CHOLO tenía
aquella noche una difícil papeleta. Él era un estilista (“fino estilista
cántabro” decían los carteles publicitarios) y se enfrentaba al CHATO, nuevo
valor regional que venía pegando fuerte, y que había ganado por k.o los pocos
combates que había disputado como profesional. Confiaba en sí mismo, en su
boxeo hecho de fintas y desplantes y en su velocidad de brazos, pero no las
tenía todas consigo para evitar que le llegara uno de los directos de la nueva
figura, al que ya se le conocía como “el huracán de Cantabria”, aunque una
buena parte de los aficionados más estetas que consideraban al boxeo como una
de las bellas artes le llamaran “el enano cabezón”, queriendo de esta manera poner
en evidencia la precariedad de su estilo, carente de la menor técnica. Por otro
lado, el CHOLO sabía que tenía que llegar a tiempo a casa para la cena de
Nochebuena sino quería tener un conflicto familiar grave, pues para sus padres
aquella noche era poco menos que sagrada. Es decir, aunque la velada empezaba a
las seis de la tarde (el suyo era el tercer combate a cinco asaltos), dudaba
poder estar en la estación antes de las nueve para coger el último tren, que en
media hora le dejaría en su pueblo. Las circunstancias le obligaban por lo
tanto a abreviar, bien fuera dejándose noquear a las primeras de cambio (a lo
que no estaba dispuesto), o lanzarse a un ataque poco menos que suicida, dadas
la circunstancias, para abatir de inmediato al mencionado enano. Urdió por lo
tanto una trampa que esperaba que le diese resultado, que consistía, siendo
zurdo, en adoptar desde el primer gong una guardia invertida, es decir, que el
CHATO se sintiera confundido y girara a su alrededor en sentido inverso,
tratando de evitar su zurda, cuando la que de verdad iba a intentar romperle la
cara era la otra, su inesperada mano derecha. Y así fue, al poco de sonar la
campana en el primer asalto y tras una breve fase de tanteo, el fino estilista
cántabro asestó al huracán de Cantabria un directo debajo del arco superciliar
derecho y un gancho al hígado que lo dejó viendo angelitos ante el pateo del
respetable puesto en pie gritando tongo. Pero de tongo nada, y CHOLO pudo
incluso tomarse un chato (mira por donde) de vino en la cantina de la estación
(milagrosamente abierta a esas horas) poco antes de coger el tren. Se sentía
feliz, pues la bolsa aquel día era bastante buena, posiblemente porque los
organizadores de la velada, los hermanos Mallavia, habían querido ser generosos
con los púgiles en aquel día tan señalado, y pensaba darle un buen pellizco a
su madre nada más llegar a casa. La mujer andaba con frecuencia en apuros para
sacar a la familia adelante, pues el patrón, es decir, su padre, no se andaba
con muchas contemplaciones, y le daba lo justo para que no tuviera que recurrir
a las asistencias locales para llegar a fin de mes. Eso es al menos lo que
creía él, que tenía con su progenitor una relación manifiestamente mejorable,
teniendo en cuenta que sus estudios universitarios dejaban mucho que desear. Al
llegar a casa le abrió la puerta Josefa, la criada, una señora de la zona a la
que no pagaban, pero que vivía con ellos a cambio de una habitación y comida,
algo sorprendente, pues por más que le daba vueltas no le parecía compatible
con la idea que tenía de la economía familiar. Pero así era. Al verle, la
doméstica dio un grito que nos alertó a los demás, ya sentados a la mesa y
famélicos a la espera de lo que se avecinaba, grosso modo, sopa de picadillo,
besugo, pollo, gambas y turrón, una verdadera orgía culinaria regada con vino
de Rioja y sidra achampanada a los postres. Al llegar al comedor, todos miramos
de inmediato a mi hermano, y aunque a nosotros nos pareció un héroe
superviviente del campo de batalla, mamá se echó de inmediato a llorar con la
cabeza sobre la mesa (casi la mete en el plato), y papá se levantó furibundo y
salió dando un portazo sin decir una palabra, o mejor dicho diciendo una que es
mejor no reproducir aquí. El CHOLO presentaba en su ojo derecho las huellas
evidentes de haber estado peleando, bien en el ring o en una pelea callejera,
aunque era evidente que mis padres, sabedores de sus aficiones pugilísticas,
enseguida se decantaron por la primera de ambas posibilidades, la más dura. Lo
cierto era que poco antes de la combinación que dio con “el huracán” en la
lona, este le había propinado un golpe de consideración, que él no consideró en
su justa medida, pues el ROJO, su entrenador, la había restañado
momentáneamente poco después, sin que él pudiera considerar sus efectos.
