pamplinas. Usted es simple y llanamente una persona desnuda.
Un mono desquiciado que se afana en ser otra cosa. Soy padre de familia, socio
del Real Madrid. Los cojones. Póngase delante de un espejo de cuerpo entero desnudo
a las tres de la mañana: ese eres tú, o usted, exactamente. Bastante lamentable
a poco que sea sincero. Un ser extraño. De hecho mucho más extraño que un perro
o un caballo, pongo por caso. Aunque tengan pelo, tengo el convencimiento que
se ven como son, seres desnudos que en su interior están satisfechos con
su naturaleza sin aditivos. Simplemente no se visten ni se creen otra
cosa. General, dice usted (o incluso Ministro
o Presidente del gobierno). Los cojones. Un chalado que se pone un uniforme y
una gorra de plato para sobrevivir (¡Una gorra! Ese extraño artefacto que se
ponen sobre la cabeza todos los que se consideran importantes. Imagínese al
Papa o los obispos: el delirio). Y si le dejan y las circunstancias son las
adecuadas, sale por la puerta de su casa dispuesto a conquistar el mundo. O
casi. Hágame caso, no incorpore a su naturaleza añadidos inútiles. Quítese de
encima todas las pegatinas que colecciona desde niño sobre su piel. Papá, mamá,
el colegio, los amiguitos, el ingeniero, mi mujer, la política. Nada de todo
eso. Un neandertal, un homo sapiens, lo que usted quiera. Eso es todo o al
menos lo principal. Y en cualquier caso, piense que uno también tiene derecho a
sentirse nihilista en determinados momentos. Pero tampoco se lo crea demasiado.
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