lunes, 29 de septiembre de 2014

MARCAS

A ese hombre le pasa algo. No me cabe ninguna duda. Sucedió que un día, hace ya cierto tiempo, cuando estábamos charlando en el zaguán de la vivienda, percibí en su rostro ciertas irregularidades que no había observado hasta entonces. Somos vecinos, y  prácticamente nos vemos todos los días, por lo que, querámoslo o no, ambos estamos perfectamente al corriente de nuestro aspecto y estado de ánimo habitual, detalles que no viene al caso especificar aquí, pero que todo el mundo comprende. Su rostro denotaba unos cambios que aunque me resultaba difícil precisar, existían sin lugar a dudas. Y no me importa que otros a quienes hice partícipes del hecho poco después, me dijeran que ellos no habían notado nada especial, y en este sentido debo recalcar que siempre me he distinguido por ser una persona muy detallista, amante de los matices y las cosas pequeñas, lo que me avala para apreciar cualquier alteración por mínima que sea. En su caso, se trataba de unas marcas apenas perceptibles que le surcaban la cara en varias direcciones, y que hacían que sus facciones variasen en función del lugar desde donde fueran vistas. Podrían parecerse a las que en algunas ocasiones llevaban los aborígenes de ciertos lugares remotos, y ¿por qué no? algunos distinguidos guerreros indios de los que todos tenemos noticias a través de las películas de la gran pantalla, donde Gary Cooper y John Wayne solían hacer de las suyas con sioux y comanches. Tal característica, que al parecer solo yo aprecio, hace que a partir de entonces, el rostro de este hombre haya cobrado para mí una existencia obsesiva, como si a través de un proceso determinado se hubiera desprendido del cuerpo y transitara de un lugar para otro como un tótem errante.
Se lo dije la primera vez que tuve esa impresión, y posiblemente al día siguiente, pero su indiferencia hizo que no insistiera, y dejase que en adelante sucediera lo que tuviese que suceder. Yo voy a abandonarle a su suerte, y que sea él mismo quien resuelva su problema, a pesar de que últimamente me sonría con cierta cordialidad, como si sintiera hacia mí una empatía hasta ahora desconocida, quizás porque está al corriente de mi interés desmedido por su cara, y es su forma de agradecérmelo.
La gente no es discreta, y seguramente le ha contado con regocijo lo que ellos piensan que son manías mías. Pero se equivocan. Que ellos no sean capaces de percibir determinadas variaciones que a mí me resultan evidentes, no quiere decir que lo que digo no sea cierto. Es verdad que darse cuenta de ello exige unas cualidades que no todo el mundo posee, y no me refiero en este caso a las exclusivamente visuales. Como de todos es sabido, los sentidos se complementan, y donde flojea uno, otro toma el relevo y lo compensa. Digo esto porque a nadie se le escapa que soy corto de vista y padezco de astigmatismo, y que, por lo tanto, necesito usar lentes continuamente si no quiero que el mundo se convierte en poco más que un lugar borroso del que solo el tacto podría darme noticia fidedigna.

Después de todo, que piensen lo que quieran. Yo, por mi parte, estoy dispuesto a asumir el papel irrisorio que quieren adjudicarme al verme con mis enormes gafas (de culo de botella, para más datos), suponiendo que mi deficiencia visual me impide evaluar con rigor lo que veo. Se engañan, y desconocen el mero hecho de que la virtud se hace notable precisamente cuando flaquean los sentidos. Nuestro amigo tiene unas marcas en su rostro que no le auguran nada bueno, que conste aquí tal cosa por escrito, y que no se me diga más tarde que no lo advertí a tiempo. Son marcas, señales, cicatrices mínimas que otros tomarán por las arrugas que el tiempo va zurciendo en nuestra piel lenta pero insidiosamente. Ese tipo hace tiempo que dejó de ser joven y ya es un adulto con todas las de la ley, pero tales estigmas en su cara, por muy insignificante que parezcan (o que puedan ser tomadas por otra cosa), son, como dije, señales que le auguran un  porvenir nada halagüeño. Si al menos nosotros estamos preparados para la metamorfosis que se avecina, el mal será menor, al no ser acompañado por los desastres que traen aparejados tales fenómenos. Verse por las mañanas y saludarse con la cordialidad con la que suelen tratarse los vecinos, está muy bien, cuando se reconocen. Pero este hombre el día menos pensado será otra cosa, y no todo el mundo está preparado para encontrarse a las siete de la mañana en la puerta de su casa con un mutante, sea el golem, un cyborg o simplemente un alienígena.

viernes, 26 de septiembre de 2014

FIDJI

A veces tengo la sensación de que el tiempo pasa muy rápido, incluso demasiado rápido. Otras veces, sin embargo, me ocurre todo lo contrario y me parece que el tiempo no pasa en absoluto, como si estuviera congelado.
Las consecuencias para mí son en ambos casos similares. Me crean un desasosiego creciente que trato de controlar con ardides que a la larga no resultan operativas. Me sucede sobre todo por la noche, momentos en la que la soledad colabora a que mi inquietud aumente según transcurren los minutos, si es que tal cosa existe, algo que ahora dudo. Lo peor de todo ello es que llevado por esa angustia creciente, enciendo y apago la luz alternativamente, y si en ocasiones las manecillas del reloj parecen haber enloquecido sin detenerse en el mismo sitio ni un instante, en otras parecen petrificadas como dos dardos disparados sobre la superficie del reloj desde algún lugar de la casa.
 Incluso al más lerdo no le debe resultar complicado comprender que tal situación está llegando a desquiciarme, y que con frecuencia me levante en plena noche y clave los ojos sobre el reloj de pared, tratando de comprender lo que sucede. Pero debo confesar que no consigo nada, y soy incapaz de percibir el mínimo movimiento, que sin embargo tiene que existir por fuerza si vivimos en el mundo que decimos vivir, y un reloj sigue siendo un reloj, porque la realidad en este aspecto no es antojadiza, y a los días les siguen las noches, y viceversa.
Para controlar esa sensación creciente de desesperación, trato de desimplicarme del asunto y quitarle importancia, pensando en conceptos o teorías que de alguna manera podrían afectarle. Es bastante habitual que en esos momentos trate de reflexionar sobre la teoría de la relatividad-especial y general- y aprovechar la circunstancia para rendir un homenaje in pectore a su descubridor, Alberto Einstein. Sí, Alberto, en español, que es la lengua que conozco, y con la que me dirijo a mis seres queridos y las cosas que me son allegadas. En otras ocasiones, sin embargo, recurro a la fantasía, y hago cálculos sobre las horas que están viviendo otras personas en lugares muy distantes. Pongamos que Budapest, que no está tan lejos, aunque con más frecuencia me acuerdo de las islas Fidji o Salomón sin un motivo concreto, o por un concepto vago de su exotismo, y el mero hecho de estar prácticamente en las antípodas. Allí, sin duda ya será de día y la inquietud habrá desaparecido para quienes como yo, viven o con más frecuencia, duermen (que no duermen) con la misma congoja.
Cuando estoy ya verdaderamente harto de este suplicio, me digo que el tiempo no existe, y que solo se trata una alucinación de la que debo salir tan pronto como me sea posible, pues de persistir, no sé a donde podría conducirme. O mejor, sí lo sé y me lo callo.
Debo tranquilizarme, me digo para mis adentros, aprovechando los resquicios que me permite una lucidez cada vez más ausente de mi cabeza, porque lo cierto es que a pesar de todo, la noche acaba descendiendo una vez más sobre mis párpados, y mi cuerpo aceptando la inevitabilidad de las horas, los minutos y los segundos.

Y del número pí, que define a su modo la esfera del reloj ante mis ojos. Pero eso, ya se trata de otra historia.

sábado, 20 de septiembre de 2014

CRISTIANOS

La sospecha fue creciendo de forma insidiosa, como suele suceder con todas las sensaciones de esa clase. Al principio fue solo un chispazo, una minúscula duda que se fue alojando subrepticiamente en mi cabeza según pasaban las horas. Pero siendo como soy, una persona rigurosa y metódica, enseguida cogí al toro por los cuernos y pude comprobar que de lo que me temía, nada. Allí estaban mis piernas, como siempre, muslos, rodillas, gemelos y pies, trasladándome como de costumbre de un lugar a otro sobre la superficie del planeta sin mayores problemas, aunque como es natural, dada mi avanzada edad, no lo hicieran con la misma eficacia y soltura que, por ejemplo, cuando tenía veinte años. De hecho, si debo ser sincero, siempre me sentí orgulloso de ellas, no solo porque alguien en alguna ocasión valorase su buen aspecto, sino porque, como bien saben mis compañeros de entonces, siempre destaqué en las actividades atléticas que las requieren especialmente. Entiéndase, la carrera de los cien metros lisos y el salto de longitud, para ser precisos. Y no solo eso sino, como es todavía más conocido, en el mundo del tenis, en el que en su día llegué a formar parte de la élite nacional. Y a este propósito, quiero aquí dejar aquí constancia de una reflexión que creo deberían hacerse no solo los principiantes en tan bello deporte, sino incluso los profesionales: “el tenis es un juego que se juega con los pies”. Algo que sin duda sorprenderá a mucha gente, solo consciente del empleo de un artefacto, la raqueta, que siendo sin duda necesario, desde cierto punto de vista puede incluso considerarse accesorio. Lo obvio debe ser con frecuencia recordado a mucha gente que lo minusvalora.
Cuando empecé a sospechar de su inexistencia, procedí, por lo tanto, de forma gradual, pero firme y sin contemplaciones. Primero, como es natural, miré, y allí estaban, como siempre, todavía suficientemente musculadas y con su forma habitual, levemente arqueadas, aunque alguien con mala fe me llegara en su día a tildar de zambo. Y no solo estaban, sino que, siguiendo la secuencia que puede esperarse de alguien que fue un buen profesional de la medicina, me decidí a tocarlas para verificar su sensibilidad, consistencia y aptitud para ser empleadas sin temor. Y sin lugar a dudas eran mis piernas de siempre, las mismas que habían soportado el peso de mi cuerpo durante toda una vida con eficacia y soltura. Procedí por partes, como suele hacerse durante los reconocimientos, no dejando ninguna zona ni detalle sin explorar. Eran ellas, sin duda alguna, y bajo su musculatura todavía evidente (grosso modo: abductores, rectos, vastos, sartorius, sóleos, gemelos y tibiales), se podían adivinar sus huesos (fémur, tibia y peroné), más aún, si cabe, dado lo magro de mis carnes a estas alturas de la vida.

