viernes, 26 de mayo de 2017

LA CORUÑA



He ido a cenar con un cura amigo en un restaurante de la carretera de La Coruña a la salida de Madrid. Nos sentamos en la terraza y nos disponemos a darnos una buena mariscada. El cura sin que yo le diga nada dice que tal hecho es perfectamente compatible con la doctrina de la iglesia católica, después de todo Jesucristo era pescador. Nos sentamos en una terraza en el exterior donde también sirven las cenas. El ambiente es muy agradable y el sonido de los automóviles en las proximidades podría ser tomado por el suave rumor del mar en una playa próxima. Al poco de sentarnos veo cerca de nosotros sentados en otra mesa a una serie de conocidos que supongo que se preparan también para cenar. Son Javier, Tere Mari y Fernando y tres más que no conozco. Al reconocerme me acerco a su mesa y me siento en la silla de Fernando que se ha ausentado un momento. “cuando vuelva ya cogerá otra” digo a los demás que me miran entre contentos y asustados como si no tuvieran claro lo que mi presencia pudiera depararles. Me olvido del cura no sin antes decirle levantando la voz “padre, usted a lo suyo, con la buena materia prima que tienen aquí se va a poner las botas y no me va a echar de menos en absoluto”. Javier farfulla algo en el sentido de que le diga que se acerque, pero yo le corto taxativo diciendo que sería un engorro porque era posible que entre plato y plato nos hiciera rezar jaculatorias y al terminar un rosario, y no está la langosta para tales añadidos. Cuando vuelve Fernando con cara de satisfacción le digo que se busque una silla y que si tiene problemas avise al encargado. El cura hace un gesto de asentimiento y todos podemos observar como se prepara para el condumio poniéndose la servilleta a modo de babero.
         Cuando ya todo en orden nos disponemos a empezar tras haber encargado la cena, naturalmente a base de marisco, pues el restaurante es una marisquería y pedir un chuletón de Ávila aquí aparte de una provocación sería inútil, llega un tipo uniformado y nos comunica que el conde nos espera en una chalet de las inmediaciones. Que la cena será gratis y no tendrá nada que envidiar a la del restaurante que además ha bajado mucho de nivel desde que cambíó de propietario. No lo dudamos ni un momento y nos encaminamos de inmediato al chalet detrás del chofer o lo que fuera aquel tipo. El maitre del restaurante protesta argüllendo que los percebes ya estaban listos, a lo que le respondo señalando al cura que se los pase a él que venía con hambre y la iglesia necesita pastores en buena forma. En casa del conde efectivamente todo parece preparado. Él nos recibe ya sentado a la mesa con batín y una peluca, eso es evidente, de ínfima calidad. Empezamos a cenar de inmediato sin ninguna clase de prolegómenos. Nadie conoce al conde, pero “a caballo regalado no se le mira el diente”, afirma Javier, a falta de mejores argumentos. En mitad de la cena, harto de la cantidad de majaderías que me veo obligado a escuchar, me levanto y me voy sin despedirme. En el restaurante encuentro al cura haciéndose cargo de un bogavante con el que parece haber establecido una guerra sin cuartel. Cuando termina le digo “Pater, pague y recoja los bártulos, que si no va usted a tener que volver a Madrid en taxi, y un sábado por la noche le va a salir por un ojo de la cara”. El cura no rechista y después de dar gracias a Jesús por los alimentos recibidos, nos vamos. “Menuda cara tiene este, pienso para mis adentros”, pero no digo nada pues aunque no soy creyente siempre he tenido cierta prevención con el clero y las instituciones religiosas. Otros por menos acabaron en la hoguera”. Nos metemos en mi SEAT Panda, y desde un recodo de la calle que sale a la carretera de la Coruña podemos ver al conde y sus invitados descorchando botellas de champán. Es posible que alguien se haya casado con Tere Mari o que todos celebran la finalización de su terapia de grupo. Entramos pues en la capital de España y ambos coincidimos en que en la medida que sigan siendo posibles celebraciones como las que con relativa frecuencia nos ofrecemos, sería una idiotez cambiar el sentido de nuestro voto, lo que el cura parece reafirmar mediante un regüeldo que de inmediato trata de disfrazar con un leve ataque de tos. Ya en las inmediaciones del Puente de los Franceses le tranquilizo afirmando que “en cualquier caso tenga la seguridad de que no se trata de los mariscos. En ese lugar son de primera calidad, ajena por absoluto a las flatulencias”. “Laudamus tibi Christi” corrobora el pater.

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