Aprovechando la ausencia momentánea del jefe de la tribu, el boxeador entregó a
mamá ante nuestra presencia un considerable fajo de billetes para la época,
algo que sin embargo no sirvió de nada, pues no tuvo con nosotros el mínimo
detalle, considerando que de alguna manera fuimos testigo de lo acaecido, y en
cualquier caso le considerábamos como nuestro líder carismático, aquel que en
un momento de apuro podía reivindicar el buen nombre de nuestra familia, aunque
fuera a hostias. Poco después, sorprendentemente, papá reapareció en escena,
vestido con un batín casero y unas zapatillas de boxeo (que sin duda había
recuperado del armario de Cholo), y para nuestro asombro se puso a “hacer
sombra” en una esquina del parquet, fingiendo participar en un combate contra
un rival imaginario. Aquel hombre debía estar muy afectado por lo acaecido, y
no se le ocurrió mejor manera de mitigar su pena que ponerse en el lugar de su
hijo, boxeador a pesar suyo, cuando en su fuero interno habría deseado que
fuera ingeniero. ¡Viva la Nochebuena! dijo ante nuestro estupor y el de CHOLO,
que, levantándose de inmediato se acercó a don Luis dispuesto a cruzar guantes.
martes, 24 de diciembre de 2013
COBIJOS
Papá tuvo un
final feliz. Le habíamos internado en una especie de sanatorio/residencia ante
su imposibilidad de vivir solo y la necesidad de ser atendido constantemente.
No le pasaba nada, simplemente era muy mayor (casi llegaba a los cien años), y
con frecuencia se sentía desorientado y era incapaz de valerse por sí mismo. Allí
estaba bien. Pasaba buena parte del día acostado en una ensoñación que le
mantenía distante de cuanto le rodeaba, aunque, por paradójico que pueda
parecer, era consciente de casi todo, y durante las visitas, charlaba con nosotros
de los asuntos que le interesaban, que en cualquier caso se ceñían a su
particular manera de ver las cosas. Se sentía feliz y así nos lo hacía saber
con frecuencia al preguntarle qué tal se encontraba. “Divinamente”, solía
respondernos con una expresión muy suya durante toda la vida, un tanto
sorprendido por la pregunta, como si en su mente no tuviera cabida otra
posibilidad. Era feliz con una felicidad que para sí quisiera incluso un niño,
dando la impresión de haberse despojado del lastre que a veces significa el
mero hecho de estar vivo. Ni un gesto de abandono o amargura en su expresión,
habitante al parecer de un paraíso en el que él creía, y en el que por arte de
magia, ya parecía haber ingresado. El mundo exterior le parecía maravilloso, a
pesar de arrastrar los pies por el suelo con cierta dificultad cuando le
acompañábamos por el pasillo. Luego, en la habitación donde estaba alojado,
mantenía con nosotros conversaciones muy simples, en las que mostraba su
asombro por la fisonomía del sanatorio. La geometría se había convertido para
él en el paradigma del bienestar y la felicidad. Aún recuerdo su regocijo al
comprobar la mera existencia de la pared a un costado de su cama. La tocaba,
casi la acariciaba, dándonos a entender la íntima satisfacción de sentirse
protegido a su lado, como si en aquellos momentos el simple hecho de su existencia
fuera suficiente para hacerle feliz. En algunas ocasiones, sobre la bandeja de
la comida o de la mesa de la habitación, intentaba hacernos ver el orgullo que
sentía por su capacidad de alinear sobre ellas los vasos y los cubiertos, como
si hubiera entrado en una suerte de delirio geométrico, que si a nosotros nos
parecía trivial, para él debía representar la manifestación evidente de la
dicha de estar allí. Ni un gesto de amargura o decepción en su cara: un ángel
centenario, ignorante de la frecuencia de la maldad en este mundo. Murió una
tarde de primavera de un ictus cerebral fulminante, las monjas nos dijeron que
no sufrió en absoluto. De esta manera se fue a un lugar, en el que yo dudo que
pueda ser más feliz que en sus últimos días. La tierra de la sierra de Madrid
le cobija desde entonces. Navega en paz por tus cielos, querido padre. Aquí
estamos nosotros, tus hijos. Te recordamos con cariño y te llevamos en el
hondón, como tú decías.
domingo, 22 de diciembre de 2013
RESURRECCIONES
He resucitado.