No debo pues inquietarme y dejar que me asalte la duda de que, pareciéndose a ellas, sean en realidad, otra cosa. Odio la inmovilidad, y no me consuela pensar que se hayan realizado los avances técnicos que permitan a las sillas de ruedas transitar por las aceras como si se tratara de bólidos. Aunque debería aceptar los achaques que la edad me va imponiendo, me niego en redondo a considerar una minusvalía de este tipo, y no me vale sentirme orgulloso de su rendimiento durante tanto tiempo. Las necesito: un orgullo atávico me une a ellas y se me hace demasiado doloroso imaginar que llegará el día en que no puede volver a subir o bajar unas escaleras. Quiero que, como a todo buen cristiano, cuando llegue el momento, me saquen de casa, con las piernas y no otra cosa por delante.

ANOCHECERES

Anoche, al poco de acostarme tuve la horrible sensación de que me estaba quedando sin manos. Al despertarme, sin embargo, pude comprobar que no era cierto, aunque si hay que decirlo todo, tampoco se trató de una verificación exhaustiva. Miré casi de reojo al lugar donde solían estar situadas, y yo juraría que allí estaban. Incluso casi de inmediato, ya en el baño, las utilicé para sus labores habituales sin mayor inconveniente, y sin síntomas de que se trataran de otra cosa. Cumplieron su función con eficacia y dignidad, algo de lo que debiera alegrarse todo ente que se considere a sí mismo lo que suele denominarse “un ser vivo”. Claro que después, durante el resto del día, tampoco me sometí a un escrutinio digno de tal nombre, sino que solo me dejé hacer y, por ejemplo, puedo afirmar que comí sin mayores problemas llevándome los cubiertos hasta la boca.
 Cuando anocheció de nuevo, lo normal hubiera sido salir totalmente de dudas, y mirarme francamente los antebrazos para acabar con este desasosiego, pues fue ya de anochecida cuando creí percibir los primeros síntomas. Pero no fui capaz, debo confesarlo, aunque tal hecho no diga nada en mi favor, e incluso pueda por ello pueda ser tachado de pusilánime. Hice palmas, eso sí, sin mayor inconveniente, y no percibí en el sonido que me llegó nada que no pudiera considerarse como normal. No era desde luego una foca de circo haciendo monerías, ni tampoco se trataba de un aplauso colmado, al estilo de los que profesan los entusiastas al final de una función de ópera o teatro acompañado de los inevitables bravos. No, pero, estimé que era suficiente, por lo que finalmente me metí en la cama en pijama con la placentera sensación de estar entero.  Por la noche, sin embargo, me acometieron de nuevo las dudas, y aunque me desperté casi de madrugada con sudores y temblando, me dije que solo eran imaginaciones, y pude encender la luz de la mesilla sin mayores inconvenientes.
Debe tratarse de un sueño repetitivo con todo lo que tal cosa entraña de agobiante, pero a pesar de todo, no me decido a mirar con franqueza lo que otra vez fueron mis manos, no fuera a ser que por un mal fario se tratara de otra cosa. Me conformo con la agradable sensación de juguetear con mis dedos, y ver que responden a sus funciones habituales, de tal forma que, por ejemplo, puedo sin inconveniente montar el central sobre el índice con toda naturalidad. Incluso me rasco sin venir a cuento, y siento el alivio inmediato que conlleva la desaparición del prurito, aunque solo sea imaginado. Llegado el nuevo día, realizo mis labores sin mayor inconveniente y durante el almuerzo la comida llega a mi boca sin problemas, aunque si debo ser riguroso en mi análisis, juraría que el camarero mira las bocamangas de mi chaqueta con un gesto que, puestos a decir algo, yo llamaría de sorpresa.

A estas horas ya no queda demasiado tiempo para que llegue otra vez la noche, y me vea una vez más sometido a la dura prueba que me asalta a esa hora en los últimos tiempos. Soy una buena persona, y no debería afrontar situaciones para las que no estoy preparado. Creo que no me lo merezco, y espero (¿hasta cuando?) que finalmente todo habrá sido un mal sueño, pues por muy optimista que intente ser, debo confesar que determinadas acciones a las que soy muy aficionado, son muy difíciles de ser llevadas a cabo solo con muñones.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

TRABAJOS SEIS

Una vez el espíritu reconfortado con la verificación de que Bilbao se había convertido en una de las ciudades europeas que merecía la pena visitar tras París, Londres, Roma Berlín, Madrid, Barcelona, Budapest, Viena, Praga, Lisboa, Estocolmo, Oslo, Edimburgo, Ámsterdam, Valencia, Sevilla, Hamburgo et allii, decidí que era el momento de regresar a la tierra chica, y cogí el camino de vuelta. A eso de las ocho se me ocurrió hacer un alto en Laredo, recordando los viejos tiempos de los asadores de sardinas en el casco viejo, y los campamentos de Falange en una playa que empezaba a llenarse de franceses allá a finales de los cincuenta (¡!). Me metí en el Cachupín, un antiguo restaurante, donde me restauré un tanto a deshora tratándose de la península ibérica. El menú vespertino estuvo integrado por una sopa de pescado y unas sardinas (de nuevo) en homenaje a los viejos tiempos, regadas ambas discretamente con vino tinto semi peleón, que al parecer da menos grados en los contadores de la guardia civil de tráfico. Algo debió sentarme regular porque durante un rato temí hacer uso del talud o los bares que como champiñones iban surgiendo a ambos lados de la carretera, pero finalmente pude llegar sano y salvo al hotel, que lógicamente pagó las consecuencias.
En la recepción a esas horas había una chica nueva que no me conocía y me hizo identificarme, dándole yo, en correspondencia, tal cantidad de datos que finalmente me dio las buenas noches y me remitió la llave con un silencio herido. Me di una ducha a fondo  tras una jornada tan compleja y laboriosa, en la que solo me había faltado ponerme el buzo e irme al tajo, para que también pudiera ser calificada de fabril. Me costó dormirme, pero cuando lo logré, fui recompensado con unos sueños maravillosos. A eso de las cuatro de la madrugada (según el reloj de la televisión frente a mí), me desperté tarareando una canción de mi juventud que hizo que ipso facto me pusiera a llorar como un crío. Se trataba de una famosa en toda España, pero sobre todo en Bilbao, que dice así : “Por el río Nervión bajaba una trainera, rumba la rumba, la rumba, la rumba, cargada hasta los topes de gente de primera, rumba la rumba la rumba, la rumba del cañón” (*). Me cogí una perra tremenda con hipidos y todo, y en algún momento pensé que si los vecinos de habitación se enteraban, podrían pensar que en la mía se estaba desarrollando un drama, cuando la verdad es que se trataba de todo lo contrario. Me pasé así un buen rato, hasta el punto que empecé a preocuparme porque no sabía como tranquilizarme. Sentía una mezcla de nostalgia y amor desbocado que no podía controlar. Afortunadamente tuve una idea que me llegó como un relámpago y que me hizo dormir hasta casi las diez como un bendito. En aquellos momentos sentí un impulso irrefrenable de decir a la chica de recepción que la quería, lo que hice de inmediato. Tras mi confusión percibí que la mujer, que volvía a ser la habitual, dudaba entre agradecérmelo o llamar a la policía, pero debió de tranquilizarse cuando poco después de un silencio tenso añadí “a usted y a mucha gente más”. Me dio las gracias y dijo que me comprendía y me deseaba un feliz descanso. Por la mañana, cuando le entregué las llaves, nos miramos con la mirada cómplice de dos desconocidos que sin embargo tienen conciencia de haber compartido un momento único. Y si no único, especial.
Después el desayuno, durante el cual hablé distendidamente con el camarero rumano como si nuestra relación no tuviera antecedentes, y durante la cual, en ningún momento se hizo ostensible por ninguna de las dos partes el menor atisbo de rencor o emociones afines. Como me iba por la tarde, y él libraba antes del mediodía, nos despedimos cordialmente, momento en el que le dije que me había acordado de él al desayunar el día anterior en el bar de la gasolinera, precisándole que incluso me había ido sin pagar para compensar el gasto inútil de mi desayuno con él, momento en el que el chaval empezó de nuevo a mirarme con una mirada entre la incomprensión y la inquina. Momento que aproveché para irme sin darle la mano ni dejarle propina, para que tuviera claro en esta ocasión que con los clientes no habituales no hay que fiarse demasiado. La escuela de la vida, que diría algún cursi o maestro en excedencia.
A las doce había quedado con mi sobrino Tomás, un buen chico que vivía solo, y que en una de las pocas ocasiones en que nos habíamos visto últimamente me dijo que no lo lamentaba en absoluto, pues él era un hombre muy exigente del tipo que exige a la mujer que sea esposa, amante, madre y chacha al mismo tiempo. E incluso puta, me había dicho bajando la voz en aquella ocasión, pues tenía que reconocer que le encantaban los numeritos de cama a los que no se prestaban las mujeres corrientes así como así. Nos vimos en el lugar previsto, un bar con buenas raciones cerca de la plaza mayor. Tenía buen aspecto y parecía haber engordado algo, trabajaba en una empresa de tapicerías que le pagaba modesta pero aceptablemente, teniendo en cuenta que su única función era llevar la cuenta de las piezas que entraban deterioradas, de las que salían arregladas y cuatro minucias más. Pronto nos tomamos un vermut, que era su bebida preferida, y luego pasamos a darnos las novedades respectivas de la familia por ambos lados, algo que inevitablemente derivó hacia sus gatos, que eran su verdadera familia. Tenía doce que vivían con él y todos eran de la gama del color negro, por lo que para no complicarse la vida, los llamaba según sus diferentes matices, que él reconocía de inmediato. Al más negro, quizás como homenaje a los toros, lo llamaba zahíno, al siguiente estrictamente negro, al otro eclipse, y así hasta el duodécimo al que, para no complicarse, le llamaba nieve. Con los gatos se entretuvo un buen rato, dándome detalles de cada uno de ellos, que él distinguía no solo por el color, sino por sus características físicas y psicológicas, temas en los que no quise profundizar teniendo en cuenta que aquellos bichos me daban un poco de repelús en tales cantidades, al tiempo que me acordaba de una gata que tuve de crío y que terminó de mala manera atropellada por un camión.
Poco antes de despedirnos (no quiso comer porque había quedado con su última novia) le di uno de los últimos libros que había publicado, y que trataba en clave de humor de las diferentes formas en que se pueden llevar a cabo las tareas habituales. Lo aceptó, pero con ciertas reticencias, pues para él el humor venía a ser “una medida escapista de la seriedad del mero hecho de ser hombre”(sic). Añadió ya cuando nos dábamos la mano que además el como leer, leer, solo leía los “Tres mosqueteros” de Alejandro Dumas. No se cansaba de hacerlo y creía que todo lo demás era una pérdida de tiempo.
De vuelta al hotel, preferí no comer y ponerme de inmediato en carretera. Pagué y no pude despedirme de mi confidente de recepción porque no era al parecer su turno, por lo que me fui un tanto apesadumbrado, teniendo la impresión, después de lo sucedido por la noche, que quizás no me considerase el hombre entregado al trabajo que había querido aparentar hasta ese momento. Me puse en carretera un tanto triste, temiendo volverme a encontrar en los campos de castilla, a escasas dos horas, con los caballos melancólicos de la última vez. Me partían el corazón, y decidí pensar en el Guggenheim.

