El aparato se arregla tal que así. Para empezar,
se lo mide se lo pesa y se realizan con él las operaciones necesarias para
evaluar el desperfecto. Más tarde se verá, si es preciso, si se deben poner en
marcha otras diligencias que lo pongan en modo de ser reparado, pues de eso se
trata. Una vez instituido el algoritmo, o como quieran llamarse a las operaciones
precedentes, se procede de la forma prevista en las instrucciones de uso. Si el
aparato funciona, se pliegan bártulos y asunto terminado; en caso contrario, se
prevén las próximas actuaciones. Si ni siquiera tras estas el aparto vuelve a
funcionar como sería menester, ha llegado el momento de tomar nuevas iniciativas,
entre las cuales no debe descartarse finalmente su destrucción mediante los
métodos aconsejables en caso de guerra o frente al enemigo. En cualquier caso,
no siendo tal la situación, debe procederse con la máxima discreción y a ser
posible sin fuego ni pirotecnias.
Sin llegar a tales extremos, el aparato, sin
embargo, puede ser muy suyo y no dejarse manipular, reaccionando a nuestros
intentos con tácticas defensivas, incluidas la ocultación y el transformismo.
En tal caso, esperar tranquilamente a que el artilugio vuelva a su ser
primordial de acuerdo con el conocido concepto freudiano del “lento retorno de
lo reprimido”. Una vez vuelto en sí, atraparlo sin darle tiempo a reaccionar y
actuar vigorosamente mediante un martillo del tamaño adecuado o un soplete
oxiacetilénico. Nunca volverá a ser lo que fue, eso es evidente, pero podremos
experimentar al mismo tiempo la euforia de la éxito y el pesar del la derrota.
Hay que manifestar aquí que la utilización de los
aparatos no siempre resulta lo sencilla que pudiera parecer a primera vista. Ni
siquiera con la ayuda de las instrucciones de uso mencionadas más arriba.
Algunos prefieren permanecer en su ensimismamiento original, y se resisten a
ser empleados siguiendo tácticas que todos los sólidos conocen al dedillo desde
el primer momento que adoptaron la estructura que les caracteriza. En estas
ocasiones y una vez convencidos de la resistencia que ofrece el artefacto a su
saneamiento, lo mejor será permanecer tranquilo, sentarse en sus proximidades y
esperar a que cambie su actitud o podamos sorprenderlo en un instante de
transición en el que se haga evidente su deriva hacia un dinamismo autónomo.
En casos rebeldes en extremo, toda estrategia
resultará inútil y será preferible permanecer como se ha dicho con anterioridad,
considerando al aparto en cuestión como un objeto para ser contemplado y nada
más. Abandonar de esta manera nuestro delirio reparador y aceptar en buena lid
nuestro fracaso. El tiempo en tal coyuntura se nos hará más llevadero, y podremos
poner en marcha nuevas variantes no contempladas en absoluto cuando llegó a nuestras
manos. Sería conveniente, por ejemplo, cambiar la ubicación de nuestra butaca,
y contemplar de esa manera nuevos perfiles del cacchivache que quizás nos
descubren una belleza recóndita ignorada hasta esos momentos, pero digna para
su exposición en un museo. O para una instalación al aire libre en unos
jardines públicos con fuentes, por poner un ejemplo. Me sucedió en una ocasión
con un rastrillo negado para cualquier actividad no sedentaria, al que pude
sacar un buen partido en una exhibición de arte de vanguardia en el Museo de
arte contemporáneo reina Sofía de Madrid, donde alcanzó un sonoro éxito de
crítica y público.
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