Con otro aspecto, como es natural: no hay que alarmar a los presentes. Hacerlo
de otra manera hubiera sido una locura que hubiese hecho que pudiera intervenir
hasta el Papa. Cabría la posibilidad, mira por donde, que fuera un nuevo
Jesucristo, y no está la institución para nuevas bicefalias. Y conste, por otro
lado, que a mí no me importaría hacerlo como un avatar de Mahoma, Lao-Tsé o el
mismísimo Tuthankamon, a ver si nos aclaramos. Pero siendo de Móstoles (es de
lo único que me acuerdo), la cosa hubiera resultado menos natural, aunque
pensándolo bien, sí más divertida. Resucité, pues, como ya he dicho, con toda
la tranquilidad del mundo, y que conste que yo no intervine en absoluto. De
repente me encontré en el cruce de Alcalá con Goya, dudando si entrar en El
Corte Inglés o La Casa del Libro, que debe haber abierto una sucursal por la
zona que yo no conocía. Lo más sorprendente de mi reaparición, que a mi mismo
me ha dejado sorprendido, es que sucedió de forma instantánea e impensada, como
si se tratara de un feto, supongo, que de pronto se siente feliz nadando en la
placenta, y poco después contempla el mundo exterior con una perplejidad de la
que le costará años recuperarse. Finalmente entré en Espasa Calpe, y me puse de
inmediato y de una forma automática a buscar libros en la sección de
espiritualidad. Me atraían de forma irresistible la teosofía, madame Blavatsky,
la magia, el espiritismo y las ciencias ocultas, que, pensándolo bien en mis
circunstancias no tenía nada de sorprendente. No encontré, sin embargo nada
interesante, pero debo confesar que me sentía atraído y hasta asombrado por el
colorido de cuanto me rodeaba, acostumbrado como estaba en esos momentos a los
tonos grises e incluso cenicientos. Salí pues del establecimiento con las manos
vacías y me dirigí de inmediato a un quiosco próximo, donde me compré un
periódico que al parecer se llamaba “El país”. Al intentar leerlo me llevé, sin
embargo, una gran sorpresa, pues no entendía nada, como si estuviera escrito en
un idioma extranjero, lo que me hizo pensar que en la otra vida, antes del
óbito y la resurrección yo debía ser un verdadero analfabeto: sabía hablar,
pero era incapaz de leer en absoluto. Es algo que de todas maneras me extraña,
pues en tal caso no llego a comprender como puedo escribir esto. Misterios del
inframundo, me digo. No quise darle más vueltas y enseguida tiré el periódico a
una papelera. Poco después me metí en el Corte Inglés, del que guardaba un vago
recuerdo, y debo confesar que enseguida sentí una sensación desagradable, con
toda la gente escaleras arriba, escaleras abajo, buscando majaderías para lo
que finalmente resulta ser la vida. Salí pronto empujado además por unos olores
espantosos provenientes de la primera planta donde se venden al parecer unos
perfumes carísimos que tanto las amas de casa como las mujeres de bandera
consideran maravillosos. Ya afuera, tuve claro que a mí, aquello no me gustaba.
Ni Espasa Calpe, ni el Corte Inglés, ni la gente deambulando por la calle, como
si estuvieran en un laberinto y fueran incapaces de encontrar la salida. A lo
mejor se trataba de eso: se sentían perdidos. Tuve claro que me quería ir, que
quería salir de inmediato de aquella vorágine agobiante, que aún vino a hacer
más insoportable la escultura de una cabeza de Goya en una esquina de Alcalá
que hacía evidente, como él mismo dijo ( y dibujó), que “el sueño de la razón
produce monstruos”.
Pero incluso ahora no sé que hacer, porque
después de todo no sé de donde provengo. Miro al cielo y no me recuerda a
ningún lugar conocido, y además no vuelo. Las alcantarillas en el suelo tampoco
me tientan, y no es cuestión de dejarse devorar por las ratas, que a buen
seguro, no tendrían inconveniente en hacerme desaparecer antes de que llegaran
los poceros. Por otro lado, el Metro me angustia. Siempre he sido un tanto claustrofóbico,
y no me gustaría tener una crisis de pánico allá adentro. Bien es cierto que,
puestos a hacer especulaciones, podría lanzarme a la vía justo antes de la
llegada del convoy para salir mañana en los periódicos. Pero, a decir verdad,
no me interesa porque además yo no me enteraría, y en caso de sobrevivir, como
ya ha quedado claro, sería incapaz de encontrar la noticia en los periódicos.