                                                                   FIN

(*) La verdadera letra es: “Por el río Nervión bajaba una gabarra
                                           Rumba, la rumba, la rumba
                                           Por el río Nervión bajaba una gabarra
                                           Rumba, la rumba, la rumba
                                           La rumba del cañón.
                                           BIS de todo lo anterior
                                           Con once requetés de boina colorada
                                           Rumba, la rumba, la rumba,
                                           La rumba del cañón.
                                           IDEM superior

                                           Con once requetés del reino de Navarra

                                           con banderas carlistas y bandera de España.

TRABAJOS CINCO

Por fin llegué al museo, el del famoso de nombre impronunciable (y que de momento me callaré), y debo decir que en un primer momento su mera visión me asombró. Me detuve un rato largo tratando de contemplarlo desde diversas perspectivas, y si bien no dejé de atribuirle su mérito y desde luego su originalidad, cuando acabé de rodearlo, llegué a la conclusión definitiva de que se trataba, grosso modo, de lo más parecido que había visto nunca a una lechuga. Asimétrica, pero lechuga. Con esta perspectiva vegetal in mente entré en el interior, no sin antes detenerme un momento ante una escultura (o como quiera llamarse) de un perro gigantesco, algo que me pareció lamentable por más justificaciones que traté de darle, como surrealismo naif, denominación que me vino a la cabeza casi de inmediato, tratando de echarle una mano a su autor.
Una vez adentro subí enseguida al piso superior, donde entre otras cosas (repito: cosas), se exhibían algunos cuadros de un pintor español cuyo nombre no recuerdo en estos momentos, y de otro, supongo que norteamericano, llamado Tom Wasserman. Del nacional eran famosos algunos cuadros sencillos, desprovistos de cualquier floritura, y cuyo tema general y repetitivo eran las vacas, las coca colas y alguna que otra menina (de las que también había tallas en papel). Del americano se exhibían varios cuadros de señoras rubias tipo starlettes, con resonancias de Marilyn Monroe, pero con menos tetas, siendo esto evidente para cualquier visitante informado, porque las tales se podían ver al natural en sus telas.

Como remate a mi visita (jamás suelo emplear más de una hora en la visita a cualquier museo, aunque sea El Prado, lo que por cierto ha hecho que siga apreciando la pintura), bajé a la planta baja, un inmenso espacio vacío que suele emplearse, según me contaron, para instalaciones diversas, y en general un tanto sorprendentes, lo que, que conste en acta, suele ser su valor principal. En esta ocasión se trataba de dos, la primera de ellas consistía en un edificio tipo casa rural hecha enteramente de maderos, en cuyo interior había otro parecido hecho de maderos más pequeños y así indefinidamente, hasta que el último consistía ya exclusivamente en una loa a la madera (supongo) representada por un árbol enano, vulgo bonsái. De uno a otro de los sucesivos edificios se podía acceder por diferentes aberturas, que trataban de parecerse a puertas normales y corrientes, aunque no lo fueran en el sentido estricto de la palabra, y como es lógico, según se avanzaban y las construcciones se  hacían más pequeñas, la dificultad para entrar era mayor, por lo que ante el bonsái solo se podía llegar de uno en uno por riguroso turno. Ni que decir tiene que yo no llegué a la meta, entre otras cosas porque sabiéndolo, me conformé con imaginármelo (con cierta emoción, es cierto, recordando al que tenía en casa: un abeto canadiense). La otra instalación era más compleja. Se trataba de un enorme laberinto hecho con láminas de metal, y que como todo laberinto que se precie, tenía difícil descripción, aunque desde luego era irregular y sorprendente, que es de lo que se trata en este tipo de artefactos. En su interior grupos de gente desorientada prorrumpían con frecuencia en exclamaciones de sorpresa o asombro, y trataban de buscar la salida. También se podían oír algunas risas nerviosas de gente a punto de perder los nervios. Yo acabé topándome con un grupo que seguía a una guía, y que por lo tanto estaba organizado. En él pude  escuchar algunas explicaciones interesantes, pero me quedé especialmente con dos palabras “dédalo” y “alambique”, que a mí me hicieron pensar en otras fuera de aquel contexto, que eran exactamente “Ícaro” y “retorta”, algo que sin embargo mantuve para mi coleto, y no me atrevía a sugerir a la señorita guía para no sumirla en la confusión y hacer que el grupo se disgregara. En el momento, sin embargo, de dejar a aquel colectivo, se me ocurrió que quizás no estaría de más preguntarle algo que sí tenía que ver con el contexto. Le pregunté cual era la razón exacta por la cual estando en Euskadi no se hacía la exposición de la visita en euskera. La señorita, muy amable, me respondió con una obviedad, consistente en que aquel grupo era de gente hispano y angloparlante, y porque, en cualquier caso, allí no más del quince por ciento de la población lo hablaba. No quise violentarla, pero ya alejándome levanté la voz y exclamé: “No obstante sería una buena oportunidad de hacer pedagogía”, lo que supuse que podía introducirle la duda de si había tenido que vérselas con un profesor de ikastola o con un preso arrepentido.

