martes, 24 de diciembre de 2013

FINTAS


CHOLO tenía aquella noche una difícil papeleta. Él era un estilista (“fino estilista cántabro” decían los carteles publicitarios) y se enfrentaba al CHATO, nuevo valor regional que venía pegando fuerte, y que había ganado por k.o los pocos combates que había disputado como profesional. Confiaba en sí mismo, en su boxeo hecho de fintas y desplantes y en su velocidad de brazos, pero no las tenía todas consigo para evitar que le llegara uno de los directos de la nueva figura, al que ya se le conocía como “el huracán de Cantabria”, aunque una buena parte de los aficionados más estetas que consideraban al boxeo como una de las bellas artes le llamaran “el enano cabezón”, queriendo de esta manera poner en evidencia la precariedad de su estilo, carente de la menor técnica. Por otro lado, el CHOLO sabía que tenía que llegar a tiempo a casa para la cena de Nochebuena sino quería tener un conflicto familiar grave, pues para sus padres aquella noche era poco menos que sagrada. Es decir, aunque la velada empezaba a las seis de la tarde (el suyo era el tercer combate a cinco asaltos), dudaba poder estar en la estación antes de las nueve para coger el último tren, que en media hora le dejaría en su pueblo. Las circunstancias le obligaban por lo tanto a abreviar, bien fuera dejándose noquear a las primeras de cambio (a lo que no estaba dispuesto), o lanzarse a un ataque poco menos que suicida, dadas la circunstancias, para abatir de inmediato al mencionado enano. Urdió por lo tanto una trampa que esperaba que le diese resultado, que consistía, siendo zurdo, en adoptar desde el primer gong una guardia invertida, es decir, que el CHATO se sintiera confundido y girara a su alrededor en sentido inverso, tratando de evitar su zurda, cuando la que de verdad iba a intentar romperle la cara era la otra, su inesperada mano derecha. Y así fue, al poco de sonar la campana en el primer asalto y tras una breve fase de tanteo, el fino estilista cántabro asestó al huracán de Cantabria un directo debajo del arco superciliar derecho y un gancho al hígado que lo dejó viendo angelitos ante el pateo del respetable puesto en pie gritando tongo. Pero de tongo nada, y CHOLO pudo incluso tomarse un chato (mira por donde) de vino en la cantina de la estación (milagrosamente abierta a esas horas) poco antes de coger el tren. Se sentía feliz, pues la bolsa aquel día era bastante buena, posiblemente porque los organizadores de la velada, los hermanos Mallavia, habían querido ser generosos con los púgiles en aquel día tan señalado, y pensaba darle un buen pellizco a su madre nada más llegar a casa. La mujer andaba con frecuencia en apuros para sacar a la familia adelante, pues el patrón, es decir, su padre, no se andaba con muchas contemplaciones, y le daba lo justo para que no tuviera que recurrir a las asistencias locales para llegar a fin de mes. Eso es al menos lo que creía él, que tenía con su progenitor una relación manifiestamente mejorable, teniendo en cuenta que sus estudios universitarios dejaban mucho que desear. Al llegar a casa le abrió la puerta Josefa, la criada, una señora de la zona a la que no pagaban, pero que vivía con ellos a cambio de una habitación y comida, algo sorprendente, pues por más que le daba vueltas no le parecía compatible con la idea que tenía de la economía familiar. Pero así era. Al verle, la doméstica dio un grito que nos alertó a los demás, ya sentados a la mesa y famélicos a la espera de lo que se avecinaba, grosso modo, sopa de picadillo, besugo, pollo, gambas y turrón, una verdadera orgía culinaria regada con vino de Rioja y sidra achampanada a los postres. Al llegar al comedor, todos miramos de inmediato a mi hermano, y aunque a nosotros nos pareció un héroe superviviente del campo de batalla, mamá se echó de inmediato a llorar con la cabeza sobre la mesa (casi la mete en el plato), y papá se levantó furibundo y salió dando un portazo sin decir una palabra, o mejor dicho diciendo una que es mejor no reproducir aquí. El CHOLO presentaba en su ojo derecho las huellas evidentes de haber estado peleando, bien en el ring o en una pelea callejera, aunque era evidente que mis padres, sabedores de sus aficiones pugilísticas, enseguida se decantaron por la primera de ambas posibilidades, la más dura. Lo cierto era que poco antes de la combinación que dio con “el huracán” en la lona, este le había propinado un golpe de consideración, que él no consideró en su justa medida, pues el ROJO, su entrenador, la había restañado momentáneamente poco después, sin que él pudiera considerar sus efectos. Aprovechando la ausencia momentánea del jefe de la tribu, el boxeador entregó a mamá ante nuestra presencia un considerable fajo de billetes para la época, algo que sin embargo no sirvió de nada, pues no tuvo con nosotros el mínimo detalle, considerando que de alguna manera fuimos testigo de lo acaecido, y en cualquier caso le considerábamos como nuestro líder carismático, aquel que en un momento de apuro podía reivindicar el buen nombre de nuestra familia, aunque fuera a hostias. Poco después, sorprendentemente, papá reapareció en escena, vestido con un batín casero y unas zapatillas de boxeo (que sin duda había recuperado del armario de Cholo), y para nuestro asombro se puso a “hacer sombra” en una esquina del parquet, fingiendo participar en un combate contra un rival imaginario. Aquel hombre debía estar muy afectado por lo acaecido, y no se le ocurrió mejor manera de mitigar su pena que ponerse en el lugar de su hijo, boxeador a pesar suyo, cuando en su fuero interno habría deseado que fuera ingeniero. ¡Viva la Nochebuena! dijo ante nuestro estupor y el de CHOLO, que, levantándose de inmediato se acercó a don Luis dispuesto a cruzar guantes.     

COBIJOS


Papá tuvo un final feliz. Le habíamos internado en una especie de sanatorio/residencia ante su imposibilidad de vivir solo y la necesidad de ser atendido constantemente. No le pasaba nada, simplemente era muy mayor (casi llegaba a los cien años), y con frecuencia se sentía desorientado y era incapaz de valerse por sí mismo. Allí estaba bien. Pasaba buena parte del día acostado en una ensoñación que le mantenía distante de cuanto le rodeaba, aunque, por paradójico que pueda parecer, era consciente de casi todo, y durante las visitas, charlaba con nosotros de los asuntos que le interesaban, que en cualquier caso se ceñían a su particular manera de ver las cosas. Se sentía feliz y así nos lo hacía saber con frecuencia al preguntarle qué tal se encontraba. “Divinamente”, solía respondernos con una expresión muy suya durante toda la vida, un tanto sorprendido por la pregunta, como si en su mente no tuviera cabida otra posibilidad. Era feliz con una felicidad que para sí quisiera incluso un niño, dando la impresión de haberse despojado del lastre que a veces significa el mero hecho de estar vivo. Ni un gesto de abandono o amargura en su expresión, habitante al parecer de un paraíso en el que él creía, y en el que por arte de magia, ya parecía haber ingresado. El mundo exterior le parecía maravilloso, a pesar de arrastrar los pies por el suelo con cierta dificultad cuando le acompañábamos por el pasillo. Luego, en la habitación donde estaba alojado, mantenía con nosotros conversaciones muy simples, en las que mostraba su asombro por la fisonomía del sanatorio. La geometría se había convertido para él en el paradigma del bienestar y la felicidad. Aún recuerdo su regocijo al comprobar la mera existencia de la pared a un costado de su cama. La tocaba, casi la acariciaba, dándonos a entender la íntima satisfacción de sentirse protegido a su lado, como si en aquellos momentos el simple hecho de su existencia fuera suficiente para hacerle feliz. En algunas ocasiones, sobre la bandeja de la comida o de la mesa de la habitación, intentaba hacernos ver el orgullo que sentía por su capacidad de alinear sobre ellas los vasos y los cubiertos, como si hubiera entrado en una suerte de delirio geométrico, que si a nosotros nos parecía trivial, para él debía representar la manifestación evidente de la dicha de estar allí. Ni un gesto de amargura o decepción en su cara: un ángel centenario, ignorante de la frecuencia de la maldad en este mundo. Murió una tarde de primavera de un ictus cerebral fulminante, las monjas nos dijeron que no sufrió en absoluto. De esta manera se fue a un lugar, en el que yo dudo que pueda ser más feliz que en sus últimos días. La tierra de la sierra de Madrid le cobija desde entonces. Navega en paz por tus cielos, querido padre. Aquí estamos nosotros, tus hijos. Te recordamos con cariño y te llevamos en el hondón, como tú decías.

domingo, 22 de diciembre de 2013

RESURRECCIONES


He resucitado. Con otro aspecto, como es natural: no hay que alarmar a los presentes. Hacerlo de otra manera hubiera sido una locura que hubiese hecho que pudiera intervenir hasta el Papa. Cabría la posibilidad, mira por donde, que fuera un nuevo Jesucristo, y no está la institución para nuevas bicefalias. Y conste, por otro lado, que a mí no me importaría hacerlo como un avatar de Mahoma, Lao-Tsé o el mismísimo Tuthankamon, a ver si nos aclaramos. Pero siendo de Móstoles (es de lo único que me acuerdo), la cosa hubiera resultado menos natural, aunque pensándolo bien, sí más divertida. Resucité, pues, como ya he dicho, con toda la tranquilidad del mundo, y que conste que yo no intervine en absoluto. De repente me encontré en el cruce de Alcalá con Goya, dudando si entrar en El Corte Inglés o La Casa del Libro, que debe haber abierto una sucursal por la zona que yo no conocía. Lo más sorprendente de mi reaparición, que a mi mismo me ha dejado sorprendido, es que sucedió de forma instantánea e impensada, como si se tratara de un feto, supongo, que de pronto se siente feliz nadando en la placenta, y poco después contempla el mundo exterior con una perplejidad de la que le costará años recuperarse. Finalmente entré en Espasa Calpe, y me puse de inmediato y de una forma automática a buscar libros en la sección de espiritualidad. Me atraían de forma irresistible la teosofía, madame Blavatsky, la magia, el espiritismo y las ciencias ocultas, que, pensándolo bien en mis circunstancias no tenía nada de sorprendente. No encontré, sin embargo nada interesante, pero debo confesar que me sentía atraído y hasta asombrado por el colorido de cuanto me rodeaba, acostumbrado como estaba en esos momentos a los tonos grises e incluso cenicientos. Salí pues del establecimiento con las manos vacías y me dirigí de inmediato a un quiosco próximo, donde me compré un periódico que al parecer se llamaba “El país”. Al intentar leerlo me llevé, sin embargo, una gran sorpresa, pues no entendía nada, como si estuviera escrito en un idioma extranjero, lo que me hizo pensar que en la otra vida, antes del óbito y la resurrección yo debía ser un verdadero analfabeto: sabía hablar, pero era incapaz de leer en absoluto. Es algo que de todas maneras me extraña, pues en tal caso no llego a comprender como puedo escribir esto. Misterios del inframundo, me digo. No quise darle más vueltas y enseguida tiré el periódico a una papelera. Poco después me metí en el Corte Inglés, del que guardaba un vago recuerdo, y debo confesar que enseguida sentí una sensación desagradable, con toda la gente escaleras arriba, escaleras abajo, buscando majaderías para lo que finalmente resulta ser la vida. Salí pronto empujado además por unos olores espantosos provenientes de la primera planta donde se venden al parecer unos perfumes carísimos que tanto las amas de casa como las mujeres de bandera consideran maravillosos. Ya afuera, tuve claro que a mí, aquello no me gustaba. Ni Espasa Calpe, ni el Corte Inglés, ni la gente deambulando por la calle, como si estuvieran en un laberinto y fueran incapaces de encontrar la salida. A lo mejor se trataba de eso: se sentían perdidos. Tuve claro que me quería ir, que quería salir de inmediato de aquella vorágine agobiante, que aún vino a hacer más insoportable la escultura de una cabeza de Goya en una esquina de Alcalá que hacía evidente, como él mismo dijo ( y dibujó), que “el sueño de la razón produce monstruos”.