Me queda el tráfico rodado en superficie, los coches de tamaño standard, o esos
monstruos azules que circulan pegados a la acera cargados de viajeros que creen
saber a donde se dirigen ¡qué ingenuos! pero estaría en el mismo caso. No sé
que hacer, pero tengo que regresar. No aguanto más este mundo, eso sí,
luminoso, pero no hecho para mí, acostumbrado en los últimos tiempos a los
grises y las tonalidades ocres. Además, quien sabe si tiempo adelante resucito
de nuevo, y me acerco con otro espíritu a los transeúntes, esa gente tan
simpática y despistada que transita por la calzada. A lo mejor nos acabamos
haciendo amigos. Mientras tanto, ciao.
sábado, 21 de diciembre de 2013
FELICIDADES
Soy feliz. Incluso muy feliz, extraordinariamente feliz. No recuerdo, sin
embargo, ningún acontecimiento especial en los últimos tiempos ni estar
profundamente enamorado. Simplemente soy feliz con una felicidad espontánea,
como un géiser que después de los
primeros borbotones lanza hacia arriba una maravillosa columna de agua y gas
que hace que quienes la vean se sientan alborozados. Algo de este estilo me
sucede. Claro que cabe la posibilidad que sea un maníaco depresivo, un bipolar
como de manera pedante se dice ahora, y me halle en la fase eufórica de la
misma, pero no creo. No recuerdo estar tomando ningún tipo de pastillas ni
llevo una camisa de fuerza. Y si fuera así, por favor, que no me quiten este
trastorno maravilloso, aunque después tenga que bajar a los infiernos. Paseo
por el Retiro con el firme convencimiento de hallarme en el paraíso terrenal,
algo que sin duda le parecerá muy bien al ayuntamiento de la ciudad, a la
monarquía que lo inauguró, y a los madrileños que ya pasean entre sus árboles y
en las proximidades del lago de buena mañana. Aún no son las doce. Siento un
deseo irrefrenable de coger una barca y navegar por la magra extensión del que
en esos momentos me parece sin embargo un océano Atlántico colmado de marsopas,
que no se me escapan que son las otras embarcaciones, que quede claro. Remo
suavemente y en las proximidades del centro exacto del lago miro al cielo y doy
gracias al sol por estar aquí y tenerle a él por testigo, aunque tengo que
refrenar mi impulso de mirarle directamente, que es lo que me apetecería, para
no quedarme ciego. En este punto que ocupo, el centro como ya dije, deben
ocurrir fenómenos que a los humanos nos escapan, absurdamente entretenidos en
otros menesteres triviales y ajenos a la trascendencia de la geometría. Quien
sabe si incluso, en momentos que ignoramos, este lugar se convierte en el ojo
de un huracán que nos pasa desapercibido por levantarse ya casi de madrugada. O
quizás, y con mas propiedad, es el lugar preciso en que se hunde en momentos
que no pueden ser precisados, un maëlstrom que se adentra tierra adentro hasta
el núcleo incandescente del planeta. O más aún, el vórtice de un agujero negro
que nos pondría en contacto con galaxias de otro universo donde los hombres
siempre son felices. Con una felicidad, como la mía, que nada tiene que ver con
el mal funcionamiento de las sinapsis cerebrales o la ausencia de serotonina en
los neuroreceptores de las mismas. Poco importan, después de todo, estas
suposiciones. En el centro geométrico del lago del Buen Retiro de Madrid, me
siento por momentos como un almirante Nelson triunfante en Trafalgar a pesar de
las balas traicioneras, y siento el mar hirviendo bajo la modesta quilla de mi
bote, mientras levanto un remo en señal de victoria. No me importa que las
otras embarcaciones no quieran participar de esta orgía de dicha que me invade,
y se alejen de la mía presurosamente, sin duda atemorizados por la potencia de
fuego de la escuadra británica. Ni me importa que poco después, cuando ya
desnudo del todo enarbolo mi camisa y mis pantalones en la punta del remo, a
modo de la Unión Jack tremolando en aguas de Cádiz, ver acercarse todo avante a
una motora con la enseña de la Cruz Roja. No saben lo que hacen. Allá ellos. Yo
me siento feliz y navego.
martes, 17 de diciembre de 2013
ABUELAS
La abuelita es un caso, y últimamente incluso se está volviendo
desagradable conmigo. Ayer, sin ir más lejos, me ha dicho que me ve muy raro,
pues no es normal que a un chico de mi edad se le esté haciendo tan evidente el
esqueleto. Para seguirle la broma le dije que ese, en todo caso, sería su
problema, pues ya se sabe que con los años los huesos pugnan por salir al
exterior, algo para nada extraño cuando se está tan flaca como ella y ya se
espera la caja de pino. Me contestó que
de eso estaba convencida, pero que en ella no era nada raro dada su edad y el
haber tenido toda su vida de una osamenta más que notable, pero que sí lo era
en mi caso. De hecho, a pesar de que yo intenté zafarme, se me acercó y empezó
a toquetearme por todos lados, diciendo con entusiasmo “lo ves, lo ves”, al
tiempo que quería demostrar a los demás la evidencia de mi extraña fisonomía.