TRABAJOS CUATRO

Esa tarde no salí. Me recluí en mi habitación, aunque llamé en repetidas ocasiones a Recepción, tratando de dar la impresión de que era un hombre atareado que debía solventar algún asunto importante sin demora, pero esporádicamente les hacía las preguntas habituales como “la televisión ha dejado de funcionar, y aunque aprieto el botón, no se enciende” o “el agua de la ducha sale fría” y cosas por el estilo. De esa manera estaba convencido que paulatinamente se irían haciendo de mí la idea que me había propuesto, la de ser un trabajador incansable, pero al mismo tiempo alguien que vive la vida, y se preocupa por los temas normales de un ciudadano común y corriente. A eso de las diez y media, cuando ya habían cerrado el comedor, bajé a tomar algo y me comí un sándwich vegetal en la barra del bar, no sin antes hacer constar que esas no eran horas de cierre en un hotel de esa categoría, y más celebrándose las fiestas del lugar. El camarero me miró fijamente y me dijo algo, supongo que en perfecto rumano, de lo que no me enteré en absoluto, pero que imagino se trataba de la respuesta a mi queja. No insistí más, principalmente porque las verdadera razón me tenía sin cuidado, pero quise no obstante que quedara claro que yo no era un cliente fácil, y le pregunté si la mayonesa del sándwich era natural o de bote, esperando cogerle en un renuncio, pero sin embargo me respondió algo que yo entendí como “Sí, de Botepedra”, dando por concluida una conversación que no merecía la pena que se prolongase durante más tiempo, y con la que me conformé, al hacerme evocar la bonita ciudad gallega a orillas de la ría de su propio nombre con su buen marisco y sus famosas mejilloneras.
Esa noche dormí perfectamente, aunque de vez en cuando me despertara durante unos breves instantes sobresaltado por el ruido del motor de alguno de los vehículos que circulaban absurdamente a esas horas, y por sueños breves pero significativos en los que como norma se me veía a mí sumergido colgando de una mejillonera convertido en un mejillón gigante debido a mutaciones de origen atómico difíciles de explicar por aquellos pagos.
A la mañana siguiente fui a desayunar a la barra del bar en donde seguía el camarero de la noche anterior. No le di ni los buenos días, y ni siquiera abrí la boca para pedir el desayuno, utilizando solo el dedo índice de mi mano izquierda para señalar lo que me apetecía. Creo que comprendiendo que se trataba de un reto, él hizo todo lo posible para hacerme hablar. Por ejemplo, trató de desestabilizarme al preguntarme si deseaba el café frío o caliente, algo que solventé con la naturalidad de los hombres con recursos, sacando el encendedor y encendiéndolo repetidamente. Me entretuve unos momentos leyendo la prensa local sin utilizar el rotulador, pues supuse que ya todos estaban sobre aviso, y a continuación me fui sin probar bocado queriendo de esa manera demostrar que el trabajo y el ayuno voluntario son dos cualidades esperables en cualquier cliente durante cualquier época del año.
Cogí el coche y al pasar por delante de Recepción pude apreciar que la señorita habitual trataba de decirme algo (o quizás simplemente me saludaba), siguiendo yo, no obstante, con mi mutismo recién estrenado y llegando a la conclusión que aquella chica había desarrollado una dependencia hacia mi persona, que debía atajar de inmediato si no quería problemas. Posiblemente un novio o un marido en condiciones le vendrían muy bien. En cualquier caso, la consulta con el párroco del Cristo yaciente parecía recomendable. Me detuve en la primera gasolinera que me salió al paso y allí con independencia llenar el depósito desayuné pantagruélicamente, dedicando in pectore la ingesta al camarero del hotel. Luego, aprovechando un despiste de la chica de la barra, me zafé y me fui sin pagar. Cuando debió darse cuenta, es posible que ya estuviera a cinco kilómetros del lugar. Había decidido ir a Bilbao. El día estaba nublado, y no era cuestión de hacer el anormal yendo a la playa para cumplir el precepto estival en esa costa en la que tal hecho es habitual (para los anormales, rematé para mis adentros). Así pues pronto crucé el límite entre ambas comunidades y me encontré en plena tierra de aizkolaris y tragaldabas. Quería comprobar si era cierto el rumor de los últimos tiempos, que afirmaba que la capital de Vizcaya había pasado de ser una ciudad lúgubre, industrial y fea, a una especie de paraíso verde, luminoso y lleno de artistas motivados por la presencia de un famoso museo, cuyo nombre especificaré después si acierto con su ortografía. Aparqué el coche en un parking subterráneo de la Gran Vía, haciendo notar al vigilante que no estaba de acuerdo en el nombre de aquella calle, existiendo otra en España (y recalqué España por motivos obvios), con el mismo nombre. El hombre me miró con cierta perplejidad pero fue incapaz de decir nada, por lo que al alejarme le grité “¡del Lehendakari. Calle del Lehendakari! así se debía llamar”, y apreté el paso en dirección a la salida.

 Una vez alcanzada la superficie, anduve deambulando un buen rato de aquí para allá, dirigiéndome con frecuencia a la Erzaintza para preguntarles aleatoriamente por algunos lugares de la ciudad (de todas maneras no pensaba visitar ninguno), por lo que mezclé Neguri con las siete calles,  la estación de Achuri, el estadio de San Mamés y las Arenas de Guecho, dejándoles con la palabra en la boca, y haciendo no obstante un gesto de asentimiento, no fueran a pensar que simplemente les estaba tomando el pelo (lo que, por otro lado coincidiría milimétricamente con la verdad). Cuando me cansé de girar como una peonza de aquí para allá, me acerqué a la ría, que estaba tan sucia como siempre, y me metí en el puente colgante, en el que hice tres viajes completos de ida y vuelta, tratando de confundir al revisor, que sin embargo no me prestó la menor atención e hizo que me sintiera humillado, algo de lo que tendría que desquitarme en el tiempo que me quedaba allí.

lunes, 15 de septiembre de 2014

TRABAJOS TRES

Después de desayunar copiosamente, algo que no había dicho en mi escrito anterior, cogí el coche y me dirigí hacia la playa. Por una vez no fui a la que habitualmente iba cuando estaba de vacaciones en aquel lugar, sino a otra próxima pero con un acceso mucho más cómodo, que es lo que yo necesitaba en aquellos momentos, después de una noche corta, e interrumpida por el asunto de las fotografías. Nada más llegar me situé en el lugar menos concurrido y posiblemente más incómodo, pero allí era prácticamente imposible que ambas condiciones coincidieran. Casi de inmediato, después de colocar una sombrilla minúscula que siempre llevaba en el maletero, me tumbé debajo decidido a dormir a pata suelta todo el tiempo que fuera necesario. No obstante, me embadurné bien de crema de protección solar pantalla total, no porque en esas circunstancias me hiciera falta en absoluto, pero sí como un homenaje al verano en la playa y a los laboratorios farmacéuticos para que nos siguieran engañando todo el tiempo que fuera preciso, y dieran así de comer debidamente a sus empleados. En cualquier caso, pensé que el viento y el yodo marino me tostarían aunque fuera ligeramente, y me dejarían en la piel la impronta de haber estado de vacaciones, algo importante cuando se regresa al lugar de origen. Antes de cerrar los ojos me prometí ver luego en google que había de cierto en la existencia del famoso yodo, tan aludido cuando se habla de tintes, líquidos antisépticos y brisa marina.
Debí dormir profundamente, posiblemente lo hubiera continuado haciendo durante un buen rato si no llega a ser por el balonazo de un niño en plena cabeza que me trasladó a la realidad de forma fulminante. Mi reacción inmediata hubiera sido levantarme y darle una bofetada al chico, pero reaccioné como un verdadero hincha, y le dije al crío que siguiera practicando porque le veía futuro en el fútbol. Claro que posiblemente mi reacción hubiera sido otra si no hubiera visto delante de mí a un tipo con pinta de gorila, que debía ser su padre Ya despierto, me dije que era evidente que a partir de ese momento debía hacer otras cosas que se hacen en la playa en esas ocasiones. Había marea baja, y el mar se había retirado algo así como medio kilómetro, por lo que su orilla era una leve línea blanca, supongo que de espuma, cuya lejanía no me tentaba, en la medida que para llegar casi tendría que hacer media maratón.
Se me ocurrió que era el momento indicado para llamar al hotel por teléfono y decirles algo que tuviera que ver con el trabajo, de forma que tuvieran nuevos datos sobre la personalidad que quería forjar en sus mentes. Les llamé e improvisé diciéndoles que por favor estuvieran atentos, pues en el transcurso del día era muy posible que les llegara un paquete a mi nombre de una famosa empresa internacional, que hasta mi vuelta deberían tratar con cuidado, pues era frágil, y desde luego ponerlo a buen resguardo, pues contenía documentación muy valiosa. No creí necesario en esos momentos hacer compatibles su supuesta fragilidad (¿cristales?) con su documentación (¿papeles?), esperando que ellos mismos encontraran una síntesis satisfactoria para términos bastante antitéticos.  Me despedía advirtiéndoles que llegaría al crepúsculo (sic) para que comprendieran que aunque fuera un hombre de empresa también tenía un concepto poético de la existencia.
Sin embargo, las cosas no sucedieron como les dije, porque lo que hice poco después de levantarme de la arena, fue sobre todo abreviar. No me bañé en absoluto, sino que únicamente me duché con agua dulce a la salida de la playa, algo que me sentó muy bien y me despejó, teniendo en cuenta que todavía me sentía entre somnoliento y conmocionado. Por el sueño y el balonazo, respectivamente. A continuación metí en el maletero del coche los cuatro trastos que llevé a la playa, y me dispuse a comer en un restaurante con pinta menos que mediocre, pero que supongo que debido a la crisis ofrecía unos precios irrisorios. Desde allí, después de ingerir cuatro croquetas un huevo y algo de lechuga, y estimulado por un tinto de verano a granel, volví a llamar al hotel preguntando por mi supuesto paquete para a continuación simular un corte de línea por falta de cobertura o lo que ellos quisieran imaginar. En una hora estaba de vuelta y pasé por delante de Recepción sin apenas saludar, y desde luego sin hacer la menor referencia al supuesto envío que me tenía en vilo. Cuando la señorita de recepción, que volvía a ser la misma, intentó decirme algo, hice un gesto vago con la mano por encima de mi cabeza, que podía ser interpretado de muchas maneras, pero que yo pretendía que ella comprendiera como “es inútil, ya no lo espero” o “no importa, otra vez será”, a su libre elección.


TRABAJOS DOS

Volví al hotel a eso de las doce de la noche, y antes de subir a la habitación le pregunté a la recepcionista si en unas horas podrían imprimirme algo que necesitaba al día siguiente temprano. Me dijo que ella nunca lo había hecho, pero que lo intentaría. Allí mismo le hice una pequeña demostración en su impresora, y le advertí que aunque estaba escasa de color, yo les repondría la tinta al día siguiente. Me dijo que esperaba no tener problemas con el jefe  de recepción, que era un hueso, ante lo que le aseguré que yo mismo me hacía responsable.  En la habitación me metí en la cama de inmediato y puse el despertador a las cinco de la mañana. A esa hora, procedí a enviarle no menos de veinte fotos a todo color del interior de la iglesia, párroco incluido, y sobre todo variaciones del Cristo yacente, especialmente de su cara sufriente y de las famosas rodillas contempladas desde diversos ángulos. Luego me acosté casi de inmediato no sin antes llamar a Recepción y decir a la chica que podía proceder. Me regodeé un buen rato imaginando la cara de perplejidad que habría puesto al ver algo que para ella no tendría ni pies ni cabeza. ¡Un tipo enviándole fotografías del interior de la iglesia de su pueblo a las cinco de la mañana!
No suelo actuar con esa malicia habitualmente, pero estaba dispuesto a todo con tal de abandonar el hotel dos días después dejando la impresión de que podría ser todo lo original que se quisiera, pero que sobre todo era un tipo muy profesional, incluso capaz de robar horas al sueño en época de vacaciones para seguir trabajando. Claro que en algún momento también llegué a pensar que más que un buen profesional podían considerarme como un chiflado, algo que sin embargo estaba dispuesto a asumir con cierto orgullo. Estaba harto de un mundo sobrecargado de personas razonables que esporádicamente, sin embargo, se asesinan o se declaran la guerra, saltándose todos los preceptos de la lógica aristotélica.