 Pero incluso ahora no sé que hacer, porque después de todo no sé de donde provengo. Miro al cielo y no me recuerda a ningún lugar conocido, y además no vuelo. Las alcantarillas en el suelo tampoco me tientan, y no es cuestión de dejarse devorar por las ratas, que a buen seguro, no tendrían inconveniente en hacerme desaparecer antes de que llegaran los poceros. Por otro lado, el Metro me angustia. Siempre he sido un tanto claustrofóbico, y no me gustaría tener una crisis de pánico allá adentro. Bien es cierto que, puestos a hacer especulaciones, podría lanzarme a la vía justo antes de la llegada del convoy para salir mañana en los periódicos. Pero, a decir verdad, no me interesa porque además yo no me enteraría, y en caso de sobrevivir, como ya ha quedado claro, sería incapaz de encontrar la noticia en los periódicos. Me queda el tráfico rodado en superficie, los coches de tamaño standard, o esos monstruos azules que circulan pegados a la acera cargados de viajeros que creen saber a donde se dirigen ¡qué ingenuos! pero estaría en el mismo caso. No sé que hacer, pero tengo que regresar. No aguanto más este mundo, eso sí, luminoso, pero no hecho para mí, acostumbrado en los últimos tiempos a los grises y las tonalidades ocres. Además, quien sabe si tiempo adelante resucito de nuevo, y me acerco con otro espíritu a los transeúntes, esa gente tan simpática y despistada que transita por la calzada. A lo mejor nos acabamos haciendo amigos. Mientras tanto, ciao.

sábado, 21 de diciembre de 2013

FELICIDADES


Soy feliz. Incluso muy feliz, extraordinariamente feliz. No recuerdo, sin embargo, ningún acontecimiento especial en los últimos tiempos ni estar profundamente enamorado. Simplemente soy feliz con una felicidad espontánea, como un géiser  que después de los primeros borbotones lanza hacia arriba una maravillosa columna de agua y gas que hace que quienes la vean se sientan alborozados. Algo de este estilo me sucede. Claro que cabe la posibilidad que sea un maníaco depresivo, un bipolar como de manera pedante se dice ahora, y me halle en la fase eufórica de la misma, pero no creo. No recuerdo estar tomando ningún tipo de pastillas ni llevo una camisa de fuerza. Y si fuera así, por favor, que no me quiten este trastorno maravilloso, aunque después tenga que bajar a los infiernos. Paseo por el Retiro con el firme convencimiento de hallarme en el paraíso terrenal, algo que sin duda le parecerá muy bien al ayuntamiento de la ciudad, a la monarquía que lo inauguró, y a los madrileños que ya pasean entre sus árboles y en las proximidades del lago de buena mañana. Aún no son las doce. Siento un deseo irrefrenable de coger una barca y navegar por la magra extensión del que en esos momentos me parece sin embargo un océano Atlántico colmado de marsopas, que no se me escapan que son las otras embarcaciones, que quede claro. Remo suavemente y en las proximidades del centro exacto del lago miro al cielo y doy gracias al sol por estar aquí y tenerle a él por testigo, aunque tengo que refrenar mi impulso de mirarle directamente, que es lo que me apetecería, para no quedarme ciego. En este punto que ocupo, el centro como ya dije, deben ocurrir fenómenos que a los humanos nos escapan, absurdamente entretenidos en otros menesteres triviales y ajenos a la trascendencia de la geometría. Quien sabe si incluso, en momentos que ignoramos, este lugar se convierte en el ojo de un huracán que nos pasa desapercibido por levantarse ya casi de madrugada. O quizás, y con mas propiedad, es el lugar preciso en que se hunde en momentos que no pueden ser precisados, un maëlstrom que se adentra tierra adentro hasta el núcleo incandescente del planeta. O más aún, el vórtice de un agujero negro que nos pondría en contacto con galaxias de otro universo donde los hombres siempre son felices. Con una felicidad, como la mía, que nada tiene que ver con el mal funcionamiento de las sinapsis cerebrales o la ausencia de serotonina en los neuroreceptores de las mismas. Poco importan, después de todo, estas suposiciones. En el centro geométrico del lago del Buen Retiro de Madrid, me siento por momentos como un almirante Nelson triunfante en Trafalgar a pesar de las balas traicioneras, y siento el mar hirviendo bajo la modesta quilla de mi bote, mientras levanto un remo en señal de victoria. No me importa que las otras embarcaciones no quieran participar de esta orgía de dicha que me invade, y se alejen de la mía presurosamente, sin duda atemorizados por la potencia de fuego de la escuadra británica. Ni me importa que poco después, cuando ya desnudo del todo enarbolo mi camisa y mis pantalones en la punta del remo, a modo de la Unión Jack tremolando en aguas de Cádiz, ver acercarse todo avante a una motora con la enseña de la Cruz Roja. No saben lo que hacen. Allá ellos. Yo me siento feliz y navego.

martes, 17 de diciembre de 2013

ABUELAS


La abuelita es un caso, y últimamente incluso se está volviendo desagradable conmigo. Ayer, sin ir más lejos, me ha dicho que me ve muy raro, pues no es normal que a un chico de mi edad se le esté haciendo tan evidente el esqueleto. Para seguirle la broma le dije que ese, en todo caso, sería su problema, pues ya se sabe que con los años los huesos pugnan por salir al exterior, algo para nada extraño cuando se está tan flaca como ella y ya se espera la caja de pino. Me contestó  que de eso estaba convencida, pero que en ella no era nada raro dada su edad y el haber tenido toda su vida de una osamenta más que notable, pero que sí lo era en mi caso. De hecho, a pesar de que yo intenté zafarme, se me acercó y empezó a toquetearme por todos lados, diciendo con entusiasmo “lo ves, lo ves”, al tiempo que quería demostrar a los demás la evidencia de mi extraña fisonomía. Pues no dice que me encuentre flaco, sino, para ser sincero, todo lo contrario, incluso obeso, pero que en la cara y las articulaciones mis huesos parecen haberse rebelado y tratan de salir a la superficie, dando de mí una imagen de fenómeno de feria. El resto de mis hermanos se ha mantenido en silencio, algo que también han hecho mis padres un tanto compungidos, aunque mamá finalmente ha tratado de sonreír con una mueca un tanto histérica, y me ha tocado la cara señalando mis pómulos al tiempo que exclamaba “Josema siempre ha sido así, un poco chinito”, y se ha callado. Pero la abuela es testaruda, y ha seguido insistiendo durante todo el segundo plato, diciendo que debían llevarme al médico, pues más que especial, me encuentra un caso extraño, de los que no ha visto ni uno solo en sus noventa años de vida. Llegados a este punto y ante el silencio de los demás, me he levantado y he ido a mirarme al espejo del cuarto de baño y después al de cuerpo entero del vestidor de mamá, donde la verdad me he encontrado tan grotesco como siempre pero no diferente, por lo que he vuelto a la mesa más tranquilo, habiendo tomado la decisión de hacer una pequeña dieta, consistente esencialmente en no comer magdalenas ni bollería, algo que desgraciadamente me entusiasma. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, Elisa, que así se llamaba la madre de mi madre, me ha reconvenido, diciéndome que no se trataba de dietas ni de otras zarandajas por el estilo, sino de llevar una vida más sana, hacer algo de ejercicio y prescindir definitivamente de los tendencias propias de mi edad que, según ella yo llevaba a unos extremos incompatibles con la salud y la cordura de un adolescente. Mis padres me han mirado al mismo tiempo, supongo que sospechando que la abuela tenía algo más que simples referencias de mis vicios ocultos, pero yo les he sostenido la mirada no dándome por aludido. Mis hermanos han comenzado a reírse por lo bajo hasta que finalmente han estallado en una carcajada colectiva, a la que se ha sumado la abuela con una energía impropio de su edad, al tiempo que se reafirmaba en sus consideraciones anteriores. Finalmente ha sido papá el que ha salido en mi defensa, y se ha dirigido a la anciana de forma desabrida recriminándole su actitud y afirmando que ya estaba bien, que Josema siempre había sido un joven virtuoso, y que nada de lo que estaba diciendo era cierto. “Bastante tiene ya el chico con suponer que a no tardar mucho se va a quedar ciego”, dijo poco antes de levantarse sin probar el postre.

sábado, 14 de diciembre de 2013

HURACANES


Abro los ojos y un huracán penetra por mis pupilas, suponiendo que el viento sea algo más que la vibración desmedida de unas moléculas de aire. Penetra al mismo tiempo, ayudada esta vez por las trompas de Eustaquio, la quinta sinfonía de Beethoven que, a pesar de todo, yo percibo en un tono moderado incluso en sus crescendos más impetuosos.

 

Es esta al parecer una facultad novedosa que se ha originado en mis órganos perceptivos por mis amaneceres fuera de lugar, cuando a través de la ventana ya puedo percibir las primeras luces del alba. Soy pues feliz así con una felicidad que nada tiene que ver con la alegría strictu senso, sino con la íntima satisfacción de verificar que aún estoy vivo.

 

No debo pues pretender otra cosa. Tratar en todo caso de no retener el aliento, y ver que milagrosamente él solo es capaz de de generarse sin que mi voluntad intervenga para nada. Y en los momentos en que me asalta la duda, concentrarme en ese flujo que siéndome ajeno me posee, y sin el cual yo no sería absolutamente nada. O, como mucho, una piedra.

 

Recordar de esta manera que la vida consiste en una sucesión de acaeceres para los que uno debe de estar someramente preparado. No dudar, cuando flaquee el ánimo que, después de todo, el asunto consiste, grosso modo, en poner un pié después del otro y desplazarse. O viceversa. La sencillez de lo verdaderamente importante. La ausencia momentánea de la silla de ruedas.

 

Eso es todo, me digo, cuando finalmente me obligo a cerrar los ojos y el mundo se convierte en un cuarto oscuro, donde alguien que me resulta ajeno se empeña en encender la luz. Llega entonces el momento preciso en que el huracán se desvanece y aparece la brisa. Y Beethoven es un modesto músico callejero que uno contempla, ajeno a sus sinfonías, con el embeleso con el que se escucha un solo de flauta surgido la nada.

 

En resumidas cuentas.