Pues no dice que me encuentre flaco, sino, para ser sincero, todo lo contrario,
incluso obeso, pero que en la cara y las articulaciones mis huesos parecen
haberse rebelado y tratan de salir a la superficie, dando de mí una imagen de
fenómeno de feria. El resto de mis hermanos se ha mantenido en silencio, algo
que también han hecho mis padres un tanto compungidos, aunque mamá finalmente
ha tratado de sonreír con una mueca un tanto histérica, y me ha tocado la cara
señalando mis pómulos al tiempo que exclamaba “Josema siempre ha sido así, un
poco chinito”, y se ha callado. Pero la abuela es testaruda, y ha seguido
insistiendo durante todo el segundo plato, diciendo que debían llevarme al
médico, pues más que especial, me encuentra un caso extraño, de los que no ha
visto ni uno solo en sus noventa años de vida. Llegados a este punto y ante el
silencio de los demás, me he levantado y he ido a mirarme al espejo del cuarto
de baño y después al de cuerpo entero del vestidor de mamá, donde la verdad me
he encontrado tan grotesco como siempre pero no diferente, por lo que he vuelto
a la mesa más tranquilo, habiendo tomado la decisión de hacer una pequeña
dieta, consistente esencialmente en no comer magdalenas ni bollería, algo que
desgraciadamente me entusiasma. Como si hubiera adivinado mis pensamientos,
Elisa, que así se llamaba la madre de mi madre, me ha reconvenido, diciéndome
que no se trataba de dietas ni de otras zarandajas por el estilo, sino de
llevar una vida más sana, hacer algo de ejercicio y prescindir definitivamente de
los tendencias propias de mi edad que, según ella yo llevaba a unos extremos
incompatibles con la salud y la cordura de un adolescente. Mis padres me han
mirado al mismo tiempo, supongo que sospechando que la abuela tenía algo más
que simples referencias de mis vicios ocultos, pero yo les he sostenido la
mirada no dándome por aludido. Mis hermanos han comenzado a reírse por lo bajo
hasta que finalmente han estallado en una carcajada colectiva, a la que se ha
sumado la abuela con una energía impropio de su edad, al tiempo que se
reafirmaba en sus consideraciones anteriores. Finalmente ha sido papá el que ha
salido en mi defensa, y se ha dirigido a la anciana de forma desabrida
recriminándole su actitud y afirmando que ya estaba bien, que Josema siempre
había sido un joven virtuoso, y que nada de lo que estaba diciendo era cierto. “Bastante
tiene ya el chico con suponer que a no tardar mucho se va a quedar ciego”, dijo
poco antes de levantarse sin probar el postre.
sábado, 14 de diciembre de 2013
HURACANES
Abro los ojos y
un huracán penetra por mis pupilas, suponiendo que el viento sea algo más que la
vibración desmedida de unas moléculas de aire. Penetra al mismo tiempo, ayudada
esta vez por las trompas de Eustaquio, la quinta sinfonía de Beethoven que, a
pesar de todo, yo percibo en un tono moderado incluso en sus crescendos más
impetuosos.
Es esta al
parecer una facultad novedosa que se ha originado en mis órganos perceptivos
por mis amaneceres fuera de lugar, cuando a través de la ventana ya puedo
percibir las primeras luces del alba. Soy pues feliz así con una felicidad que
nada tiene que ver con la alegría strictu senso, sino con la íntima
satisfacción de verificar que aún estoy vivo.
No debo pues
pretender otra cosa. Tratar en todo caso de no retener el aliento, y ver que
milagrosamente él solo es capaz de de generarse sin que mi voluntad intervenga
para nada. Y en los momentos en que me asalta la duda, concentrarme en ese
flujo que siéndome ajeno me posee, y sin el cual yo no sería absolutamente
nada. O, como mucho, una piedra.
Recordar de esta
manera que la vida consiste en una sucesión de acaeceres para los que uno debe
de estar someramente preparado. No dudar, cuando flaquee el ánimo que, después
de todo, el asunto consiste, grosso modo, en poner un pié después del otro y
desplazarse. O viceversa. La sencillez de lo verdaderamente importante. La
ausencia momentánea de la silla de ruedas.
Eso es todo, me
digo, cuando finalmente me obligo a cerrar los ojos y el mundo se convierte en
un cuarto oscuro, donde alguien que me resulta ajeno se empeña en encender la
luz. Llega entonces el momento preciso en que el huracán se desvanece y aparece
la brisa. Y Beethoven es un modesto músico callejero que uno contempla, ajeno a
sus sinfonías, con el embeleso con el que se escucha un solo de flauta surgido
la nada.