Me presenté por la mañana en recepción directamente en traje de baño y camiseta sin mangas, queriendo de esta forma que quedara constancia de que era plenamente consciente de hallarme en las vacaciones del periodo estival, lo que no fue óbice para que trajera de la mano el maletín con el ordenador. Leí la prensa tratando de dar la impresión de cierta avidez, como si realmente todo me interesara, o al contrario, todo me tuviera sin cuidado, al hojearlo con tanta prisa y vehemencia. Además con un rotulador que saqué aparatosamente del maletín, me dediqué a subrayar determinados párrafos absolutamente al azar, pero tratando de ser observado para que se valorara mi capacidad de discriminación intentando diferenciar lo principal de lo accesorio en las informaciones. Por cierto que casi a punto seguido, el Jefe de Recepción se me acercó y con cierto mal humor trató de hacerme ver que eso no debía hacerse con la prensa dedicada a todos los clientes del establecimiento, momento en el que le hice cerrar la boca largándole cincuenta euros. “Para eso y para los toner”, le contesté con contundencia. Y de inmediato me fui haciendo resonar mis chancletas por el lounge de manera ostentosa, de forma que se pudiera apreciar que las personas tan laboriosas como yo podían permitirse excentricidades de ese tipo. Casi de inmediato di la vuelta y me dirigí de nuevo a Recepción para recoger las copias que había olvidado, y en el momento que la señorita de guardia nocturna me las extendió con una cara que a su padre le hubiera preocupado, le dije que debería aprovechar la feliz coyuntura para visitar la iglesia del lugar. “Es una joya bajo todos los aspectos- le dije- sobre todo las rodillas del Cristo”. “Y del párroco, qué le voy a contar”, añadí cuando ya me alejaba.  

TRABAJOS UNO

Al llegar al hotel quise pronto dar la impresión de que era un hombre ocupado. El hecho de que estuviéramos en verano, y que supuestamente estuviese de vacaciones, no me importaba. En cualquier caso, quería que enseguida tuviesen de mí el concepto de ser un hombre a carta cabal, es decir, aquel cuya vida consiste en trabajar sin considerar el momento del año en que nos encontráramos. Comprendo, sin embargo, el hecho de que, a los cinco minutos de llegar, bajase de mi habitación de traje y con corbata, sorprendiera a la recepcionista, pero no estaba dispuesto a que pudiesen suponer (tenía la seguridad que se lo diría pronto al Encargado) que era un hombre frívolo, que al poco de llegar de un viaje por carretera de apenas setecientos kilómetros, se siente en la necesidad de meterse en la cama o descansar un rato largo. Nada de eso, y mi gesto decidido debió dejárselo enseguida bien claro, pues apenas  me vio salir logró esbozar un “pero…” al que no  hice el menor caso. Su sorpresa debió ser aún mayor teniendo en cuenta que era sábado por la tarde, y que, como quien no quiere la cosa, al despedirme le dije “y que conste que no se trata de una boda…”.
El pueblo celebraba en aquellos momentos sus fiestas patronales, y sus vecinos se habían echado a la calle como si les hubiese tocado la lotería o estuviese a punto de ocurrir un hecho extraordinario. Al llegar al parque de la iglesia vieja, me senté en unos de sus vetustos bancos de madera, y me dispuse a matar el tiempo de la mejor manera posible, algo de lo que en esos momentos no tenía la menor idea de en qué podía consistir. En primer lugar me dediqué a observar a los peatones que transitaban de aquí para allá sin ningún sentido, como si su movimiento solo respondiera a la necesidad de demostrar al resto una actitud decidida, una finalidad que, sin embargo, ni ellos mismos tenían clara. Una vez que esto se me hizo evidente, consideré que seguir así durante mucho tiempo era una frivolidad impropia de alguien que, como yo, presumía de haber terminado una carrera superior (inútilmente, por otro lado, pero eso es una cuestión que no vale la pena considerar aquí).
Acabé por lo tanto abriendo el maletín y sacando el ordenador, con el que me entretuve un rato largo navegando en diferentes buscadores, tratando de averiguar determinados  temas, que iban afluyendo a mi cabeza al albur de cualquier banalidad que me sorprendiera en un momento determinado. En cierto momento me metí en una web pornográfica cuyos temas principales eran los bukakes y la doble penetración, algo que, sin embargo, y soy aquí absolutamente sincero, pronto abandoné, teniendo en cuenta que me hallaba al lado de un recinto sagrado, en el que ese tipo de temas no eran vistos con buenos ojos desde tiempo inmemorial. Se me hizo pronto de noche. O mejor: la noche me sorprendió aún de esta guisa cuando me había metido en una red de historia de la filosofía en la que trataba, como tantas veces, de captar el auténtico significado del concepto “arjé” en los presocráticos griegos. Lo acabé dejando y cerré el ordenador en el preciso momento que un cura que pasaba por allí me dijo si me apetecía visitar la iglesia, porque estaban a punto de cerrar y me había observado un tanto indeciso durante bastante tiempo en aquel lugar. Le dije que sí una vez que se presentó como el párroco, considerando que una negativa podría hacer que se fuera a la cama con el convencimiento de su menguado afán de persuasión, lo que podría al día siguiente hacérselo pagar a sus feligreses. Dentro de la iglesia me acompaño durante un buen cuarto de hora (era pequeña), explicándome determinados pormenores de la misma que al parecer eran relevantes. Por ejemplo, un Cristo yaciente de Alonso Cano, del que insistió debía fijarme en sus maravillosas rodillas, algo que me pareció normal dentro de las consideraciones estéticas en vigor para la época. Lo que ya me pareció menos evidente es que al alejarnos, rematara su afirmación previa con una frase contundente “algo muy difícil de ver hoy en día incluso en los atletas más sobresalientes”.


sábado, 13 de septiembre de 2014

NEBLINAS

Todo sigue igual, pero no exactamente. Que ayer, sin ir más lejos, quiero decir. Miro como todos los días los objetos que me son familiares a mi alrededor, y debo concluir que, sin embargo, no. No son lo mismo. Son ellos mismos, que duda cabe, pero en los últimos tiempos, incluso los últimos momentos, se ha obrado en ellos algo que los hace diferentes. No se trata de un prodigio, pero sí de una pequeña metamorfosis. Algo mínimo, pero que resulta evidente para quien conserve los cinco sentidos en buena forma. Y tenga ojos para ver, concretamente.
Se trata de una fosforescencia, de una luminiscencia o como usted quiera llamarlo (incluso puede no llamarlo de ninguna manera), que hace que todo parezca sumergido en el fondo del mar o sus proximidades. Apago la luz para verificarlo, y el fenómeno se hace aún más evidente (aunque más tarde me pregunte qué hacía yo a esas horas del día con la luz encendida). Un cuadro frente a mí de Venecia, y por tanto de sus canales y de la plaza de San Marcos, no ha cambiado en absoluto, excepto en esa reverberación luminosa mencionada más arriba, que lo hace diferente. O igual, es cierto, si se tratara de Venecia al atardecer o al alba. Que no es el caso, pues como ya dije, estamos en pleno día. O, para ser más preciso en pleno mediodía, si tal cosa es posible.
Mis manos, por ejemplo, son las de siempre. Las miro, y de inmediato las siento como algo mío, de hecho, profundamente mío, por las que daría incluso una de ellas mismas, valga el contrasentido. Sin embargo, sin entrar en más disquisiciones que hagan estas líneas más soporíferas, tengo la impresión de llevar guantes. Pero el hecho fatal en estos precisos momentos, es que no los llevan. ¿Qué iba a hacer yo tumbado en la cama a estas horas del día con guantes? (y, por cierto ¿qué hacía yo a esas horas en la cama?). O sentado en el sofá, que viene a ser lo mismo a los efectos de que aquí se trata. Siendo iguales a sí mismas, no son idénticas, y parecen disponerse para realizar determinados actos médicos o llevar a cabo las operaciones de algunos oficios que implican el empleo de ácidos y líquidos corrosivos. Y más vale ser precavido.
Y lo mismo sucede con el cielo que puedo entrever por la ventana. Es el cielo claro y límpido de la Toscana en esta época del año, de eso no cabe duda, aunque a otros les pudiera sugerir con ciertos matices, el de las estribaciones de la sierra de Guadarrama en las cercanías de Madrid. Y si embargo, no. Esa niebla apenas perceptible, parece querer transformarlo en el de cualquier puertecito mediterráneo a principios del otoño, cuando la humedad relativa ha aumentado notablemente, y las grandes mareas lanzan a la atmósfera millones de diminutas gotas de agua que permanecen en ella un buen rato, y hacen que siendo lo mismo ya nada sea igual.
Incluso el reloj de pared que tanto me acompaña con su presencia día tras día, hora tras hora, minuto a minuto (no tiene segundero) sigue siendo igual a sí mismo. Pero algo menos, todo hay que decirlo. Sigue siendo redondo, como si fuera el de bitácora, y sus números negros no son de otro color. Ni sus agujas han cambiado su diseño o longitud. Pero tanto con él como con todo lo demás se trata ya de otra cosa.
 No van a engañarme por mínimos y sutiles que sean los cambios que van introduciendo en mi vida. Pretenden, quien puede dudarlo, que me desequilibre y acabe trastornando, pero en la medida que sepa mantener la cabeza fría, no van a conseguirlo. El teorema de Pitágoras seguirá siendo válido por mucho que insistan en la aleatoriedad de lo catetos. Y los cuerpos sumergidos seguirán experimentando un empuje vertical y hacia arriba, etc, etc, como afirmó Arquímedes. Y el sol seguirá siendo el centro como predijeron los bienaventurados Copérnico y Galileo.
Y lo mismo cabría de decir de Darwin y Einstein. Aunque menos.