 

Aproximadamente

domingo, 8 de diciembre de 2013

PREFERENCIAS


A estas alturas de la vida ya no tengo ninguna duda de que yo era el preferido de mamá. Para llegar a tal conclusión me he basado en determinadas situaciones que observadas desde la distancia me lo han hecho ver con total claridad. Éramos ocho hermanos distribuidos, si se puede decir así, en dos tandas. La primera de cuatro chicas a las que los pequeños pronto perdimos de vista porque la menor tenía diez años más que el mayor de la nuestra, formada por cuatro varones del los que yo era el tercero. Comprendo que decir solo eso no aclara nada, por lo que a continuación trataré de explicarlo de la mejor manera de la que sea capaz. No hablaré de mis hermanas que pronto desaparecieron en Madrid, donde todas hicieron la carrera de Filosofía y Letras, y además porque tal cosa no añadiría nada a lo que aquí pretendo, pues, si debo ser sincero, siempre las consideré como a una especie de tías lejanas que nos visitaban en vacaciones. El grupo de los pequeños, cuatro, como ya dije, separados casi milimétricamente entre sí por dos años, estaba formado por Alberto, el mayor, un chico tremendamente serio al que resultaba difícil sacarle una palabra, Luis, un tipo divertido que se dedicaba a tomarnos el pelo a los dos pequeños: Jules, el benjamín, entonces con una mata de pelo que añoró toda su vida, y un tanto llorón, y yo mismo. Pero la clave, en mi opinión, no estaba en nuestras características, sino en las de mamá, una señora a la que yo quería mucho, pero que en algunas ocasiones me parecía mi abuela, porque según más tarde me enteré, yo nací cuando la pobre ya rondaba los cincuenta (su edad exacta cuando nació Julito, que debe dar gracias al cielo de estar entre nosotros y en plena forma). El asunto es que mamá adoraba a los bichos, a todo tipo de bichos, quiero decir, y aunque con nosotros se dedicó a cultivar a los habituales, no le hacía ascos a un sapo y ni siquiera a un escarabajo. Y hasta me atrevería a decir que sentía cierta compasión por los ratones y las cucarachas cuando teníamos que echar DDT a mansalva cerca de la fresquera para que no nos dejaran sin víveres. Vivíamos en un chalet con una especie de huerto en la esquina de un jardín enorme, en donde existía una extraña construcción a la que con cierta imaginación podría llamarse gallinero. Y era a este lugar donde mamá traía una serie de animales por turno rotatorio, a partir del uno de Enero: conejos, gallinas y un pavo ya cerca de las Navidades. El perro (Chili) y una gata (la Negri) formaban parte de la familia, por lo que a los efectos que aquí se consideran, no los tengo en consideración. La verdad es que de los cuatro hermanos yo era el único que acompañaba a mamá en su amor desmedido por los bichos, porque mis tres hermanos verdaderamente más que disfrutar con ellos, los padecían, aunque no decían nada a mamá para no disgustarla. Luis, según me contó ya muy mayor descubrió allí que era alérgico a las plumas, algo que le producía una especie de horror metafísico, como si aquellos bichos fueran el testimonio vivo de la existencia del mal en la Tierra, lo que justifica que siempre cerca de la Navidad le salieran unas ronchas tremendas en la piel de los brazos, que mi madre con una ingenuidad que hoy pongo en duda, achacaba a los fríos de aquellas fechas. Julito, ciertamente, los apreciaba y con frecuencia jugaba con ellos en la medida que unos animales con una masa gris tan reducida son capaces de entender lo que significa tal hecho. Con los conejos tenía una facultad extraordinaria que yo acabé aprendiendo y practicando con él. Los cogía de uno en uno y mediante determinadas manipulaciones en el lomo, lograba que se quedaran quietos, como hipnotizados y adquiriendo sus cuerpos la forma de un plátano (a contrapelo de su propia columna vertebral). En cierta ocasión llegamos a colocar así a los diez que teníamos, tras lo cual avisamos a mamá de que se habían muerto, algo que la pobre pudo comprobar al gallinero, hasta que viendo su disgusto, nosotros mismos rompimos el hechizo, del que los conejos se incorporaron mediante un salto colectivo que hizo que la pobre se llevara un susto morrocotudo. Por otro lado, y por razones que nos resultaban a todos incomprensibles, normalmente el gallo solía tomarla con Julio y en algunos momentos le perseguía a picotazos por todo el jardín, lo que sin duda colaboró a que tiempo después mi hermano fuera elegido como velocista en el equipo de atletismo del instituto. Alberto era otra cosa, y los demás manteníamos con él una relación un tanto distante, no porque no quisiéramos tenerla, sino porque de alguna manera le temíamos. Era inofensivo y no solía participar en nuestras actividades. Estaba en un mundo propio del que apenas salía, aunque en algunas ocasiones se permitía ciertos desahogos con los animales, algo que pudimos comprobar en un par de ocasiones cuando varios pollitos de pocos días aparecieron muertos en los ponederos del gallinero, y poco después, una coneja perfectamente decapitada. Papá y mamá le trataban desde luego de una forma especial, pero nosotros no nos dimos cuenta de la gravedad del problema hasta que tiempo después apareció tirado en la cuneta de una carretera próxima diciendo que era Napoleón. Ya en el psiquiátrico el pobre hombre cambió de personalidad convirtiéndose en Jesucristo, y perdonando urbi et orbe los pecados del mundo. Por mi parte debo decir que me sentía afortunado teniendo a aquellos bichos con los que me entretenía bastante, sobre todo cuando sacaba a Chili y la Negri que se divertían de lo lindo persiguiéndolos, aunque yo no les dejaba pasar a mayores. Sólo una vez tuve un sobresalto, y fue cuando ante la súbita ausencia de toda una camada de conejos le pregunté a mamá donde estaban, a lo que la mujer, adicta como era a la verdad, me confesó que en buena medida, me la estaba comiendo en esos precisos momentos. Pasé un mal rato y luego tuve dolor de barriga y retortijones, pero enseguida pude comprender que sin tal fin, la presencia de esos animalitos en nuestro planeta no tendría demasiado sentido: siempre he sido un hombre práctico. Del pavo, mejor ni hablar.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

FACILIDADES


-Escribo sin parar, y eso me preocupa porque dificulta mis relaciones con los demás y supone un incordio notable en mi vida diaria. Ya sé que la solución sería dejar de hacerlo, pero no puedo. Tal cosa se ha impuesto a mi voluntad de una manera compulsiva, de tal manera que en las raras ocasiones en que tengo ganas de hablar, algo de orden superior se me impone y hace que de inmediato busca la pluma (todavía existen) en el bolsillo o donde la tenga más a mano. Para tranquilizarme me digo que posiblemente se deba a mi afán de expresarme con total propiedad, algo que el hecho de ponerlo por escrito me facilita. Mi escritura, eso sí, es fluida, y aunque hay quien dice que tiene ciertas características que la asimilan a la de los médicos, en líneas generales es fácilmente comprensible, lo que mis interlocutores me agradecen al tiempo que se muestran sorprendidos por la increíble rapidez con la que lo hago. La práctica ha hecho que después de unos comienzos renqueantes, en la actualidad me maneje con todo tipo de grafismos a una velocidad sorprendente. Como dato significativo, tengo que decir que si en un principio se daba en ella cierto atropellamiento que hacía que las letras se amontonaran sin orden ni concierto, ahora soy capaz de escribir los caracteres con el espacio suficiente para que alguien no advertido dude de mi capacidad para expresarme correctamente por desconocer las palabras, o que un niño pueda introducir entre ellas algún dibujo divertido. Seguiremos informando.

 

-No pienso. Repito: no pienso nada en absoluto. Claro está que con tal afirmación me refiero a los instantes en los que por necesidades propias de mi carácter que no vienen ahora al caso, decido que tal cosa es lo que en esos momentos me resulta más conveniente. Situaciones que según pasa el tiempo y mi cabeza se despuebla de pilosidades otrora importantes, son cada vez más frecuentes. En algunas ocasiones porque se trata de temas que en esos momentos no me interesan, y en otras como un método suficientemente eficaz para zafarme de relaciones desequilibrantes. No descarto sin embargo algunos momentos en que los empleo mi facilidad para desconectar de una forma absolutamente aleatoria, sin venir a cuento, como un antojo que suele dejar atónito a mi interlocutor, pero que me demuestra la volubilidad del propio carácter dejado a su libre albedrío. Ayer, sin ir más lejos, dejé plantado Dionisio vecino del segundo piso y buen amigo mío, que se disponía a darme unas nociones de física cuántica, algo que me interesa sobremanera desde que me enteré que en ella las partículas se comportan como les viene en gana. Fue al incidir en esto cuando le dejé con la palabra en la boca, pues me sentí totalmente autorizado para actuar a mi antojo.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

SOSPECHAS DOS


La verdad es que empiezo a estar bastante harto de que, de un tiempo a esta parte, no haga sino escribir majaderías en este diario. Quizás no soy justo conmigo mismo, pero lo siento así. Esta mañana, sin ir más lejos, tuve otro sobresalto, esta vez en el supermercado, lo que me ha hecho volver a plantearme si me ocurre algo raro. María Luisa no estaba hoy de humor, y me ha enviado a mí a la compra, algo, por otra parte bastante habitual (somos una pareja que siempre hemos procurado compartir todo al cincuenta por ciento). El hecho es que tenía que comprar huevos y para verificar su tamaño (no me fío de las etiquetas), he abierto la caja y he tenido una sensación muy desagradable: los huevos eran perfectamente esféricos. No tenían forma ovoidal como era de esperar, por lo que, ante la mirada sorprendida de uno de los empleados, he abierto buena parte del resto de paquetes para verificar la anomalía, y para mi sorpresa he comprobado que, efectivamente, todos eran redondos. El chico se ha ofrecido a ayudarme, pero le he dicho que no era necesario. No sé como podría encajar una respuesta que desmintiera mi percepción, por lo que me he alejado con disimulo tratando de transmitir una impresión de normalidad, como si actuar de tal guisa solo hubiera sido debida a una chochera de viejo. He terminado la compra y poco antes de salir me he dirigido otra vez al estante de los huevos, pero al ver de nuevo allí al empleado testigo de mi desatino, me ha frenado en seco y me he dirigido de inmediato a las cajas. Algo me dice que los huevos deben ser perfectamente ovoidales, valga la redundancia, pero mi percepción no me engaña, por lo que está claro que algo debe de estar cambiando en mi interior que hace que perciba el mundo de forma modificada. De momento, solo se trata de mi tendencia a conferir formas curvas a cuanto me rodea, y más que curvas, circulares. Tengo otros detalles que ahora no me interesa poner por escrito, pero valga lo que me sucedió el otro día con los ojos de María Luisa. Volví a casa reflexionando sobre lo que me estaba pasando, sin darme cuenta que con mis cavilaciones había olvidado de comprar los susodichos huevos, algo que a mi mujer no le iba a ser fácil perdonarme, teniendo en cuenta que pensaba hacerse una tortilla. Por otro lado, se me ha ocurrido pensar que quizás de un tiempo a esta parte a las gallinas les ha dado por modificar la estructura de los elementos que darán lugar a su progenie, quizás como una manera de reivindicar la vida en el corral y el libre picoteo de semillas en el campo. Si fuera así, que sepan que yo estoy de su parte. Odio esas jaulas espantosas donde las tienen enclaustradas mientras les encienden y apagan las luces simulando noches y  amaneceres falsos para que pongan a destajo. Sin embargo, no debo desalentarme, quizás todo esto no tiene mayor importancia, y mi alteración perceptiva es algo transitorio, un momento del que saldré fortalecido y quizás capaz de transmitir al mundo un nuevo paradigma, el advenimiento de una era en la que el universo adquiera definitivamente las características de la trigonometría esférica y olvide para siempre a Thales de Mileto.  