En resumidas
cuentas.
Aproximadamente
domingo, 8 de diciembre de 2013
PREFERENCIAS
A estas alturas
de la vida ya no tengo ninguna duda de que yo era el preferido de mamá. Para
llegar a tal conclusión me he basado en determinadas situaciones que observadas
desde la distancia me lo han hecho ver con total claridad. Éramos ocho hermanos
distribuidos, si se puede decir así, en dos tandas. La primera de cuatro chicas
a las que los pequeños pronto perdimos de vista porque la menor tenía diez años
más que el mayor de la nuestra, formada por cuatro varones del los que yo era
el tercero. Comprendo que decir solo eso no aclara nada, por lo que a
continuación trataré de explicarlo de la mejor manera de la que sea capaz. No
hablaré de mis hermanas que pronto desaparecieron en Madrid, donde todas
hicieron la carrera de Filosofía y Letras, y además porque tal cosa no añadiría
nada a lo que aquí pretendo, pues, si debo ser sincero, siempre las consideré
como a una especie de tías lejanas que nos visitaban en vacaciones. El grupo de
los pequeños, cuatro, como ya dije, separados casi milimétricamente entre sí
por dos años, estaba formado por Alberto, el mayor, un chico tremendamente
serio al que resultaba difícil sacarle una palabra, Luis, un tipo divertido que
se dedicaba a tomarnos el pelo a los dos pequeños: Jules, el benjamín, entonces
con una mata de pelo que añoró toda su vida, y un tanto llorón, y yo mismo.
Pero la clave, en mi opinión, no estaba en nuestras características, sino en
las de mamá, una señora a la que yo quería mucho, pero que en algunas ocasiones
me parecía mi abuela, porque según más tarde me enteré, yo nací cuando la pobre
ya rondaba los cincuenta (su edad exacta cuando nació Julito, que debe dar
gracias al cielo de estar entre nosotros y en plena forma). El asunto es que
mamá adoraba a los bichos, a todo tipo de bichos, quiero decir, y aunque con
nosotros se dedicó a cultivar a los habituales, no le hacía ascos a un sapo y
ni siquiera a un escarabajo. Y hasta me atrevería a decir que sentía cierta
compasión por los ratones y las cucarachas cuando teníamos que echar DDT a
mansalva cerca de la fresquera para que no nos dejaran sin víveres. Vivíamos en
un chalet con una especie de huerto en la esquina de un jardín enorme, en donde
existía una extraña construcción a la que con cierta imaginación podría
llamarse gallinero. Y era a este lugar donde mamá traía una serie de animales
por turno rotatorio, a partir del uno de Enero: conejos, gallinas y un pavo ya
cerca de las Navidades. El perro (Chili) y una gata (la Negri) formaban parte
de la familia, por lo que a los efectos que aquí se consideran, no los tengo en
consideración. La verdad es que de los cuatro hermanos yo era el único que
acompañaba a mamá en su amor desmedido por los bichos, porque mis tres hermanos
verdaderamente más que disfrutar con ellos, los padecían, aunque no decían nada
a mamá para no disgustarla. Luis, según me contó ya muy mayor descubrió allí
que era alérgico a las plumas, algo que le producía una especie de horror
metafísico, como si aquellos bichos fueran el testimonio vivo de la existencia
del mal en la Tierra, lo que justifica que siempre cerca de la Navidad le
salieran unas ronchas tremendas en la piel de los brazos, que mi madre con una
ingenuidad que hoy pongo en duda, achacaba a los fríos de aquellas fechas.