 No van a poder conmigo

ACTUALIDAD- C A T A L U Ñ A / UNO

Tengo la impresión de que si uno no es político, historiador o cualquier otra profesión que le fuerce a uno a identificarse radicalmente en un sentido, lo que está sucediendo en Cataluña lo que le produce, siendo español, es sobre todo pena.
Y la pena, como todo el mundo sabe, no es una idea sino una emoción. Y cuando no está articulada meramente de una forma irracional, un sentimiento. La emoción está en buena medida basada en los instintos (con todos los matices que se quiera), pero los sentimientos le añaden un vínculo específicamente humano, elaborado a través del conocimiento. Hasta ahora, por lo que he visto y leído, casi todos los debates sobre la independencia de Cataluña están basados en el análisis intelectual de la situación (histórico o económico esencialmente), pero pocos se detienen a considerar el desastre que desde un punto de vistas afectivo supone para muchos. Miles o millones de catalanes strictu senso o españoles, se sentirán perplejos al imaginar que, por ejemplo, la Alhambra de Granada para unos o la Sagrada Familia para otros, es algo esencialmente ajeno.
Posiblemente la solución a todo ello sería que cada cual desde su interior fuese capaz de poner en la balanza ambos criterios –emoción y sentimiento- pero tal cosa es prácticamente imposible, pues ya se sabe que las personas-y no digo ya nada de las masas- son con frecuencia arrastradas hacia uno u otro lado por factores capaces de hacer surgir en ellas una emoción ante la que poco valen otras consideraciones. Tal es en mi opinión el caso actual de Cataluña, que impulsada desde el estamento político nacionalista, parece decantarse por la separación. Después de todo, tal cosa no debería sorprendernos, y si uno examina con frialdad los antecedentes históricos de cada nación “oficial”, veremos que no difieren demasiado de lo que acabamos de decir. Y no solo eso. Hoy muchas naciones orgullosas de serlo y de su identidad diferenciada, se constituyeron en su día por procedimientos nada sutiles, llámense conquista, anexión o boda (que abundaron mucho en su día). La memoria del “pueblo” (con perdón) es frágil, y basta un adoctrinamiento concienzudo o las victorias repetidas de su selección, para hacer que lo pasado se olvide y dé lugar a un nuevo sentimiento de orgullo nacional. Que cada cual piense en la región del globo que le venga en gana. ¿Dónde están, sin ir más lejos, las naciones de los verdaderos aborígenes de toda América? Bajo la bota de sus conquistadores, de los que decidieron quedarse allí después de exterminar a los indios. Y no solo eso, con el paso del tiempo, los que en esas comunidades fueron vejados y humillados, sienten el orgullo de pertenecer a ella. Pienso aquí en los países de la Commonwealth, que una vez independizados del tirano, decidieron incorporar su bandera a la propia, o de los que poco después la llamaron “madre patria” (aunque si se examinan ambos casos en detalle, tengan sus razones para ello). O en los millones de negros americanos.
Es cierto, sin embargo, que hay algunas características que hacen que determinadas regiones adquieran un concepto de sí mismas diferenciado. Por ejemplo, la pertenencia a una misma religión, el hecho lingüístico, la ocupación de un área determinada, los recuerdos familiares y grupales, etc, pero, en mi opinión, tal cosa no elimina lo anterior. De toda memoria colectiva suele surgir un mito (o varios) que es hábilmente empleado por los que pretenden separarse para consolidar esa “memoria”, y hacerlo algo así como el hito fundacional de la nación que se pretende crear, que en muchas ocasiones no solo tiene un carácter de afirmación de lo propio y exclusivo, sino rechazo de “lo otro” como forma de conseguir sus objetivos. Claro que aquí cabría matizar un hecho que no debería pasar desapercibido en el análisis que nos ocupa, y se trata de la situación de la nación en ciernes dentro de su contexto nacional oficial hasta ese momento. Solo, o esencialmente, las regiones o comunidades que gozan de una situación privilegiada intentan esporádicamente separarse del resto. Que yo sepa, no se tiene conciencia que en las Hurdes o los Monegros, valga el sarcasmo, se hayan dado movimientos secesionistas. La solidaridad y “la fraternité” de la Revolución francesa, una vez más por los suelos, teniendo en cuenta, además, que en bastantes ocasiones su prosperidad se debe en buena medida a muchos de los que hicieron de ella su tierra de acogida (que por otro funambulismo -¿comprensible?- se hacen más nacionalistas que los nacionalistas (vulgo: más papistas que el Papa. Digamos maquetos, por ejemplo).

Insistir, a mi modo de ver, en análisis históricos (mil setecientos catorce fue una guerra de sucesión y no entre españoles y catalanes, etc), no tiene demasiado sentido, o al menos no es eficaz para llegar a las mentes de los independentistas, en las que sin duda alienta la imagen de un “radiante porvenir” (que diría Zinoviev en otro contexto), al que no son en absoluto ajenos aquellos que llevados por la utopía, la ucronía y lo que ustedes quieran, no dejan de tener in mente su imagen personal, pero sobre todo lo que imaginan su futuro. Pues si un buen puesto dentro de la nueva Administración nunca estará mal visto, tampoco es poca cosa pasar a la posteridad como un “padre de la patria”. Y que cada cual piense lo que quiera. AMÉN/ 1

martes, 9 de septiembre de 2014

NIEBLAS II

Después de levantarse el telón el escenario ha cambiado completamente, Se trata de un jardín sobre el mar, que se oye a lo lejos. En primer plano un merendero circular en que se ve a Lewis y Virginia, en lo que da toda la impresión de tratarse de una cita, que además, tiene poco de amistosa.

ESCENA IV
LEWIS –Como mi madre se entere de vuestro asunto lo vas a pasar mal, desgraciada.
VIRGINIA -¿Qué puedo hacer yo? ¡A ver si crees que lo hago por propia voluntad o porque me apetece! Ya sabes como se pone tú padre cuando quiere algo y se le contradice. No tuve más remedio
LEWIS –Me tiene sin cuidado como se ponga el viejo. Te pudiste negar desde el principio, y no estaríamos ahora en esta situación. Mi madre cada vez peor con su…bueno con su tema, que eso a ti no te importa, y la criada acostándose con su marido. El colmo.
VIRGINIA –Me conoces y sabes que yo nunca quise, pero no tenía otra opción si no quería verme en la calle. Si alguien me gusta en esta casa, sabes que eres tú…desde siempre.
LEWIS –Bueno, bueno…no me vengas ahora con historias. Lo nuestro no tiene nada que ver. Nunca lo tuvo. Pero recuerda lo que te he dicho. Ahora adiós.

(VERONICA intenta decir algo más justificándose, pero Lewis parece dar por zanjada la discusión, y Verónica se dirige hacia la puerta para irse, pero en esos momentos entra FRANKIE. Tiene buen aspecto y no tose. Verónica se detiene).

LEWIS – ¡Anda, mira a quien tenemos aquí! ¿Qué pasa, hermanito, es que ahora te dedicas a espiarnos?
FRANKIE –Sabes muy bien que a mí tus asuntos me tienen sin cuidado (serio). Te buscaba para hablar de mamá. Yo creo que su tema ve de mal en peor, y alguno de los dos, o los dos, deberíamos hacer algo, llevarla al médico.
LEWIS –Yo creo que eso le corresponde a papá, que algo tendrá que ver con sus problemas.
FRANKIE –Eso ahora no importa. El hecho es que cada día necesita más las pastillas para estar simplemente presentable.

(El tiempo comienza a empeorar súbitamente y el cielo se cubre de nubes oscuras. Se oyen algunos truenos y relámpagos. El escenario se ha vuelto de repente amenazador).

LEWIS (retomando sus palabras anteriores) –Aunque nunca se sabe, después de todo, cada uno somos responsables de nosotros mismos. Y quizás mamá también, aunque me cueste decirlo…
FRANKIE –Mamá no es culpable de nada. Eso tenlo claro delante de mí si no quieres tener problemas…
LEWIS –Anda, el hermano pequeño me amenaza ¿qué pasa, me vas a pegar? (con ironía y haciendo un gesto defensivo)

(En esos momentos entra impensadamente en el merendero Amelia (se oye el chasquido de un rayo próximo y su estruendo)

AMELIA – ¡Qué susto! Por fin os encuentro ¿Cómo se os ha ocurrido venir aquí con este tiempo? (titubea un instante)… bueno, la verdad es que hace un momento todo estaba en calma.
(Frankie se acerca a su madre y la abraza, Lewis también, pero solo le da un beso).

AMELIA –Venía solo a deciros que  esta tarde vamos a celebrar que Frankie ya está bien y que espero veros para tomar el té. Estoy segura que ese tonto de Krups nos va a dar una buena noticia. ¡Segura!

Frankie hace un amago de toser, Lewis le mira con cierta agresividad, y no lo hace.

LEWIS –De eso no te quepa la menor duda, mamá. A mi hermanito desde pequeño le gusta llamar la atención más de la cuenta.

(Frankie se revuelve y da la impresión de que va a empujar a Lewis con violencia, pero Amelia le retiene, y le coge por detrás rodeando sus hombros con los brazos).

AMELIA -¡Como sois! No me gusta nada que discutáis, y menos aún que llegarais a pelearos. No puedo…no quiero ni imaginármelo. Os quiero igual a los dos. Supongo que lo sabéis…aunque vinierais al mundo en situaciones muy diferente para mí…

(El escenario está en la semipenumbra, aunque por el horizonte sobre el mar empieza a clarear, y la luz hace que los cuatro se recorten con nitidez sobre su fondo. Aun lado, cerca, Amelia y Frankie, y bastante separado, solo, Lewis. Virginia, cerca de la puerta, ha oído todo. En esos momentos se oye el latigazo de un rayo que cae en las inmediaciones y un estruendo paralizador. Los cuatro personajes ni se mueven y permanecen en silencio).