SOSPECHAS


-Ayer por la noche poco antes de acostarme tuve una experiencia horrible. Sentí con toda claridad que de un momento a otro iba a ocurrir algo espantoso. A ocurrirme a mí, quiero decir. En el exterior nada daba la impresión de algo parecido pudiera suceder, todo parecía en calma. Pero eso mismo me empezó a resultar sospechoso, como si una cantidad de energía enorme se estuviera concentrando en algún lugar a mi alrededor y fuera a explotar de un momento a otro. Incluso llegué a ver mi sangre y mis vísceras estampadas contra la pared, lo que hizo que me quedara contemplándolas atónito un buen rato. Luego afortunadamente me quedé dormido, y la verdad es que esta mañana me he despertado con una magnífica sensación de plenitud y he salido de inmediato a hacer jogging después de tomarme un café bien cargado.

 

-Hace unos meses que cuando salgo a pasear por la tarde me cruzo con una pareja. Ambos terriblemente gordos, pero eso no parece en absoluto mermarles facultades, pues se les ve caminar con mucha energía y decisión al tiempo que hablan y se ríen estrepitosamente, prueba evidente de que se sienten cómodos y para nada faltos de aliento (lo que dado su volumen sería lo más lógico). Ayer, sin embargo, me di cuenta de que los dos son hombres, pues afinando el oído, el que parecía más femenino tiene una voz grave que casi asusta y un conato de barba que de ninguna manera podría tener una mujer con falta de estrógenos. Independientemente de eso, la señora, puesto que ya la puedo llamar así, se parece enormemente a Jorge Luis Borges, lo que podría haberme inducido a un error del que incomprensiblemente me avergüenzo.

 

-Ayer durante la comida tuve la desagradable sensación de que María Luisa no era la misma. O para ser más preciso, que no era exactamente la misma. Cuando agachaba la cabeza o miraba de lado me fijé en su rostro y la cosa se me hizo evidente. No obstante, era al mirarme de frente durante la conversación, cuando tal hecho me parecía más claro. Se trataba sobre todo de sus ojos, y como es natural, de su mirada. Eran los de siempre, qué duda cabe, pero se había operado en ellos una transformación minúscula pero significativa. No era su color, ese tono castaño virando a miel que siempre me ha gustado tanto, sino, por raro que pueda parecer, su volumen. Los tenía más grandes de lo habitual, y en algunas ocasiones parecían querer salírsele de las órbitas. Hoy, sin embargo, no puedo añadir nada a lo dicho, pues desde ayer por la tarde lleva gafas oscuras, de las que solo prescindió cuando se metió en la cama y apagó la luz de inmediato. Esta mañana incluso se las puso para ir al baño. Debe por lo tanto ser cierto, y ella ha percibido que me he dado cuenta. ¡Dios mío!: estoy preparado para cualquier cosa, pero no para convivir con un batracio.

jueves, 29 de agosto de 2013

CUBERTERÍAS


Al final del verano quedamos para comer en un restaurante nuevo que, al parecer, tenía un menú barato y bastante aceptable. Los tres nos solíamos reunir con cierta regularidad para ponernos al corriente de la vida de cada uno de nosotros, aunque luego resultara que por nuestra personalidad y gustos personales, acabáramos hablando de asuntos que no tenían demasiado que ver con ellas. Esto era así porque cada cual, después de unos prolegómenos bastante previsibles, nos atrincherábamos en los temas a los que dábamos preferencia en nuestras aficiones. Julius, después de hacer una mención somera de sus hijos, de quienes se sentía profundamente orgulloso, solía decantarse por la informática y en general por cualquier cosa en la que el electromagnetismo estuviera de por medio: ipods, ipads, tabletas, e-books y la inmensa gama de teléfonos móviles, de los que hacía colección al poco de salir al mercado. Eso, después de todo era, decía él, algo de lo que la gente joven ya no puede prescindir, y en ese sentido él mismo era un hombre maduro veteado de una adolescencia que se resistía a abandonar. No era ese tema, no obstante, lo que más tiempo le ocupaba, pues era un aficionado impenitente a la gastronomía y todo lo que la rodea, que en su opinión tenía un valor semejante. En concreto, de las cuberterías, las vajillas y todos los aditamentos que hacen que una mesa para comer, en su opinión, puediera ser considerada como tal. De hecho, profundizando un poco en sus aficiones, pronto nos dimos cuenta que más que un gourmet como Dios manda, pendiente del sabor y la textura del condumio, era un amante de las formas, por lo que al poco de sentarse, ya peroraba de la excelencia o deficiencias del servicio de mesa, de la que en más de una vez se levantó por no estar de acuerdo con la calidad de los manteles o el diseño de las cucharas, por poner un ejemplo. Zeluí, sin embargo, una vez que se sentaba a la mesa, prescindía de lo que él llamaba “ esas frivolidades”, cuando entre ellos surgía algún desacuerdo, y enfocaba su discurso hacia el cuidado de la prole (en esos momentos constituida por sus nietos y biznietos), las matemáticas, y el fútbol, conceptos que solía unir en algún momento de la conversación mediante algoritmos simples, que ponían en relación la edad de los niños, la geometría euclidiana, y la posibilidad de gol por desmarque cerca del área contraria. Yo, por mi parte, intentaba hacer derivar nuestro encuentro hacia consideraciones de orden filosófico que, a decir verdad, a ellos les sacaba de sus casillas, pues no estaban dispuestos a mezclar los salmonetes, las chuletas o el vino tinto con la dialéctica aristotélica ni los conceptos a priori y a posteriori de Inmanuel Kant. Cuando percibía su malestar, hacía derivar mi conversación hacia el tenis, algo del que ellos, sin embargo, tenían una información solo superficial. Julius porque consideraba que estéticamente era un espectáculo un tanto zafio con demasiadas carencias (abogaba por canchas más barrocas y por una indumentaria de los jugadores que pudiese aceptar los  motivos florales). Y Zeluí, por su parte, consideraba que la biomecánica del golpeo no se atenía a la geometría simple de Thales de Mileto, pues en él intervenía sobremanera la resistencia al movimiento por la fricción entre la bola y las cuerdas de la raqueta, algo que el sabio griego no llegó a considerar, y que hacía de las trayectorias algo “no bello”, cosa a su parecer inaceptable. Como podrá fácilmente comprenderse, con mucha frecuencia nuestros encuentros solían terminar como el rosario de la aurora, y cada cual acababa desentendiéndose de lo que decían los otros, y levantando la voz, valorábamos nuestros puntos de vista en los temas en los que nos sentíamos implicados, con lo que, a los postres, nuestra mesa era lo más parecido a un patio de colegio a la hora del recreo. Aún así, insistíamos en nuestras comidas fraternales, posiblemente llevados por un prurito esteticista, en el que cada uno trataba de afianzar la validez de su concepción del mundo. Julius sin informática y Zeluí sin fútbol, es posible que hiciera tiempo que hubiesen puesto punto final a sus existencias, por métodos que sin duda harían recordar en su ejecución a sus querencias favoritas. Yo, por mi parte, debo ser sincero y afirmar que hubiera obrado de la misma manera, pues sin “el imperativo categórico” o el revés liftado a una mano, el universo no tendría sentido. Nuestra comida, dados los antecedentes, prometía ser un encuentro más, en el que cada cual acabaría divagando sobre sus temas preferidos, algo que, por otro lado, los tres sabíamos de antemano, puesto que, cada cual, ya antes de sentarse, tenía sus estrategias bien definidas. Finalmente, lo que debía quedar claro era quien debía pagar por aquel absurdo, considerando que si bien nuestras aficiones y puntos de vista eran gratis, el menú, aunque barato, no lo era. Hay que considerar, además, que, para finalizar, solíamos regar lo ingerido con licores varios para nada gratuitos, y que con frecuencia el resto de clientes se acercaba y se unía a nosotros, exponiendo sus opiniones al respecto, y participando de unas copas, que se añadirían a la nota. La reunión, que solía comenzar en un tono discreto en el que apenas hacíamos notar nuestra presencia, acababa en una auténtica algarada, que en alguna ocasión ocasionó el cierre del establecimiento por escándalo público, pues no sería la primera vez en que las sillas volaran por lo aires y algún vecino acabara avisando a la policía.

martes, 27 de agosto de 2013

MAZORCAS


Me adentré en aquel maizal de la misma manera que podía haberlo hecho en un campo de trigo o en el mar, si ello hubiera sido posible. Supongo que obedecí a una voz interior que me impulsaba a ocultarme en algún lugar que me protegiese de un mundo que me resultaba hostil. Allí pronto sentí el alivio de no sentirme observada, y tuve el pleno convencimiento que me hallaba en un territorio propio, exclusivamente mío. Era como regresar a casa después de una larga caminata y sentir de inmediato la tranquilidad de lo familiar. Cuando me asaltaron estas ideas, no quise considerarlas racionalmente, sino solo disfrutar de las sensaciones que me proporcionaba el ambiente a mi alrededor y anduve un buen trecho sin ninguna dirección, ni siquiera guiándome por el sol que podía percibir sobre mi cabeza por encima de las plantas de maíz y sus mazorcas, que se me antojaban lámparas encendidas dándome la bienvenida. Me gustaba sentirme perdida y hasta desorientada, como si la falta de referencias no fuera  nada preocupante, sino una cualidad que desde ese momento debería incorporar a mi vida ordinaria: gozar del instante como si se tratara de un mundo nuevo, y yo estuviera estrenando una tierra recién aparecida poco después de su creación. Un edén a mi medida. Debo confesar, sin embargo, que después de vueltas y revueltas por aquel mar de maíz, comencé a sentirme agitada, posiblemente porque el calor del mediodía empezó a apretar, y mi marcha acelerada hizo que empezase a sudar profusamente. De repente sentí que me faltaba el aire y me alarmé mucho, a pesar de intentar ser razonable y suponer que solo era debido al ejercicio que acababa de realizar. Me senté en un claro e intenté respirar con calma, siguiendo un método que había aprendido tiempo atrás cuando practicaba pranayama con asiduidad. Recordé entonces a la gente tan extraña que me acompañaba en aquellas clases de yoga y zen en un gimnasio cerca de casa. Personas especiales, pero con la mirada un tanto perdida y el gesto beatífico de quienes verdaderamente  no saben lo que se traen entre manos. Posiblemente debido a estas ensoñaciones me tranquilicé, y me dispuse a salir del campo de maíz y volver a la monotonía de aquellos días de verano, en los que las comidas en familia y las visitas a la playa tenían más de rutina que de otra cosa. Sin embargo, cuando menos me lo esperaba, surgiendo del interior de la plantación, pasaron a mi lado una serie de individuos en tropel que no me hicieron ningún caso, y que por lo tanto debían considerar normal o no significativo encontrar a alguien perdido en aquel lugar. Me sentí aterrorizada, pero pronto me tranquilicé pues era evidente que no tenían ningún interés en mi persona. Eran unos personajes muy extraños, y lo más llamativo era sus bigotes y pelo color panocha, como si de alguna manera estuvieran mimetizados con aquellas plantas, que empezaban a agostarse. Como siempre he sido muy fantasiosa, pensé que quizás encarnaban a los espíritus de aquellos campos, seres míticos de los que hasta entonces no había oído hablar, y que por lo tanto supondrían un hallazgo del que podía sacar provecho una vez afuera. Puestos a decir algo, y a riesgo de parecer ridícula, aquella gente me recordaba vagamente a unos crustáceos gigantes de la familia de las langostas. Esa sería mi definición de aquellos seres, una vez fuera consultada por su aspecto en la rueda de prensa que sin duda tendría que dar en cualquier momento durante los días venideros. Luego debí quedarme dormida un buen rato, pues cuando tuve de nuevo conciencia me encontraba tirada en el suelo y podía observar sobre mi cabeza la oscuridad incipiente del atardecer, iluminada aquí y allá por la luz difusa y amarillenta de las mazorcas, que definitivamente habían cobrado la utilidad de lámparas que les supuse a poco de entrar en el maizal. Era por lo tanto tarde para mis costumbres habituales, y en casa deberían estar preocupados pensando en donde podría haberme metido. Me levanté y me dirigí rápidamente hacia donde creía que estaba el lindero de la plantación, y después de un buen rato sin encontrar la salida comencé a preocuparme seriamente. En lo alto, sobre las hojas de las plantas que se erguían sobre mí como fantasmas, pronto pude ver a la luna brillando tenuamente entre las nubes, y de vez en cuando, cruzando contra el cielo bandadas de cuervos  y cornejas en retirada. Me pareció un mal presagió, y para consolarme pensé que quizás solo se trataba de un mal sueño del que pronto iba a despertar. Comencé a correr alocadamente en todas direcciones sin resultado alguno, y enseguida tuve el convencimiento de que no había salida, que el mundo al que entré algunas horas antes y que me había parecido el paraíso, se había convertido en un lugar siniestro y cerrado sobre sí mismo del que no había escapatoria. Pronto llegarían aquellos extraños seres y seguro que esta vez mi presencia no les pasaría inadvertida. Aquello me estaba pasando por no aceptar mi vida ordinaria, por ser una fantasiosa que no se conformaba con nada y huía de la realidad, echando al mundo la culpa de mi infelicidad. Finalmente, desistí de mi huída y acepté lo que, pronto o tarde, era de alguna era inevitable. Solo tenía que esperar que el nuevo día llegase y buscar la salida del laberinto con las primeras luces. Suponer que todo lo que me había sucedido era una experiencia que tenía que llegar. Cuando cerré los ojos la noche debió caer sobre mí como un manto oscuro que, sin embargo, según creo recordar, pasé en una especie de duermevela que no puedo precisar, en los que se alternaba el horror ante la presencia de unos fantasmas inquietantes y el regocijo de unas sensaciones hasta ese momento desconocidas. Al amanecer me encontraba en campo abierto y el sol lucía sin trabas en lo alto. Me levanté con calma y me dirigí tranquilamente hacia casa sin poder evitar un suspiro.