Julito, ciertamente, los apreciaba y con frecuencia jugaba con ellos en la
medida que unos animales con una masa gris tan reducida son capaces de entender
lo que significa tal hecho. Con los conejos tenía una facultad extraordinaria
que yo acabé aprendiendo y practicando con él. Los cogía de uno en uno y
mediante determinadas manipulaciones en el lomo, lograba que se quedaran quietos,
como hipnotizados y adquiriendo sus cuerpos la forma de un plátano (a
contrapelo de su propia columna vertebral). En cierta ocasión llegamos a
colocar así a los diez que teníamos, tras lo cual avisamos a mamá de que se
habían muerto, algo que la pobre pudo comprobar al gallinero, hasta que viendo
su disgusto, nosotros mismos rompimos el hechizo, del que los conejos se
incorporaron mediante un salto colectivo que hizo que la pobre se llevara un
susto morrocotudo. Por otro lado, y por razones que nos resultaban a todos
incomprensibles, normalmente el gallo solía tomarla con Julio y en algunos
momentos le perseguía a picotazos por todo el jardín, lo que sin duda colaboró
a que tiempo después mi hermano fuera elegido como velocista en el equipo de
atletismo del instituto. Alberto era otra cosa, y los demás manteníamos con él
una relación un tanto distante, no porque no quisiéramos tenerla, sino porque
de alguna manera le temíamos. Era inofensivo y no solía participar en nuestras
actividades. Estaba en un mundo propio del que apenas salía, aunque en algunas
ocasiones se permitía ciertos desahogos con los animales, algo que pudimos
comprobar en un par de ocasiones cuando varios pollitos de pocos días
aparecieron muertos en los ponederos del gallinero, y poco después, una coneja
perfectamente decapitada. Papá y mamá le trataban desde luego de una forma
especial, pero nosotros no nos dimos cuenta de la gravedad del problema hasta
que tiempo después apareció tirado en la cuneta de una carretera próxima
diciendo que era Napoleón. Ya en el psiquiátrico el pobre hombre cambió de
personalidad convirtiéndose en Jesucristo, y perdonando urbi et orbe los
pecados del mundo. Por mi parte debo decir que me sentía afortunado teniendo a
aquellos bichos con los que me entretenía bastante, sobre todo cuando sacaba a
Chili y la Negri que se divertían de lo lindo persiguiéndolos, aunque yo no les
dejaba pasar a mayores. Sólo una vez tuve un sobresalto, y fue cuando ante la
súbita ausencia de toda una camada de conejos le pregunté a mamá donde estaban,
a lo que la mujer, adicta como era a la verdad, me confesó que en buena medida,
me la estaba comiendo en esos precisos momentos. Pasé un mal rato y luego tuve
dolor de barriga y retortijones, pero enseguida pude comprender que sin tal
fin, la presencia de esos animalitos en nuestro planeta no tendría demasiado
sentido: siempre he sido un hombre práctico. Del pavo, mejor ni hablar.
miércoles, 4 de diciembre de 2013
FACILIDADES
-Escribo sin
parar, y eso me preocupa porque dificulta mis relaciones con los demás y supone
un incordio notable en mi vida diaria. Ya sé que la solución sería dejar de
hacerlo, pero no puedo. Tal cosa se ha impuesto a mi voluntad de una manera
compulsiva, de tal manera que en las raras ocasiones en que tengo ganas de
hablar, algo de orden superior se me impone y hace que de inmediato busca la
pluma (todavía existen) en el bolsillo o donde la tenga más a mano. Para
tranquilizarme me digo que posiblemente se deba a mi afán de expresarme con
total propiedad, algo que el hecho de ponerlo por escrito me facilita. Mi
escritura, eso sí, es fluida, y aunque hay quien dice que tiene ciertas
características que la asimilan a la de los médicos, en líneas generales es
fácilmente comprensible, lo que mis interlocutores me agradecen al tiempo que
se muestran sorprendidos por la increíble rapidez con la que lo hago. La
práctica ha hecho que después de unos comienzos renqueantes, en la actualidad
me maneje con todo tipo de grafismos a una velocidad sorprendente. Como dato
significativo, tengo que decir que si en un principio se daba en ella cierto
atropellamiento que hacía que las letras se amontonaran sin orden ni concierto,
ahora soy capaz de escribir los caracteres con el espacio suficiente para que
alguien no advertido dude de mi capacidad para expresarme correctamente por
desconocer las palabras, o que un niño pueda introducir entre ellas algún
dibujo divertido. Seguiremos informando.
-No pienso.
Repito: no pienso nada en absoluto. Claro está que con tal afirmación me
refiero a los instantes en los que por necesidades propias de mi carácter que
no vienen ahora al caso, decido que tal cosa es lo que en esos momentos me
resulta más conveniente. Situaciones que según pasa el tiempo y mi cabeza se
despuebla de pilosidades otrora importantes, son cada vez más frecuentes. En
algunas ocasiones porque se trata de temas que en esos momentos no me interesan,
y en otras como un método suficientemente eficaz para zafarme de relaciones
desequilibrantes. No descarto sin embargo algunos momentos en que los empleo mi
facilidad para desconectar de una forma absolutamente aleatoria, sin venir a
cuento, como un antojo que suele dejar atónito a mi interlocutor, pero que me
demuestra la volubilidad del propio carácter dejado a su libre albedrío. Ayer,
sin ir más lejos, dejé plantado Dionisio vecino del segundo piso y buen amigo
mío, que se disponía a darme unas nociones de física cuántica, algo que me
interesa sobremanera desde que me enteré que en ella las partículas se
comportan como les viene en gana. Fue al incidir en esto cuando le dejé con la
palabra en la boca, pues me sentí totalmente autorizado para actuar a mi
antojo.
