martes, 23 de mayo de 2017

MARTÍN



Martín hablaba mucho o no hablaba nada. Nos veíamos con frecuencia y lo más habitual era que nos cruzáramos prácticamente sin abrir la boca o que si nos parábamos me largase una perorata sobre la primera cosa que se le viniera a la cabeza, aunque su tema preferido siempre tenía que ver con episodios de tiempo atrás, cuando coincidimos en el ejército haciendo el servicio militar. Pero poco más, mi vida en aquellos momentos no debía interesarle en absoluto, y si debo decir la verdad, a mí la suya tampoco. Con el tiempo que había pasado, lo normal hubiera sido ponernos al corriente de nuestras actividades, familia y aficiones, etc… pero nada de eso sucedió.
             Coincidíamos un par de veces por semana en unas instalaciones deportivas municipales y supuse que iba a la piscina, no solo porque siempre nos veíamos en sus inmediaciones sino porque invariablemente llevaba el pelo mojado y sin peinar como si acabara de salir del agua. Era absurdo y seguramente obedecía a alguna razón de cierto calado, si por tal se entiende que alguien siempre se olvide del peine o le hayan informado de que el cloro en la cabeza durante un buen rato detiene la caída del cabello, puestos a decir majaderías. Quien sabe. En cualquier caso me parecía absurdo porque además supongo que después de nadar se daría una buena ducha, sobre todo teniendo en cuenta que la piscina a esas horas estaba llena de carcamales como nosotros y niños de corta edad con sus papás, con todo lo que ello supone y que no es preciso especificar aquí. Nunca me atreví a preguntárselo ni él tampoco me preguntó nunca qué hacía allí, aunque posiblemente se lo imaginó. Con mis raquetas de tenis a la vista no hacía ser demasiado inteligente para ello. A este respecto, en cierta ocasión después de soltarme un buen espiche sobre las excelencias del servicio militar y las bondades del ejercicio físico, me preguntó señalando a las raquetas ciertos detalles sobre el reglamento y las tácticas del badminton, a lo que como es natural no pude contestarle porque era algo a lo que yo no había jugado en mi vida, poniendo además una cara de perplejidad evidente cuando poco después acarició el cordaje de una de las raquetas con cierta fruición. A continuación, cuando me disponía a aclararle que yo solo jugaba al tenis, me dio un golpecito en el hombro y se alejó a buen paso diciéndome “¡No te preocupes, no tiene importancia, otra vez será!”
     Después de este incidente, por llamarlo de alguna manera, nos seguimos saludando un poco de pasada, casi evitándonos, lo que me hizo suponer que lo sucedido había tenido para ambos una importancia mayor de lo que pudiera parecer a primera vista. A mí me había dejado marcado aunque intentara no admitirlo considerándolo una tontería, pero en el fondo no podía quitármelo de la cabeza y tenía el convencimiento de que había sido una auténtica tomadura de pelo. Recordé que en la época del servicio militar Martín tenía fama de caradura y guasón, y que aprovechaba la menor ocasión para poner en ridículo al primero que se le pusiera por en medio. En una ocasión de la que fui testigo, le preguntó al sargento Peláez si le quedaba mucho tiempo para ascender a general. El suboficial, como es lógico, se quedó de piedra, pero Martín se mantuvo impasible ante su mirada de asombro, lo que debió hacerle dudar, incapaz de darle una razón convincente, mandarle al calabozo o sacudirle una hostia, que por aquella época no escaseaban. La verdad, como bien sabía mi compañero, era que tal ascenso, a no ser que se tratara del mismísimo Napoleón victorioso en Austerlitz, tenía la misma posibilidad de producirse que la que podría tener una persona para echarse a volar agitando los brazos. Recordando, pues, esa ocasión y otras parecidas, decidí desquitarme de la tomadura de pelo de la que había sido objeto por parte de aquel caradura, así que la primera vez que volvimos a encontrarnos francamente, le pregunté con toda seriedad a bocajarro cuantos largos hacía normalmente a mariposa, y sin darle tiempo a que lo asimilara, añadí si ya era capaz de saltar de la palanca de cinco metros y hacer el doble tirabuzón. Como supuse, me miró con cara de estupefacción e intentó balbucear algo, supongo que para preguntarme si estaba de broma, pero no le di la oportunidad y me alejé inmediatamente repitiendo casi las mismas palabras que él había dicho cuando lo del badminton. “Va, déjalo, no tiene importancia, otro día me lo cuentas…”.
       Desde ese día Martín y yo nos evitábamos a las claras, y cuando casualmente nos veíamos de lejos, rápidamente tomábamos otra dirección. Un día, sin embargo, casi nos tropezamos al doblar una esquina, y aparte de disculparnos no tuvimos más remedio que saludarnos y decir las cuatro tonterías habituales en tales ocasiones. En cualquier caso, pude apreciar en él un cambio que me dejó un tanto patidifuso. En esa ocasión Martín estaba perfectamente peinado, y hasta tuve la sensación de que tenía más pelo y hasta que gastaba tupé, lo que me hizo considerar si verdaderamente el cloro actuaba como un magnífico tónico revitalizador. Al despedirnos me miró fijamente a los ojos y me dijo con cierto énfasis echando una rápida mirada a las raquetas: “¡Lo que supuse: siempre supe que acabarías jugando al badminton!”.

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