jueves, 22 de agosto de 2013

INAUGURACIONES


La inauguración del local tuvo lugar a últimos de Agosto, antes de que los otros establecimientos reabrieran al finalizar las vacaciones. Esta estrategia le pareció a Pepe  la manera adecuada para la captación de clientes por el boca a boca antes de que estos volvieran a sus hábitos rutinarios. Los conocidos fuimos invitados de manera informal, pues desde un principio quedó claro que la celebración por la apertura iba a ser modesta y sin ninguna pretensión. De hecho, los asistentes aquella tarde sofocante de verano no llegamos a las dos docenas, incluidos los dos empleados, que asistieron al supuesto acto con cara de cierta perplejidad. De los presentes enseguida me llamó la atención un tipo calvo y entrado en carnes, que nada más verme al entrar me saludó con efusión, como si fuéramos amigos de toda la vida. Intenté zafarme dirigiéndome a otras personas, pero su insistencia y la rotundidad de su presencia me lo impidió, por lo que pronto cedí y me dediqué a escucharle con la cortesía que se supone en un ser civilizado cuando no hay más remedio. Decía conocerme de una tarde en cierto lugar (no fui capaz de recordarlo), y que lo que más le había llamado la atención, era mi facilidad para expresar de forma simple las ideas más abstractas. Desde entonces le quedó claro que el mundo no era lo que podía parecer desde un punto de vista personal, sino lo que era según la interpretación del grupo al que se pertenecía, dado que este era el generador del lenguaje con el que nos expresamos. El tipo calvo y fornido no cejaba en su pretensión de que de alguna manera yo interviniera en su monólogo, y a partir de cierto momento, acompañó sus afirmaciones con golpes en mi costado que fueron in crescendo según avanzaba la tarde. Incapaz de darme a la fuga, so pena de ser considerado como un maleducado, intenté en un principio cubrirme los flancos extendiendo los brazos a lo largo del cuerpo, lo que hizo que alguien a mi lado me preguntase si me sentía bien, supongo que por mi aspecto de momia. Busqué con la mirada el apoyo de alguien próximo que acudiera en mi auxilio y me librara de aquella presencia invasiva y mareante, pero hasta Pepe, el jefe, me lanzó una ,mirada entre divertida y lastimera, como si estuviera al corriente de lo que me podía estar pasando. Se me hizo entonces evidente que aquel individuo debía ser alguien conocido por su facilidad para pegarse al prójimo y soltarle lo que le viniera en gana, con lo que me sentí autorizado a realizar un cambio radical de actitud y que aquel tipo dejara de tomarme por un panolis. En cuanto esta idea se afianzó en mis meninges, empecé de inmediato a tratarlo de usted procurando mirarle con insistencia sobre la cabeza, como si verdaderamente estuviera tratando de contar el número de pelos que le quedaban en la misma o padeciera de una repentina miopía, algo que pronto surtió efecto, pues empezó a sudar profusamente. Sin darle tiempo a que reiniciara su errático discurso, le dije que las cosas no solo no son lo que aparentan, sino que siquiera son los que podrían ser como referente, ya que de alguna manera están cargadas de un esencialismo apriorístico, que entroncaba con la teoría platónica de las formas. Una silla es una silla, eso es evidente, como usted puede bien entender- le dije al gordo- pero usted nunca podrán sentarse sobre las letras que la señalan, siendo estas, sin embargo, tanto o más sillas que las que sin duda tiene usted en el salón de su casa. No sé si me explico, concluí. Aunque parezca poco creíble, esta enérgica reacción dialéctica fue suficiente para que aquel individuo alegara un mal difuso debido lo cargado que estaba el ambiente, para irse a pegar la hebra a otro lugar, momento que Pepe aprovechó para acercarse  y tratar de disculparse por la presencia en el lugar de tipos como aquel, pero “es que me da pena, está muy solo y es huérfano”, para ausentarse casi de inmediato con una bandeja cargada de canapés de anchoas, embutidos y queso manchego. Me quedé solo y me sentí de improviso asaltado por una profunda sensación de melancolía. Juzgaba en mi interior que quizás había sido cruel con un hombre que, después de todo, únicamente buscaba el refugio de una palabra amable o una mirada amistosa, por lo que sentí el impulso inmediato de dirigirme de nuevo a él y decirle que contara conmigo para cualquier cosa que necesitara. Incluso una ayuda económica si tal fuera el caso. Supe sin embargo contenerme al ver desde el lugar que ocupaba, que en aquellos momentos estaba muy alegre entre un grupo de personas que le rodeaban, y que parecían considerarle el líder, pues, entre ellas, incluso había algunas que mantenían en su presencia una actitud respetuosa e incluso reverencial. Esta sensación contradictoria me sumió en un estado de agitación que traté de inmediato de calmar con dos copas de vino que pude despistar de uno de los camareros que pasaba con una bandeja por encima del hombro. Reflexioné en el sinsentido de determinadas concepciones que llegamos a tener de cuanto nos rodea, y lo expuesto que estamos a errores garrafales, al aceptar como verdaderas las primeras impresiones. Claro que, reflexioné a continuación, también era posible que Edelmiro (su nombre me llegó de alguien que se dirigía a él en voz alta), fuera al mismo tiempo un pobre hombre necesitado de afecto y proximidad, y un conductor de masas, dotado de una oratoria capaz de levantar a la gente de sus asientos para vitorearle. Cuando al cabo de una hora larga me despedí de Pepe, felicitándole por su nueva empresa, él me miró con un gesto un tanto preocupado, y me dijo “te vas ahora que llegan las gambas y las cigalas de tronco: te pierdes lo mejor”, para a continuación añadir un tanto cariacontecido “aunque comprendo que hay circunstancias en la vida que le hacen dudar a uno de su propia identidad. Si es así, como presumo, quiero que sepas algo, Julián: estoy contigo”.

martes, 20 de agosto de 2013

INCONTINENCIAS


Lo que más llamaba la atención de aquella mujer no era su extremada delgadez, sino su incontinencia verbal. Parecía mentira que en un volumen tan reducido pudiera generarse la energía necesaria para estar hablando durante horas sin desfallecer. Daba apuro verla, y quien no la conociera sin duda estaría tentado de intentar que se callara y que se dedicara, por ejemplo, a contemplar el paisaje sin abrir la boca. Era agobiante verla pasar de un tema a otro sin solución de continuidad, y con un brío que para sí quisieran los oradores más dotados y vehementes. No se limitaba a perorar sobre cualquier asunto que fuera surgiendo al hilo de la conversación, sino que cuando la implicación de los demás decaía, ella se inventaba otros sin ton ni son, exigiendo que la siguieran en sus excursos. No era por lo tanto una presencia recomendable en cualquier momento del día, por ejemplo, tras un almuerzo bien servido con café y licor a los postres, o al declinar la tarde, cuando el ánimo de la mayoría se dispone al descanso nocturno, por lo que no era infrecuente verla sola a esas horas paseando con cierta agitación por la calle en busca de interlocutores. Era Eulalia, según se acaba de exponer, una mujer solitaria, aunque haya aquí que precisar de inmediato que no era una mujer sola. Se quiere decir con esto que, de hecho, estaba casada con un individuo de quien cabe precisar enseguida que era todo lo opuesto a ella. De entrada, Fermín era un tipo rubicundo, con un vientre extremadamente generoso, que cuando paseaban juntos ofrecía un contraste verdaderamente hiriente de la pareja. Y no solo eso, pues a pesar de que su aspecto le podía presentar como un sujeto dado a la facundia, era por el contrario una persona extremadamente seria y de pocas palabras. En las raras ocasiones que se les veía juntos, ella solía dirigirse a él a voces, esperando en vano una respuesta o una conversación que de ninguna manera Fermín parecía dispuesto a entablar. No es por tanto de extrañar que con frecuencia se viera a Eulalia sola o en compañía de amistades de dudosa clasificación, pero que, puestos a buscar una aproximación, podrían calificarse como de corazón alegre y amantes del vino a granel. No es por tanto de extrañar que esta mujer, acostumbrada a la vida a la intemperie, fuera señalada en la localidad como una de las pocas integrantes de su sexo dada a las expresiones malsonantes. “Vete a hacer puñetas” y “porque no me sale de los cojones” eran dos de sus preferidas, con las que sin duda pretendía establecer un puente con los hombres que solían acompañarla en sus horas de asueto, que en principio eran prácticamente todas. Su bebida preferida era el vino peleón, para ella de mayor calidad que los que tenían “denominación de origen”, pues “la química industrial es lo mejor que hay para el organismo”, según frase que tenía acuñada como repuesta cuando alguien le recriminaba su mal gusto, aludiendo sin duda a la cantidad de porquería que se le añade a la uva fermentada para el infecto clarete que solía ofrecerse. Aguantaba con estoicismo las ironías y comentarios desabridos que solían hacerle sobre Fermín, de quien solía decirse que tenía un embarazo de ocho meses o que pronto tendría mellizos. En ocasiones, sin embargo, esta mujer, sentía en lo más profundo de sí misma aquel sarcasmo, y ofrecía al malediciente un par de buenas hostias, aunque de inmediato rompiera a llorar y se riera a carcajadas alternativamente. De aquel hombre no se sabía gran cosa, o se sabía todo, pues en cualquier caso su carácter retraído hacía difícil hacer un juicio auténtico sobre él. Estaba claro que durante muchos años había trabajado en La Naval, una empresa de construcción de barcos de ámbito nacional, en la que Fermín ocupaba un cargo administrativo de poca importancia. Quienes le conocieron allí, tampoco podían añadir mucho más sobre su forma de ser, pues el hombre solía permanecer durante horas parapetado detrás de su mesa, sin compartir con sus compañeros los escasos momentos de asueto de los que disponían durante la jornada. Alguien, sin embargo, aseguraba que sobre su mesa tenía colocada una foto de Eulalia enmarcada en plata, lo que dice bien a las claras la dependencia interna que aquel hombre tenía de ella, a pesar de sus magras carnes. Misterios de la psicología humana que nos hace dependientes a unos de otros por razones no siempre evidentes, pues por otro lado, Fermín era totalmente abstemio. Cuando a principios del otoño se pudo observar que la cara de aquella mujer adquiría una tonalidad amarillenta, se llegó a pensar que quizás se debía al cambio que la luz experimenta en esa estación al ser menor el ángulo de incidencia de los rayos solares sobre la superficie de La Tierra, pero cuando tal tonalidad alcanzó al blanco de los ojos, se hizo evidente que se trataba de otra cosa. Eulalia apenas duró dos meses aquejada de una cirrosis galopante, que soportó con estoicismo y hasta cierto orgullo, oyéndosela exclamar en alguna ocasión antes del óbito “que me quiten lo bailao”. Su marido, que se mostró inconsolable durante meses, empezó después una vida que recordaba a la de la difunta, pues a partir de entonces frecuentaba los lugares donde ella solía ir, en los que trataba de convencer a sus contertulios de las bondades de aquella mujer, de la que, en su opinión, lo menos importante era lo enjuto de su fisonomía o las inestabilidad de su carácter, pues en la intimidad poseía encantos que no era cuestión de publicitar. Su desesperación, sin embargo, le llevó a arrojarse a la calle desde el balcón de su casa en un intento de quitarse la vida y acompañarla en el más allá, según más tarde explicó. Desgraciadamente para sus intenciones, un toldo de buenas dimensiones de lona endurecida (se dice que fabricado por La Naval para las velas de las embarcaciones de recreo), le impidió cumplir su objetivo, y en la actualidad, una vez recuperado, ha vuelto a su vida anterior y raramente se le ve por la calle, normalmente temprano por la mañana cuando sale a comprar la prensa y el pan. En cualquier caso, cabe reseñar que el propietario del establecimiento cuyo toldo salvó la vida a Fermín, ha mandado retirarlo, al no hacerse cargo el seguro ni Fermín de los gastos Es obvio que cualquier salto futuro desde el mismo lugar no tendrá un desenlace tan favorable como el anterior, lo que hace suponer a los vecinos que la pareja pronto se reunirá en un lugar del más allá, adónde todos irán a parar a poco que pase el tiempo.

