He ido a cenar con un cura amigo en un restaurante
de la carretera de La Coruña a la salida de Madrid. Nos sentamos en la terraza
y nos disponemos a darnos una buena mariscada. El cura sin que yo le diga nada
dice que tal hecho es perfectamente compatible con la doctrina de la iglesia
católica, después de todo Jesucristo era pescador. Nos sentamos en una terraza
en el exterior donde también sirven las cenas. El ambiente es muy agradable y
el sonido de los automóviles en las proximidades podría ser tomado por el suave
rumor del mar en una playa próxima. Al poco de sentarnos veo cerca de nosotros
sentados en otra mesa a una serie de conocidos que supongo que se preparan
también para cenar. Son Javier, Tere Mari y Fernando y tres más que no conozco.
Al reconocerme me acerco a su mesa y me siento en la silla de Fernando que se
ha ausentado un momento. “cuando vuelva ya cogerá otra” digo a los demás que me
miran entre contentos y asustados como si no tuvieran claro lo que mi presencia
pudiera depararles. Me olvido del cura no sin antes decirle levantando la voz
“padre, usted a lo suyo, con la buena materia prima que tienen aquí se va a
poner las botas y no me va a echar de menos en absoluto”. Javier farfulla algo
en el sentido de que le diga que se acerque, pero yo le corto taxativo diciendo
que sería un engorro porque era posible que entre plato y plato nos hiciera
rezar jaculatorias y al terminar un rosario, y no está la langosta para tales
añadidos. Cuando vuelve Fernando con cara de satisfacción le digo que se busque
una silla y que si tiene problemas avise al encargado. El cura hace un
gesto de asentimiento y todos podemos observar como se prepara para el condumio
poniéndose la servilleta a modo de babero.
Cuando ya todo en orden nos disponemos a empezar tras haber encargado la
cena, naturalmente a base de marisco, pues el restaurante es una marisquería y
pedir un chuletón de Ávila aquí aparte de una provocación sería inútil, llega
un tipo uniformado y nos comunica que el conde nos espera en una chalet de las
inmediaciones. Que la cena será gratis y no tendrá nada que envidiar a la del
restaurante que además ha bajado mucho de nivel desde que cambíó de
propietario. No lo dudamos ni un momento y nos encaminamos de inmediato al
chalet detrás del chofer o lo que fuera aquel tipo. El maitre del
restaurante protesta argüllendo que los percebes ya estaban listos, a lo que le
respondo señalando al cura que se los pase a él que venía con hambre y la
iglesia necesita pastores en buena forma. En casa del conde efectivamente todo
parece preparado. Él nos recibe ya sentado a la mesa con batín y una peluca,
eso es evidente, de ínfima calidad. Empezamos a cenar de inmediato sin
ninguna clase de prolegómenos. Nadie conoce al conde, pero “a caballo regalado
no se le mira el diente”, afirma Javier, a falta de mejores argumentos. En
mitad de la cena, harto de la cantidad de majaderías que me veo obligado a
escuchar, me levanto y me voy sin despedirme. En el restaurante encuentro al
cura haciéndose cargo de un bogavante con el que parece haber establecido una
guerra sin cuartel. Cuando termina le digo “Pater, pague y recoja los bártulos,
que si no va usted a tener que volver a Madrid en taxi, y un sábado por la
noche le va a salir por un ojo de la cara”. El cura no rechista y después de
dar gracias a Jesús por los alimentos recibidos, nos vamos. “Menuda cara tiene
este, pienso para mis adentros”, pero no digo nada pues aunque no soy creyente
siempre he tenido cierta prevención con el clero y las instituciones religiosas.
Otros por menos acabaron en la hoguera”. Nos metemos en mi SEAT Panda, y desde
un recodo de la calle que sale a la carretera de la Coruña podemos ver al conde
y sus invitados descorchando botellas de champán. Es posible que alguien se
haya casado con Tere Mari o que todos celebran la finalización de su terapia de
grupo. Entramos pues en la capital de España y ambos coincidimos en que en la
medida que sigan siendo posibles celebraciones como las que con relativa
frecuencia nos ofrecemos, sería una idiotez cambiar el sentido de nuestro voto,
lo que el cura parece reafirmar mediante un regüeldo que de inmediato trata de
disfrazar con un leve ataque de tos. Ya en las inmediaciones del Puente de los
Franceses le tranquilizo afirmando que “en cualquier caso tenga la seguridad de
que no se trata de los mariscos. En ese lugar son de primera calidad, ajena por
absoluto a las flatulencias”. “Laudamus tibi Christi” corrobora el pater.
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