(Cae el telón rápidamente.  No hay descanso y el público debe permanecer en la sala).


(A los diez minutos vuelve a subir el telón. La escena vuelve a mostrar de nuevo el salón en el que se desarrolló la primera parte. Es por la tarde, y puede verse a Amelia y Lewis que parecen conversar esperando el regreso de Patrick y Frankie de vuelta de su visita al médico. Ambos parecen nerviosos, pero sobre todo Amelia que cada dos por tres repite machaconamente que está convencida de que a Frankie no le pasa nada).

AMELIA – A Frankie no le pasa nada, estoy convencida. Enfriamientos como el suyo he visto muchos por esta tierra en el transcurso de los años
LEWIS –Yo también creo que no le pasa nada. Simplemente a mi hermano siempre le ha gustado llamar la atención y ser especial, y ha encontrado un filón con su catarro. Lo que me extraña de ti mamá es que no admitas que PUEDA pasarle algo, como si las enfermedades tuvieran la obligación de respetar a los que más queremos. A todos nos pueden pasar cosas desagradables, por mucho que nos duelan.
AMELIA – ¡Cállate! Tú deberías entenderme. Es una forma de decir que no soportaría que a un ser tan especial como él pudiera pasarle algo malo.
LEWIS (molesto, parece incluso celoso) –No sé por qué siempre te has empeñado en que Frankie es tan delicado o tan frágil. No creo que a la larga tu actitud le acabe favoreciendo. Pronto tendrá treinta años. Ya no es ningún niño.
AMELIA –Tú no sabes nada, hijo. Y no discutamos que sabes que cuando me pongo así, me empiezan a doler todos los huesos.
(Se oye que abren la puerta de entrada a la casa y Amelia se pone de pie de un salto)
AMELIA -¡Ya están aquí!
(Entra PATRICK, y FRANKIE detrás de él. El padre sonríe haciendo así evidente que traen buenas noticias. El hijo, sin embargo, no muestra nada especial. Está serio, como si su buena salud no le interesara demasiado. AMELIA abraza a su hijo y antes de que nadie diga nada comienza a hablar)
AMELIA -¡Lo sabía, lo sabía! Sabía que solo era un simple catarro.
PATRICK –Bueno, no exactamente. Una pulmonía sin demasiada importancia, que va a curarse con reposo y cuatro pastillas. Nada grave, afortunadamente. Pero sobre todo nada de tuberculosis, que es lo que temíamos.
LEWIS - ¡Menudo tuberculoso! ¡Mi hermanito está más sano que yo!
PATRICK –Pues no me extrañaría, al ritmo que llevas debes tener el hígado hecho fosfatina. No me extrañaría.
AMELIA – Es verdad, Lewis, no bebas tanto, pero no empecemos otra vez, por favor. Esta es una familia como otra cualquiera. Una familia sana en la que apenas hay nada que se salga de la norma. Una familia feliz, en resumidas cuentas.
(Durante unos momentos todos se callan y se miran unos a otros como si a pesar de la buena noticia, no todo estuviera tan claro. AMELIA parece algo nerviosa y se frota las manos con insistencia, como suele hacer cuando la artrosis le hace sufrir. La situación, a pesar de la buena noticia, parece tensa)
AMELIA (levantando la voz) -¡Virginia ya puede venir con el té!
(Instantes después aparece esta sonriendo con la bandeja con el té y las pastas)
VIRGINIA –No saben cuanto me alegra oír que al señorito no le pasa nada. Yo también estaba preocupada, y me perdonarán pero es que he oído todo lo que decían…
PATRICK –Claro que sí, Virginia. Todos nos alegramos de que Frankie esté perfectamente. Claro que sí. Esta es una familia como todas, en la que nunca pasa nada demasiado especial. Y no te vayas, después de todo estás con nosotros casi desde que eras una niña. Siéntate aquí entre nosotros, al lado de la señorita AMELIA.

(Enseguida se oye una música ligera que entra en la habitación procedente de alguna parte. Poco a poco la escena se va sumiendo en la oscuridad y vuelve a oírse la sirena del faro, y entremezclándose, la tos insistente de FRANKIE)

                                                              FIN




NIEBLAS

(Adaptación de la obra de Eugene O’Neill “El largo viaje del día hacia la noche)


La niebla se cierne sobre el escenario. De hecho es tan espesa que algunos de los espectadores de las primeras filas podrían sentirse molestos e incluso toser, y da la impresión de que si la situación se prolongase demasiado tiempo sería lógico que abandonasen la sala. Hay que reconocer, no obstante, que la escenografía está bastante lograda cuando sobre unas cortinas vaporosas del fondo, se ven pasar unas gaviotas volando lentamente,  dando la impresión de que el drama está a punto de estallar. Al mismo tiempo se hace visible la luz rotatoria del faro y se oye su sirena, casi un lamento en la noche oscura de la costa.
Sobre el escenario, en primer plano sobre el fondo anteriormente descrito dos personas parecen conversar. Da la impresión de tratarse de un mirador sobre la costa en el comedor de un caserón antiguo pero distinguido.

ESCENA I
 PATRICK -Me preocupa la tos de Frankie. Es posible que no sea nada, pero me preocupa, son ya demasiados días para una simple alergia.
 AMELIA -Tu siempre con tu pesimismo. A Frankie no le pasa absolutamente nada. Es un enfriamiento estacional de los que hay tantos por esta época.
PATRICK - Será como tú dices, pero me preocupa, y me duele ver al chico sufriendo en algunos momentos en los que parece que le cuesta respirar. Después de todo es mi hijo.
AMELIA (frotándose las manos con energía y nerviosismo) - ¡Pues claro que es tu hijo! …en cualquier caso, su enfermedad, su enfriamiento quiero decir, se la debe a tu familia. Recuerda a tu padre que murió joven de tuberculosis. Claro que el caso de Frankie no tiene nada que ver…
PATRICK -Tú siempre tratando de desembarazarte de toda culpa. Mi padre murió como murió, pero a fin de cuenta quien parió al chico fuiste tú, y algo tendrás que ver en el asunto.
AMELIA -Vamos a dejarlo, por el amor de Dios, Patrick. Lo único importante es que pronto se cure y deje de pasarlo mal. Frankie no puede tener nada. No voy a creerme lo que diga ese inepto de Krups.
PATRICK -Por mal que te caiga, siempre ha sido el médico de nuestra familia. Además le ha hecho unas pruebas que son definitivas y mañana sabremos el resultado.
AMELIA-  Ese tipo es un inepto y no voy a creerme nada.

ESCENA II
Se mantiene la niebla. Ha anochecido y se encienden algunas luces dentro de la casa. A lo lejos se oye el mar y la sirena del faro.
 El matrimonio sigue en el salón. Parecen descansar en silencio después de su conversación. De repente entra Lewis, el hijo mayor, sin demasiados miramientos y haciendo ruido. Tropieza con una silla y está a punto de caerse.
PATRICK (saliendo de su somnolencia) -¡Ya has vuelto a beber!
LEWIS (agresivo) - ¡No será con tu dinero!
PATRICK – Amelia, ¿has oído eso? Sería el colmo, ¡un padre dando dinero a su hijo para que se emborrache!
AMELIA -¿Es que esta casa no puede estar una tranquila sin que alguien grite?
LEWIS (dejándose caer en una silla) -Aquí todo el mundo gritará hasta que no se haga justicia.
PATRICK- Ved ahí a la víctima, el hijo maltratado que culpa al mundo de su infortunio. Y sobre todo a su padre (con ironía), que no le mantiene como es debido, o que le encaminó por donde no debía.
LEWIS -Fuiste tú, efectivamente quien me llevó a hacer el payaso por los escenarios de media Inglaterra para  hacerte salir de la mediocridad de tu carrera de actor de segunda fila. ¿O no es cierto?
PATRICK -¿Cómo puedes decirme eso? ¡Lo hice por tu bien, porque eras incapaz de terminar nada!
AMELIA -¡Callaros ya, por favor! Me duelen terriblemente las manos, y voy a tener que subir al cuarto para tomarme otra pastilla. Y todo por vuestra culpa.
LEWIS (acercándose a su madre y cogiéndola de las manos) -No subas, mamá, por favor, lo de las manos se te va a pasar enseguida. Ya nos callamos.