lunes, 12 de agosto de 2013

BATRACIOS


 Al terminar aquella inesperada llamada telefónica, le propuse finalmente a Ulpiano vernos una de aquellas tardes. Habían pasado ya demasiados años para que el encuentro fuera natural, pero me pareció la forma más adecuada para poner punto final a la conversación.  No sabíamos nada el uno del otro desde hacía mucho tiempo, y por poco que hubiéramos cambiado era posible que ni siquiera nos reconociéramos. Poniéndome en el peor de los casos, le advertí, como quien no quiere la cosa, que yo iría con un sombrero bastante estrafalario. De inmediato me preguntó su forma, pero le  he aseguré que no hacía ninguna falta porque era verdaderamente especial. Pareció aceptarlo un poco a regañadientes, pero no me atreví a confesarle que tratar de definirlo en aquellos momentos me resultaba muy complicado, y que era mejor atenerse a lo dicho y que me hiciera caso. Él, yo creo que para no ser menos, me dijo que iría con un traje totalmente verde, una camisa color salmón y unos zapatos a juego, algo que, puntualizó, solía ser su vestimenta habitual. Esto último, en mi opinión, lo dijo con segundas para que yo no interpretara que trataba de equipararse en originalidad. Estoy convencido que me engañaba, lo que hizo que de inmediato quisiera añadir a mi aspecto algún detalle suplementario. Le avisé, tratando de ser lo más natural posible, que en mi cara podría observar algunos detalles desconocidos para él a esas alturas de la vida, especialmente una cicatriz imponente en una de mis mejillas. Ulpiano contraatacó alegando cierta cojera que arrastraba desde que años atrás se cayó de bruces al suelo, al no poder esquivar una loseta mal asentada en la acera, por lo que para reconocerle me rogaba que permaneciera atento a la deambulación de quienes transitaran por mis cercanías. Para entonces ya resultaba evidente que estábamos compitiendo para ver quien de los dos resultaba más imprevisible, planteándose de esta manera una batalla solapada entre nosotros, como era habitual cuando éramos unos críos en el instituto. En esos momentos estuve a punto de disculparme y colgar pensando que la situación podía hacerse desagradable, pues la tirantez que iba aumentando entre nosotros podía dar al traste con el encuentro. Lo que, si debo ser sincero, me hubiera tenido sin cuidado, pues verdaderamente aquel tipo y yo nunca habíamos sido auténticos amigos, sino exclusivamente compañeros de clase en el bachillerato. Además, ni siquiera nos llevábamos bien entonces y competíamos por cualquier cosa, especialmente las chicas. Téngase en cuenta que estábamos en plena adolescencia y nuestro torrente sanguíneo saturado de hormonas. A pesar de todo, no pude resistirme a añadir algo más a mis características físicas, añadiendo en ese momento que posiblemente se sorprendería que con los años mi tez se había oscurecido un tanto por estar mucho tiempo a la intemperie, y por si eso no fuera suficiente, le dije que lo que le resultaría inconfundible sería la cara de un individuo, la mía, claro está, que daba la sensación de estar permanentemente en estado de alerta y con una punta de agresividad en el gesto. Él, sin embargo, no manifestó ninguna sorpresa, como si lo que acababa de oír fuera lo previsible, y me dijo que tales cambios son naturales con la edad y suelen reflejar las experiencias que uno va dejando atrás. Por su lado, según me contó, él había sufrido un proceso inverso al mío. De hecho, mucha gente al verle suponía que era de origen nórdico por la blancura de su piel, y solían felicitarle por conservar el gesto cándido de un joven que empieza a descubrir el mundo. Resultó claro para mí en esos instantes que aquel tipo pretendía hacerse pasar por un ser tímido y benevolente con el fin de desmoralizarme a priori, y que fuera a nuestro encuentro con la mala conciencia que se le supone a un adulto acanallado y violento. Era pues indudable que Ulpiano llevaba la delantera en esa fase previa a nuestro cita, pues se presentaba como una víctima inocente de quien, se trataba de mí, no podría ser mas que una persona desabrida y violenta. Para que esto no quedara así, tuve aún tiempo de inventarme una  terrible desgracia, el fallecimiento por atropello de un hijo poliomielítico al cruzar un cruce de vías de tren sin barrera. Como  comprendería, estaba desesperado y nada podía consolarme en adelante. Permaneció mudo durante unos momentos que se alargaron hasta el medio minuto, tras lo que, después de pedirme perdón con una voz entrecortada y apenas audible, comenzó a toser. Al principio de forma moderada, con una especie de carraspeo que hacía imposible saber de que estaba hablando, para, a continuación, dar rienda suelta a una tos cavernosa, durante la cual se pudieron oír algunas voces alarmadas a su alrededor. Cuando se recuperó al cabo de varios minutos, me dijo que no sabía cuanto sentía que le hubiera dado “el ataque” en aquellos momentos, pero que esos accesos resultaban imprevisibles, y además no tenía el “ventolín” a mano. Me informó que desde hacía una década padecía de enfisema e insuficiencia respiratoria, y que a pesar del tratamiento intensivo que llevaba, en ocasiones especialmente emotivas, y el reencuentro con un amigo lo era, no podía evitarlo. Ni una palabra del falso tren, el falso difunto ni el falso atropello. Las cosas al llegar a ese punto ya estaban suficientemente claras, en el sentido que la vida de cada uno le traía al otro sin cuidado, a pesar de lo cual nos despedimos efusiva y cínicamente hasta el viernes siguiente a las nueve de la tarde en el restaurante “La rana verde”. Dejé pasar la semana con cierta intranquilidad, pues a pesar de haber ya tomado la firme decisión de no ir, tenía algunas dudas sobre la honestidad de mi conducta, ya que, después de todo, había sido yo quien propuso vernos cuando me llamó por teléfono confundiéndome con un conocido.  A la semana siguiente fui al restaurante con cierto remordimiento para indagar si él si había acudido: un traje totalmente verde no es algo que pudiera haber pasado desapercibido al maître. Pero por difícil que resulte de creer así sucedió, y me tuve que conformar con una explicación breve y poco creíble. Según aquel tipo, con la cantidad de clientes que solían venir los viernes a esas horas, resultaba imposible distinguir a unos de otros, “incluso aunque vinieran vestidos de bomberos” (sic). Además, añadió, y esa era la razón principal de su ignorancia, todos los empleados de aquel establecimiento eran daltónicos, y cualquier afirmación que pudieran hacer en lo tocante a los colores no era digna del menor crédito. Era inútil pues consultar a los camareros. Pude indagar más, puntualizando que Ulpiano cojeaba y en ocasiones tosía con cierta violencia, pero finalmente decidí que no valía la pena y que era mejor conservar un recuerdo decoroso de él,  a pesar de tener el convencimiento de que su nombre quedaría indeleblemente unido al de un conocido batracio.

