Martín hablaba mucho o no hablaba nada. Nos veíamos
con frecuencia y lo más habitual era que nos cruzáramos prácticamente sin abrir
la boca o que si nos parábamos me largase una perorata sobre la primera cosa
que se le viniera a la cabeza, aunque su tema preferido siempre tenía que ver
con episodios de tiempo atrás, cuando coincidimos en el ejército haciendo el
servicio militar. Pero poco más, mi vida en aquellos momentos no debía
interesarle en absoluto, y si debo decir la verdad, a mí la suya tampoco. Con
el tiempo que había pasado, lo normal hubiera sido ponernos al corriente de
nuestras actividades, familia y aficiones, etc… pero nada de eso sucedió.
Coincidíamos un par de veces por semana en unas instalaciones deportivas
municipales y supuse que iba a la piscina, no solo porque siempre nos veíamos
en sus inmediaciones sino porque invariablemente llevaba el pelo mojado y sin
peinar como si acabara de salir del agua. Era absurdo y seguramente obedecía a
alguna razón de cierto calado, si por tal se entiende que alguien siempre se
olvide del peine o le hayan informado de que el cloro en la cabeza durante un
buen rato detiene la caída del cabello, puestos a decir majaderías. Quien sabe.
En cualquier caso me parecía absurdo porque además supongo que después de nadar
se daría una buena ducha, sobre todo teniendo en cuenta que la piscina a esas
horas estaba llena de carcamales como nosotros y niños de corta edad con sus
papás, con todo lo que ello supone y que no es preciso especificar aquí. Nunca
me atreví a preguntárselo ni él tampoco me preguntó nunca qué hacía allí,
aunque posiblemente se lo imaginó. Con mis raquetas de tenis a la vista no
hacía ser demasiado inteligente para ello. A este respecto, en cierta ocasión
después de soltarme un buen espiche sobre las excelencias del servicio militar
y las bondades del ejercicio físico, me preguntó señalando a las raquetas
ciertos detalles sobre el reglamento y las tácticas del badminton, a lo que
como es natural no pude contestarle porque era algo a lo que yo no había jugado
en mi vida, poniendo además una cara de perplejidad evidente cuando poco
después acarició el cordaje de una de las raquetas con cierta fruición. A
continuación, cuando me disponía a aclararle que yo solo jugaba al tenis, me dio
un golpecito en el hombro y se alejó a buen paso diciéndome “¡No te preocupes,
no tiene importancia, otra vez será!”
Después
de este incidente, por llamarlo de alguna manera, nos seguimos saludando un
poco de pasada, casi evitándonos, lo que me hizo suponer que lo sucedido había
tenido para ambos una importancia mayor de lo que pudiera parecer a primera
vista. A mí me había dejado marcado aunque intentara no admitirlo
considerándolo una tontería, pero en el fondo no podía quitármelo de la cabeza
y tenía el convencimiento de que había sido una auténtica tomadura de pelo.
Recordé que en la época del servicio militar Martín tenía fama de caradura y
guasón, y que aprovechaba la menor ocasión para poner en ridículo al primero
que se le pusiera por en medio. En una ocasión de la que fui testigo, le
preguntó al sargento Peláez si le quedaba mucho tiempo para ascender a general.
El suboficial, como es lógico, se quedó de piedra, pero Martín se mantuvo
impasible ante su mirada de asombro, lo que debió hacerle dudar, incapaz de
darle una razón convincente, mandarle al calabozo o sacudirle una hostia, que
por aquella época no escaseaban. La verdad, como bien sabía mi compañero, era
que tal ascenso, a no ser que se tratara del mismísimo Napoleón victorioso en
Austerlitz, tenía la misma posibilidad de producirse que la que podría tener
una persona para echarse a volar agitando los brazos. Recordando, pues, esa
ocasión y otras parecidas, decidí desquitarme de la tomadura de pelo de la que
había sido objeto por parte de aquel caradura, así que la primera vez que
volvimos a encontrarnos francamente, le pregunté con toda seriedad a bocajarro
cuantos largos hacía normalmente a mariposa, y sin darle tiempo a que lo
asimilara, añadí si ya era capaz de saltar de la palanca de cinco metros
y hacer el doble tirabuzón. Como supuse, me miró con cara de
estupefacción e intentó balbucear algo, supongo que para preguntarme si estaba
de broma, pero no le di la oportunidad y me alejé inmediatamente repitiendo
casi las mismas palabras que él había dicho cuando lo del badminton. “Va,
déjalo, no tiene importancia, otro día me lo cuentas…”.
Desde
ese día Martín y yo nos evitábamos a las claras, y cuando casualmente nos veíamos
de lejos, rápidamente tomábamos otra dirección. Un día, sin embargo, casi nos
tropezamos al doblar una esquina, y aparte de disculparnos no tuvimos más
remedio que saludarnos y decir las cuatro tonterías habituales en tales
ocasiones. En cualquier caso, pude apreciar en él un cambio que me dejó un
tanto patidifuso. En esa ocasión Martín estaba perfectamente peinado, y hasta
tuve la sensación de que tenía más pelo y hasta que gastaba tupé, lo que me
hizo considerar si verdaderamente el cloro actuaba como un magnífico tónico
revitalizador. Al despedirnos me miró fijamente a los ojos y me dijo con cierto
énfasis echando una rápida mirada a las raquetas: “¡Lo que supuse: siempre supe
que acabarías jugando al badminton!”.
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