ESCENA III
Por la escalera que sube a los pisos baja Frankie, el hijo pequeño. Tiene mala cara y tose compulsivamente. Casi al mismo tiempo entre desde un lateral Virginia, una criada joven que hace las funciones de ama de llaves o algo parecido y dice escuetamente que en diez minutos estará lista la cena, pero que si lo desean puede servirles un aperitivo. Al parecer la cocinera ha preparado unas medianoches estupendas.
AMELIA –De acuerdo Virginia, hazlo así (parece tomar aire y sigue). Es estupendo. Me siento mucho mejor.
PATRICK –Me alegro cariño. Te viene bien descansar. Y tú Frankie, tu tos me preocupa, pero a veces tengo la impresión que la empeoras con tus nervios.
FRANKIE –Mamá no deberías tomar tantas pastillas. Te tranquilizan pero son demasiado fuertes…
AMELIA –Tú que sabrás, hijo. De viejo pasan estas cosas con la artrosis, las necesito.
PATRICK – Frankie, recuerda que mañana tenemos consulta con el doctor Krups para ver el resultado de tus pruebas, pero como dice tu madre estoy convencido de que es solo un catarro rebelde. En esta costa endiablada de Inglaterra es bastante frecuente.
(Frankie intenta decir algo al respecto, pero finalmente pregunta por Lewis)
AMELIA – Tu hermano subió y no sé si bajará a cenar, volvió bastante cansado después de un día complicado, según nos dijo a su vuelta.
PATRICK –Amelia, cariño, no trates a Frankie como si todavía fuera un niño. (Y dirigiéndose a su hijo): tu hermano ha vuelto borracho y bastante agresivo. Esa es la pura verdad, hijo.
(En esos momentos Lewis comienza a bajar lentamente por la escalera, y casi al mismo tiempo entra en escena Virginia con el aperitivo. La luz del faro incide una vez más sobre la terraza lateral del salón, y se escucha si cabe más fuerte su sirena, creando un ambiente muy alejado de la supuesta placidez del escenario. Frankie vuelve a toser. Cae el telón lentamente y la oscuridad parece apoderarse del lugar)


                                             FIN DE LA PRIMERA PARTE 

sábado, 6 de septiembre de 2014

DESAYUNOS

Al poco de levantarme tengo unas ganas terribles de comer algo, pero en casa no tengo absolutamente nada. Es domingo, los bares y cafeterías de los alrededores están cerrados, y lo mismo sucede con las tiendas de comestibles. Tendré que desplazarme al menos veinte kilómetros para llevarme algo a la boca, aunque quizás pudiera probar suerte con los vecinos, pero es demasiado temprano. Resignado entro en el baño y me lavo los dientes, intento probar suerte con la pasta, pero después de darle un pequeño tiento, la encuentro repugnante, luego bebo mucha agua por si acaso. A continuación hago pis alterando de esta manera mi secuencia habitual de hacer las cosas, pues esta suele ser mi primera actividad nada más poner los pies en el suelo. Quizás se deba a que me levanté a media noche y la cosa fue abundante. Aunque, en cualquier caso, como estamos en verano y se suda bastante, es posible que simplemente no tuviera demasiado que evacuar.
Poco después de realizar estas funciones higiénicas, me siento más optimista y recuerdo al alcalde de Cork, pueblecito de Irlanda en el que su edil aguantó cuarenta días sin probar bocado (murió el último de ellos), lo que por un momento me hace pensar que quizás podía hacer dieta durante solo uno, algo que sin duda le vendría bien a mi organismo y también, aunque moderadamente a mi bolsillo. A continuación me meto en la ducha y procedo, como es habitual, por partes, entreteniéndome más en las llamadas zonas blandas, aunque no debo pecar de optimista, porque en mi cuerpo todas lo son. No olvido las que yo suelo denominar zonas recónditas, o lugares que dada su ubicación permanecen más o menos escondidos dado su escaso interés en el desarrollo de la vida ordinaria. Una vez afuera me seco concienzudamente, entreteniéndome nuevamente en los lugares mencionados, algo fundamental si no se desea la proliferación de arborescencias indeseables en huecos e intersticios.
Después de vestirme, salgo a la terraza y contemplo el paisaje durante unos momentos. Vivo en las afueras, y ciertamente se trata de un lugar bonito, con árboles en las proximidades, algunas elevaciones cerca, y al fondo las montañas de la sierra del Guadarrama, lo que hace que me sienta un ser afortunado, aunque con las cifras de mi cuenta bancaria en buena forma, tampoco me importaría ser Bartleby (el escribiente), y asomarme al muro de hormigón de una oficina céntrica. Que quede claro, por lo tanto, que la belleza en ocasiones está ligada a conceptos menos etéreos, lo que justificaría el hecho de que muchos habitantes de la Polinesia o la selva virgen africana se trasladen a la ciudad, y olviden sus lugares de origen sin que les de un pasmo.
En esos momentos, una vez que abandono la terraza, sería la ocasión de sentarme a la mesa o ponerme una bandejita con las vituallas habituales del desayuno, pero hoy es inútil, a pesar de que por unos instantes me entretengo rebuscando con cierto detalle en los lugares más impensados de la cocina el menor indicio de alimento. Es inútil, y como la gazuza aprieta, tomo la decisión de beberme dos vasos de agua llenos casi sin respirar. Dicen que así disminuye la sensación de hambre por una cuestión estrictamente de volúmenes satisfechos (en este caso, más bien repletos). No quiero pensar demasiado y decido de inmediato subir al coche y darme una vuelta a Madrid por la M-40.
Cojo una de sus entradas desde la carretera de la Coruña, y me dispongo a recorrer aproximadamente noventa kilómetros, incluido el anillo de circunvalación y la distancia desde Las Rozas. Nada más sentarme pongo la radio como hago de forma habitual, supongo que para sentirme de inmediato acompañado (en casa hago lo mismo con la televisión y la radio). A esas horas, apenas son las nueve, hay todavía poca circulación, y por unos instantes me siento como un habitante de San Francisco que ha decidido acercarse a Sausalito por motivos que no tengo demasiado claros. Esto que puede parecer una estupidez sucedió literalmente así, de tal manera que aquí quiero dejar constancia del hecho, aunque no importe a nadie ni tenga demasiado sentido. El MP 3 o como quiera que se llame el elemento ese que me dieron con el coche (¿USB?) está puesto en la modalidad “random”, por lo que la música salta aleatoriamente de canciones folk americanas a rancheras, pasodobles, jazz o música china, lo que pronto hace que me olvide de California y recorra otras geografías.
Al cuarto de hora empiezo a cansarme del pot-pourri y pongo la radio, saltando de una emisora a otra hasta que me detengo en una evangelista, donde no paran de decir amén, aleluya y dar gracias a Jesús, tras lo cual se oye durante unos instantes un coro de gospel y poco después a unos cursis diciendo majaderías acompañados por una guitarra. Cambio de dial y caigo en una tertulia de pensamiento, donde alguien afirma que Heidegger no era un verdadero filósofo sino un auténtico hijo de puta y un nazi, a lo que alguien responde que el concepto de “dassein” ha sido uno de los mayores aciertos de la filosofía de todos los tiempos. Otro tercia en el debate, y dice que si se considera a Wittgenstein todo está aún por decir, para a continuación pasar a Jaime Balmes y Camilo José Cela, momento en el que me digo que hasta ahí podíamos llegar y vuelvo a la música, en donde escucho por unos momentos a Nusrat Fateh Ali Khan, cantante popular/religioso pakistaní, al que tengo que quitar casi de inmediato sintiéndome entrar en trance. En esos momentos pienso que quizás los poetas sufíes y los derviches no eran un auténtico camelo. Afortunadamente lo siguiente son unas rancheras de Aceves Mejías y me entran de nuevo las ganas de vivir y un hambre redoblada. Busco desesperadamente unos restos de galletas que a veces llevo a bordo en la guantera, pero es inútil. Ni rastro.
A la media hora aproximadamente empiezo a aburrirme seriamente y pienso en hacer alguna locura, pero afortunadamente en esos momentos suena el chivato de la gasolina avisándome que debo repostar. Entro en una gasolinera y lleno el depósito. Allí mismo tengo una tentación enorme de entrar en la cafetería que está abierta y desayunar opíparamente. Puedo incluso suponer incluso una posibilidad única de ver el mundo con otra perspectiva, pero finalmente vuelvo a acordarme del alcalde de Cork, y renuncio. No obstante, entro en el local y me compro varios CD,s de música popular española, sobre todo coplas, tan frecuentes en estos lugares, y de vuelta en el coche los pongo casi inmediatamente. Diez minutos después de arrancar me parecen insoportables, abro la ventanilla y los tiro en el arcén, esperando que de tal manera su sola presencia alegre el paso de los automovilistas que me sigan.
A los tres cuartos de hora aproximadamente percibo que el aburrimiento empieza a hacer mella nuevamente en mi psiquismo, y creo llegado el momento de introducir una variable impensada en mi periplo. Se me ocurre llamar a algunos familiares por teléfono contándoles sucintamente mi situación, diciéndoles, además, que me siento muy solo. A esas horas de la mañana casi todos reaccionan con incredulidad, algunos incluso de forma desabrida. Y concretamente un hermano con quien tengo una relación bastante estrecha, me dice literalmente que me vaya a tomar por el culo. A continuación hago tres llamadas a amigos de los que hace incluso años que no sé nada de ellos. Dos me cuelgan casi de inmediato y otro, se trataba de una amiga, me dice que no me desespere, que la vida es bonita aunque tenga sus momentos duros, y enseguida empieza a darme detalles de la suya, algo que se prolonga durante diez minutos, pasados los cuales, digo que ya es suficiente, la llamo zorra sin venir a cuento y cuelgo. Ya casi completada la vuelta a Madrid, veo unos paneles enormes del zoo con muchos animales africanos, digamos un león, un elefante y una jirafa, y por un momento recuerdo una película que tuvo mucho éxito en los setentas “Nacida libre” o algo así. Intento recordar la canción pero como no la recuerdo vuelvo al MP-3. Las rancheras siguen ahí.
A falta de pocos kilómetros para estar de nuevo en casa, vuelvo a sentir un hambre de zombi, pero sigo en mis trece y me prometo ayunar durante todo el día. Pienso en la obra de teatro que voy a ver por la tarde en Madrid. Se trata de un drama norteamericano, en el que como suele ser habitual, toda una familia, aprovechando unas circunstancias problemáticas, reflexiona sobre el sentido de la vida y las conflictivas relaciones padres/hijos, manantial inacabable de inspiración para los premios Nóbel y para algunos poetas y dramaturgos, que acabaron en asilos de mala muerte o quitándose de en medio de mala manera.
Me preparo para sobrevivir durante el tiempo que me queda para que empiece la función. Tengo hambre, me repito sin cesar, pero intento concentrarme con todas mis fuerzas en el alcalde de Cork, los prisioneros de los campos de concentración nazis y algunas zonas de Etiopía y el Sahel, y me siento aliviado casi de inmediato. Estoy salvado.