NÚMEROS


Estoy preocupado, hijo mío ¿por qué iba a decirte otra cosa? Ya sé tu contestación, pero debo ser sincero y exponerme a tu mal humor. Has sido un hijo ejemplar, creo que ya te lo he dicho muchas veces, y tú lo sabes, pero te falta paciencia con este pobre viejo que va siendo tu padre. ¿Te haría feliz que te dijese “Pepe, estoy estupendamente, no te preocupes por mi”, cuando sabes cuanto me cuesta por las mañanas echar pie a tierra. Y no te molestes si una vez más empleo una terminología marinera, ya sé que tu eres de tierra adentro y el agua te da cierto repelús. Bueno, que me estoy desviando, y no quiero entretenerte, para que puedas disfrutar del aire libre allá arriba. Sabes que a mi eso de la escalada a lo que te dedicas no me hace ninguna gracia. No sé que se te ha perdido en esos espantosos picachos a los que te dedicas a subir. Tengo la impresión que siempre lo has hecho para llevarme la contraria. Ten mucho cuidado por favor, no vaya a ser que te rompas la crisma, aunque ahora que lo pienso quizás es eso lo que pretendes para que no te dé más la tabarra. Perdona hijo, ya sabes que a veces se me va la cabeza y ya no sé ni lo que digo. El asunto, como te dije al empezar la carta es que estoy bastante preocupado, y con esto quiero decir: más preocupado que de costumbre. Duermo bien, eso es cierto, pero tengo unos despertares extraños. Raros. Impropios de una persona como yo, que siempre ha mantenido, como bien sabes, la cabeza sobre los hombros a pesar de los pesares. Últimamente me despierto con números, quiero decir que me despiertan los números. Ayer sin ir más lejos fue el siete. Sí, el siete, ese número mitológico en nuestra cultura que son los días de la semana o los brazos del candelabro judío, y no se cuantas cosas más que seguro que tú sabes. Yo, Pepe, no soy judío, espero que de eso no dudes. No por nada, sino porque de haberlo sido, quizás no estarías en este mundo, y no voy a hablarte aquí de aquella época terrible en la que un señor bajito con bigote le dio por hacer jabón con ellos. Ya sabes de qué te hablo. Y en cuanto a los días de la semana, a mí siempre me ha dado igual uno que otro, aunque lógicamente prefiera sábados y domingos por razones obvias. Recuerda, sin embargo, que nunca he hecho ascos a los lunes. Siempre fui muy trabajador y entregado a la causa, así que ponerme de nuevo manos a la obra siempre me pareció algo adecuado para empezar la semana. Te decía que me despertó el siete, pero no el siete común y corriente de los que solemos dibujar a base de trazos rectos. No, un siete alambicado, retorcido, torturado. Un siete, en resumidas cuentas amenazante, como una especie de hipocampo gigante con muy malas pulgas dispuesto a atacarme. A mí, pobrecito, que ya no tengo fuerzas ni para espantar a una mosca. Bueno, exagero, pero si has llegado hasta aquí, estoy seguro que me comprendes. Claro que no solo se trata de ese número. Días atrás era el tres el que se me presentaba a primeras horas de la mañana y me conminaba a levantarme y hacerme de inmediato un café bien cargado. Fíjate tú que antojos: ¡el mítico número tres agresivo con tu padre porque trataba de remolonear un rato en la cama! De locos. Claro que me dirás que todo eso me ocurre de una forma bastante natural porque siempre me han entusiasmado las matemáticas, y sin números no existirían. Ya sabes que hubo un filósofo, Pitágoras si no me confundo, que afirmaba que el número era lo principal del universo, el principio y el fin. El alfa y el omega de san Juan. Para mí, amante, sin embargo, de los conceptos, que ese hombre estaba un poco chiflado. A pesar de todo creo que tienes razón, y que estas cosas me suceden por haber estado obsesionado con las matemáticas y la geometría. Está bien. Lo acepto como un tributo a esa afición desmedida y un homenaje póstumo a los grandes sabios que han hecho este mundo más inteligible, digamos Tales de Mileto, Newton, Descartes, Leibniz, Euler o Cantor, por no mencionar más que a los eximios. Pepe, de todas maneras sigo un poco asustado ¿qué podría hacer si la situación se complica y empiezo a soñar con los números primos? ¿O con los irracionales, o pi, o el segmento áureo? Sería un desastre. Prefiero limitarme a los nueve naturales o en todo caso a figuras geométricas simples, de geometría plana, por supuesto. Soñar con cuadrados, hexágonos o rectángulos no estaría mal, aunque me gustaría más soñar con triángulos, una forma gráfica del número tres, al que ya estoy acostumbrado. Que fueran equiláteros, isósceles o escalenos, eso me daría igual: en cualquier caso la Trinidad. Bueno, hijo, acuérdate de tu padre y no te preocupes. De la cabeza ando muy bien como podrás ver en estas breves líneas, aunque me inquieta esta invasión nocturna de guarismos y figuras geométricas. Bien pensado, tampoco está mal que alguien se acuerde de ellas. A veces pienso que en caso contrario iban a sentirse muy solas. Cuídate. Un abrazo de tu padre.

 

PS.- Usa casco, calzado adecuado, cuerda de primera calidad y piolets como Dios manda. Esos riscos son muy traicioneros

miércoles, 7 de agosto de 2013

OASIS


Detesto este cuerpo que me impone unas servidumbres para las que no me siento preparado. De entrada, afirmo que su forma, estructura y funcionamiento no me parecen las más adecuadas para mis necesidades. Y que aquí no se me venga con la banalidad de que, después de todo, mi cerebro también forma parte del mismo. No me interesa. Es evidente que las ideas, que son lo verdaderamente importante, no son entes materiales a los que se pueda constreñir dentro de un amasijo desagradable de pasta gris debajo del cráneo (de la blanca más vale ni hablar). No, yo no elegí este artefacto que me traslada por el espacio, y debo confesar sin más tardanza, la humillación que me producen las articulaciones. Esos cambios de dirección a los que son sometidas nuestras extremidades (especialmente las inferiores), que con demasiada frecuencia nos hacen hincar la rodilla. No, sinceramente. Yo prefiero una silla de ruedas y una mucama que me pasee a mi antojo a media mañana para tomar un aperitivo que bien me merezco. Y ciertas tardes en las que el tiempo apacible invita a ello, a contemplar la puesta del sol, algo adecuado al lirismo que, sin quererlo expresamente, invade mis neuronas. Temo, sin embargo, que el servicio doméstico tome conciencia de la humillación que supone tirar de un pobre viejo de aquí para allá, y acabe reivindicándose en una pendiente, dejando al artilugio en cuestión al albur de las leyes físicas dominantes, en concreto, de la fuerza de la gravedad. Si tal cosa ocurriera, mi cuerpo tendrá el castigo debido a su ineptitud, aunque a pesar de todo, espero que al llegar abajo, el impacto permita a mi cerebro, ponerle una demanda de homicidio por imprudencia temeraria.

 

Hoy la mañana se despereza lentamente y no augura la alegría del sol y de la playa, únicos atractivos de este horrible lugar, cuyo principal incentivo es imaginar que un día no lejano, la piqueta tenga algo que decir en el asunto. Decido por lo tanto tomármelo con calma y pasear por sus calles desiertas. Sus edificios antiquísimos recuerdan a las construcciones terrosas de Tombuctú. El arquitecto, sin duda se inspiró en ellos, pero no pudo desprenderse de su origen peninsular, y proliferan aleatoriamente, un tipo de torres imitación de las de la Sagrada Familia en Barcelona, y que incluso recuerdan a los relojes blandos de Salvador Dalí. Harto de espectros y terracotas, me encamino finalmente hacia el mar. Sopla un viento cálido, parecido al simún africano, que me intriga. Cuando llego a la orilla el misterio se hace aún más evidente, pues el agua se han convertido en arena, y el horizonte se ha poblado de camellos y palmeras. Seguiré, sin embargo, caminando: los oasis siempre han sido la promesa del desierto.

domingo, 4 de agosto de 2013

DECLIVES


Después de la playa comimos en un pequeño restaurante cerca del hotel. Mi hermano suele tener buen gusto en estos menesteres y no se equivocó. “99 vinos” ofrecía un menú adecuado y a buen precio para un día festivo, en los que lo natural es solo ofrecer la carta del establecimiento por razones obvias. Al salir, ya dentro del coche, se me ocurrió que en las actividades previstas para el día, debíamos incluir alguna que se saliera de lo habitual. Nos pusimos de acuerdo rápidamente, y en cuestión de segundos se nos antojó acercarnos a un tipo mayor y un tanto decrépito que se acercaba por la acera. Nos dirigimos a él, le tapamos la boca con cinta aislante americana que siempre tengo a mano, y lo metimos en el vehículo. Una vez repuesto del susto, comenzó a patalear tratando de agredirnos, pero Juancar le sacudió en la cabeza con la llave inglesa que llevo en la guantera, y se calló de inmediato. Ya en carretera, tras verificar que respiraba, le ató las manos a la espalda y le cubrió la cabeza con una bolsa negra de basura. La situación, posiblemente debido a los vinos de la comida, nos parecía divertida, y los dos nos echamos a reír como si se tratara del gag de una película cómica largamente ensayado. Me dirigí enseguida al monte de Los Lobos por una carretera comarcal de difícil acceso, y en las proximidades de la cima me desvié por un camino de cabras entre árboles y detuve el coche. Sacamos a aquel individuo, y sin dirigirnos la palabra le amarramos a un árbol. Tras asegurarnos que no le resultaría fácil soltarse, le dejamos allí y nos fuimos. Al poco tiempo se puso a llover a mares, y llegamos a temer que con el agua, la bolsa que cubría su cabeza se arrugase y tendría problemas para respirar. De todas formas decidimos no hacer nada porque, aunque nos disgustaría que muriese, nos parecía que cualquier información que diéramos a la policía para que lo buscara podría delatarnos. Además, aunque pronto sería de noche, por aquella zona los lobos ya no eran tan habituales como tiempo atrás. Posiblemente sobreviviría. De todos modos, los días siguientes leeríamos la prensa para enterarnos del desenlace. Teníamos nuestra sensibilidad, y a pesar de estar ya a cientos de kilómetros del lugar, era lo mínimo que podría esperarse de nosotros.
 
-Duermo en una habitación del hotel con una ventana que da sobre el jardín del asilo. Me entretengo viendo a los viejos cochambrosos moviéndose con dificultad, acompañados por sus familiares o por algunas enfermeras. Joder, pensar que eso mismo me espera a mí dentro de poco tiempo, me subleva enormemente. Y no exagero. Ya soy consciente de que en ocasiones pierdo la memoria de una forma que no es normal, a pesar de que se diga que cuando uno se hace mayor es lo natural. Además empiezo a tener dificultades con la cadera y las rodillas por la puta artrosis, y debo tomarme varias pastillas. Para eso, y para la gota, que esa es otra historia. Al anochecer, el jardín se va quedando vacío porque debe ser la hora de cenar y se llevan a los ancianos al comedor, aunque algunos parecen resistirse. Hace una temperatura ideal, todavía hay sol, y les debe apetecer sentir que todavía están vivos. Veo que bajo un árbol frondoso, detrás de unos setos, se han olvidado a un tipo en silla de ruedas que debe tener dificultades para hablar, aunque es evidente que trata de hacerlo para que no le dejen solo, y agita la cabeza y el tronco inútilmente tratando de llamar la atención. La escena es lamentable. Odio a aquel individuo, y cuando me doy cuenta de que me ve y me mira con desesperación, saco la cabeza por la ventana y soy incapaz de reprimirme. Le llamo hijo de puta y me meto hacia dentro. Pronto se darán cuenta de su ausencia y las enfermeras vendrán a buscarle. Me tumbo en la cama y espero.  

lunes, 29 de julio de 2013

TEATROS


Asisto a una representación teatral y espero que comience la función con cierta intranquilidad, mi acompañante no para de hablar y supongo que al menos entonces se callará. Es tremenda la necesidad de esta persona de hablar ininterrumpidamente, como si fuera incapaz de mantener ciertos asuntos para sí misma: da la impresión que dice todo lo que se le pasa por la cabeza. La verdad es que llega un momento en que más que molesto empiezo a sentirme irritado, y tengo que hacer un verdadero esfuerzo para no soltarle una inconveniencia, pero me contengo porque  estoy seguro de que ni siquiera decírselo de buenas maneras serviría de nada, y tampoco se trata de alegar males imaginarios, aunque estoy a punto de decirle que me duele la cabeza. Conociéndola como la conozco, lo más probable es que  esto fuera inútil, y hasta es posible que me propusiera abandonar la sala para ir a pasear por los alrededores y tomar una aspirina en cualquier sitio. Ni hablar, sería lo que me faltaba, tampoco así se callaría y la pena sería doble: perderme el espectáculo y seguir oyéndola. Cuando por fin se apagan las luces y se levanta el telón, siento un alivio que solo comprenderá quien se haya visto en una situación parecida, pero ya desde ese instante temo la salida en apenas dos horas, momento en el que estoy seguro que se verborrea se disparará hasta límites difícilmente soportables. Como norma, tiene la costumbre de comentar la obra y exigirme una crítica casi profesional, algo de lo que tengo el convencimiento que le tiene sin cuidado, porque solo valora el run-run que llega a sus oídos. Se levanta el telón y durante unos minutos seis personajes, tres hombres y tres mujeres vestidos de época, se pasean de un lado a otro del escenario sin abrir la boca pero gesticulando desmesuradamente, lo que al parecer hace mucha gracia a buena parte del público que ríe de forma estentórea. María Luisa también parece muy divertida y trata de decirme algo al oído en repetidas ocasiones, de lo que puedo zafarme adoptando una actitud hierática lo más parecida que puedo a la de una momia, y no dándome por aludido. Finalmente, sin duda irritada por mi silencio, levanta la voz y alguien nos chita con vehemencia desde las filas de atrás. De repente, los seis personajes se ponen a hablar al mismo tiempo, lo que causa en la sala una hilaridad bordeando el histerismo que me deja perplejo, ya que, además, no entiendo absolutamente nada. Enseguida me doy cuenta de que no hablan en castellano sino en un idioma del que no tengo la menor idea. La miro atónito buscando una explicación, pero ella sigue impertérrita atenta al escenario y desternillándose de risa, por lo que recurro al programa de mano en cuya portada puedo leer a duras penas “texto original en polaco”, lo que deja todo bien claro. María Luisa, supongo que herida por mi falta de atención previa, no vuelve a dirigirme la mirada y permanece en tal actitud las dos horas que dura la función, durante las cuales recurro a varios métodos de relajación para llegar  hasta el final en mis cabales. Ella, sin embargo, parece asistir a la función no solo complacida sino con un entusiasmo que hace patente mediante carcajadas cada cierto tiempo, afortunadamente coincidentes con las del resto de la audiencia. Se trata al parecer de una especie de tragicomedia con los personajes mencionados, que en seis cuadros consecutivos interpretan a tres parejas amigas, que por diversos motivos sufren una serie de equívocos en sus relaciones, dando pie a seis finales diferentes en los cinco últimos minutos de cada cuadro. Resumiendo: durante los quince primeros minutos de cada uno de ellos, los personajes hacen y dicen exactamente lo mismo, hasta que uno varía el texto y desencadena un final en el que uno de los otros, siempre diferente, resulta culpable y sirve de chivo expiatorio a la ira de los demás, lo que pretendiendo dar un giro dramático a la situación, a mí me parece una verdadera astracanada (o seis, para ser exactos). Al salir del teatro, María Luisa adopta una actitud muy digna y no abre la boca hasta pasado un buen rato, en el que inopinadamente vuelve a su ser original y comienza a perorar con auténtico furor, producido sin duda por la represión a la que se ha sometido para estar callada, y posiblemente apoyada por el enfado ante mi actitud en la sala. Aliviado por esta vuelta a la normalidad, me dedico a tomar cañas de cerveza sin solución de continuidad durante un buen rato, hasta que en uno de los locales de la calle Echegaray me decido a hablar tratando de establecer algo lo más parecido que puedo a una conversación. La cerveza sin duda ha hecho su efecto, y soy incapaz de mantenerme a la defensiva o ser políticamente correcto, por lo que nada más empezar le pregunto si no cree que en su infancia fue una niña maltratada, en el sentido de no haber sido objeto de la atención necesaria por parte de sus padres. Se queda muy sorprendida por mi pregunta y tras intentar balbucear algo, permanece en silencio, lo que aprovecho para añadir que, en todo caso, la cosa no sería tan grave si tuvo una chacha o ama de cría cariñosas. Me mira con los ojos desmesuradamente abiertos, como si acabara de pronunciar un sacrilegio o asistiera al instante inicial de la creación del universo, pero sigue en silencio balbuceando algo que no comprendo en absoluto, semejante a un bebé tratando de pronunciar su primera palabra con sentido después de aprender a decir “mamá”. Siento cierta inquietud temiendo su reacción, y trato de tranquilizarme apurando de un trago una copa de vino y una buena porción del morcillo con ensalada  que nos han servido pocos momentos antes. No abre la boca y me mira sin pestañear durante cinco minutos, al cabo de los cuales se levanta y se va, después de llamarme en voz alta hijo de puta con una rotundidad que sorprende a los camareros creyendo que se trata de una comanda requerida de forma perentoria. La veo salir por la puerta muy digna, y lo que más lamento es que no me haya dejado terminar la batería de posibles causas de su incontinencia verbal que tenía preparadas, entre las que destaca la enunciada por algunos antropólogos referente a la necesidad de hablar y la desparasitación compulsiva de ciertos primates, especialmente chimpancés y bonobobos. Cuando poco después abandono el local un tanto decepcionado, trato de consolarme recordando el espectáculo al que he asistido poco antes en su compañía, en lo que lo único que faltó como colofón, por aquello del idioma, fue la presencia del Papa polaco, tiara, báculo y capa de armiño incluidos.

CENSOS


Mi casa está situada en un cuarto piso de un edificio de siete plantas, por lo que tres me separan del suelo y otras tres del techo, algo que me tiene muy satisfecho, teniendo en cuenta que soy un amante declarado de la simetría y el centro de gravedad (no considero los cimientos). Se accede a ella a través de una puerta acorazada de diez centímetros de grosor y no menos de dieciocho anclajes, lo que la hace prácticamente inviolable, a no ser derribándola por medio de una voladura. Este es un equívoco con el que me divierto, haciendo suponer a los vecinos que algo verdaderamente valioso debe esconderse en su interior, cuando un inquilino ha tomado tantas precauciones. Un error garrafal que no me voy a tomar la molestia de desmentir, considerando que la imaginación juega un papel importante en la vida de los primates superiores, y ellos lo son. Lo cierto, como ya se puede intuir de lo expuesto, es que soy prácticamente un anacoreta que ha prescindido de su cueva en la montaña o de su celda en el cenobio, para vivir en un piso barato de las afueras, pero al que si algo le caracteriza en ese sentido, es una austeridad que para sí hubiera querido San Jerónimo y otros entusiastas del ayuno, por poner un ejemplo. Una vez abierta la puerta, el visitante se va a topar, tras descorrer una modesta cortina de paño o de macarrones de plástico (las alterno), con una tosca mesa de pino gallego, dos banquetas y un viejo sillón con reposa brazos, en el que puedo apoyar la cabeza y abandonarme a mis ensoñaciones cuando me pongo a la labor. Ni un solo libro en una magra estantería, que lo único que contiene es un cenicero de terracota, por otro lado inútil puesto que no fumo, y un plumero de avestruz con el que diariamente quito al polvo a lo poco que allí pueda merecer tal faena. Es decir, aparte de lo ya mencionado, dos grabados con unas escenas del Lao-Tsé, a lomos de un yak cuando recorrió China de un extremo al otro predicando el Tao Te King. Lo verdaderamente reseñable de este lugar, aparte de la única bombilla que cuelga del techo, es una televisión de plasma de 47 pulgadas, con disco duro para grabar y puertos para CD, DVD y USB, además de otros cuyo empleo desconozco, esencialmente porque me tienen sin cuidado. De hecho, este aparato no deja de ser una metáfora con la que de algún modo juego conmigo mismo, pues para lo único que me sirve es para tener un testigo imparcial pero moderno de mis propias actividades, a través del cual dejo que el mundo penetre en mi intimidad y de esta forma no ser tachado de solipsista. Las demás habitaciones de mi casa apenas si tienen algo que añadir a lo ya reseñado, y no creo que merezca la pena especificarlo aquí, pues quien más y quien menos tiene una idea de los trastos que hacen falta para sobrevivir, teniendo en cuenta que comer, dormir, evacuar y una higiene adecuada, siempre han contado con mi aprobación. De todas maneras, cualquier cosa que se suponga idónea para tales  menesteres, debe considerarse en su versión más modesta. Huyo del lujo y el dispendio, no porque piense que otros deban imitarme, sino porque hace tiempo que lo superfluo dejó de tener sentido para mí, amante de minimalismo y la literatura conceptista, aunque puedo asegurar que aún así no he logrado que mi cuenta bancaria aumente ni un céntimo. No soy pobre de solemnidad ni lo pretendo, sino, con toda probabilidad, una victima más de sus sinapsis neuronales, que me inclinan hacia este modo de vida, pero que de la misma manera podían haberme llevado al barroco y el  gongorismo. En cualquier caso, puedo aquí confesar sin sonrojo que mi cama, de apenas de 70x180 cms, consta de cuatro patas y somier, sin cabecero ni dosel, pero con colchón (las tablas con púas las dejo para los santones y los samyasines que abundan en la lejana India, si tal cosa les alivia los dolores de espalda). El pasillo es un corredor de diez metros de longitud, algo bastante incomprensible, teniendo en cuenta las modestas dimensiones de la casa, lo que me hace suponer que su propietario (vivo de alquiler) es una persona en tránsito permanente, pues las habitaciones apenas son habitables. Paradójicamente, tal anomalía me viene bien para practicar mis ejercicios, consistentes en su inmensa mayoría en pruebas atléticas de velocidad y fondo sin obstáculos. Cuando llega el invierno, lo cubro completamente con una esterilla de cáñamo que, por cierto, debo ir pensando en sustituir, pues desprende unas partículas de polvo que  me hacen necesario el empleo de una mascarilla para respirar, algo aconsejable por motivos sobre los que no creo que sea necesario alargarme aquí. También practico yoga a base de asanas, al parecer muy adecuado para conseguir tener la flexibilidad de un contorsionista, lo que me estimula sobremanera, pues no descarto en un futuro próximo, llegar a introducirme en una caja de zapatos y trabajar en un circo. Dos de las tres habitaciones del lugar están totalmente vacías y son redundantes (en el sentido de que sobran), pero no me atrevo a decir al propietario que las alquile a otras personas  para obtener una renta suplementaria y bajarme el alquiler, pues, bien pensado, podía ser un incordio: no soporto a nadie en mis proximidades. Estos habitáculos cumplen, sin embargo, una función que, sin lugar a dudas, contribuye a mantener dentro de los márgenes adecuados mi cordura, pues en una de ellas guardo sobre una mesa, que quizás no merezca tal nombre, un inventario pormenorizado de todos los enseres caseros a los que renuncio dada la escasez de mi peculio. Entre ellos pueden contarse el home-cinema, las cuberterías de plata, las vajillas de Sèvres y el Ko-i-noor. Otra vez será. En la segunda habitación, sobre un antiguo chifonier adquirido en el Rastro a precio de ganga, se encuentra otro inventario con los objetos y utensilios a los que, entrando dentro de mis posibles, he renunciado en homenaje a los poderosos que pasaron las largas noches de sus vidas en habitaciones mínimas, yaciendo poco más que sobre jergones de borra, impropios de sus espaldas y augustas posaderas. Y los dos que me vienen a las mientes casi de inmediato, son Felipe II, el rey gotoso, alojado en un cuchitril deleznable de el monasterio de El Escorial, y el general Franco, refugiado tras su apenas perceptible lucecita de El Pardo. Claro que tengo hacia ellos un sentimiento ambivalente, pues si por un lado valoro su austeridad y contención del gasto (fundamentales ambos en tiempos de crisis), por otro no puedo dejar de pensar que el censo de indios americanos sufrió una brusca caída durante el reinado del primero, algo a lo que finalmente no pudo sustraerse el segundo mucho tiempo después, echando mano de sus propios compatriotas para incrementar el estadillo de bajas.