miércoles, 27 de noviembre de 2013
SOSPECHAS DOS
La verdad es que empiezo a estar bastante harto de que, de un tiempo a
esta parte, no haga sino escribir majaderías en este diario. Quizás no soy
justo conmigo mismo, pero lo siento así. Esta mañana, sin ir más lejos, tuve
otro sobresalto, esta vez en el supermercado, lo que me ha hecho volver a
plantearme si me ocurre algo raro. María Luisa no estaba hoy de humor, y me ha
enviado a mí a la compra, algo, por otra parte bastante habitual (somos una
pareja que siempre hemos procurado compartir todo al cincuenta por ciento). El
hecho es que tenía que comprar huevos y para verificar su tamaño (no me fío de
las etiquetas), he abierto la caja y he tenido una sensación muy desagradable:
los huevos eran perfectamente esféricos. No tenían forma ovoidal como era de
esperar, por lo que, ante la mirada sorprendida de uno de los empleados, he
abierto buena parte del resto de paquetes para verificar la anomalía, y para mi
sorpresa he comprobado que, efectivamente, todos eran redondos. El chico se ha
ofrecido a ayudarme, pero le he dicho que no era necesario. No sé como podría
encajar una respuesta que desmintiera mi percepción, por lo que me he alejado
con disimulo tratando de transmitir una impresión de normalidad, como si actuar
de tal guisa solo hubiera sido debida a una chochera de viejo. He terminado la
compra y poco antes de salir me he dirigido otra vez al estante de los huevos,
pero al ver de nuevo allí al empleado testigo de mi desatino, me ha frenado en
seco y me he dirigido de inmediato a las cajas. Algo me dice que los huevos
deben ser perfectamente ovoidales, valga la redundancia, pero mi percepción no
me engaña, por lo que está claro que algo debe de estar cambiando en mi
interior que hace que perciba el mundo de forma modificada. De momento, solo se
trata de mi tendencia a conferir formas curvas a cuanto me rodea, y más que
curvas, circulares. Tengo otros detalles que ahora no me interesa poner por
escrito, pero valga lo que me sucedió el otro día con los ojos de María Luisa.
Volví a casa reflexionando sobre lo que me estaba pasando, sin darme cuenta que
con mis cavilaciones había olvidado de comprar los susodichos huevos, algo que
a mi mujer no le iba a ser fácil perdonarme, teniendo en cuenta que pensaba
hacerse una tortilla. Por otro lado, se me ha ocurrido pensar que quizás de un
tiempo a esta parte a las gallinas les ha dado por modificar la estructura de
los elementos que darán lugar a su progenie, quizás como una manera de
reivindicar la vida en el corral y el libre picoteo de semillas en el campo. Si
fuera así, que sepan que yo estoy de su parte. Odio esas jaulas espantosas
donde las tienen enclaustradas mientras les encienden y apagan las luces
simulando noches y amaneceres falsos
para que pongan a destajo. Sin embargo, no debo desalentarme, quizás todo esto
no tiene mayor importancia, y mi alteración perceptiva es algo transitorio, un
momento del que saldré fortalecido y quizás capaz de transmitir al mundo un
nuevo paradigma, el advenimiento de una era en la que el universo adquiera
definitivamente las características de la trigonometría esférica y olvide para
siempre a Thales de Mileto.
SOSPECHAS
-Ayer por la
noche poco antes de acostarme tuve una experiencia horrible. Sentí con toda
claridad que de un momento a otro iba a ocurrir algo espantoso. A ocurrirme a
mí, quiero decir. En el exterior nada daba la impresión de algo parecido
pudiera suceder, todo parecía en calma. Pero eso mismo me empezó a resultar
sospechoso, como si una cantidad de energía enorme se estuviera concentrando en
algún lugar a mi alrededor y fuera a explotar de un momento a otro. Incluso llegué
a ver mi sangre y mis vísceras estampadas contra la pared, lo que hizo que me
quedara contemplándolas atónito un buen rato. Luego afortunadamente me quedé
dormido, y la verdad es que esta mañana me he despertado con una magnífica
sensación de plenitud y he salido de inmediato a hacer jogging después de
tomarme un café bien cargado.
-Hace unos meses
que cuando salgo a pasear por la tarde me cruzo con una pareja. Ambos
terriblemente gordos, pero eso no parece en absoluto mermarles facultades, pues
se les ve caminar con mucha energía y decisión al tiempo que hablan y se ríen
estrepitosamente, prueba evidente de que se sienten cómodos y para nada faltos
de aliento (lo que dado su volumen sería lo más lógico). Ayer, sin embargo, me
di cuenta de que los dos son hombres, pues afinando el oído, el que parecía más
femenino tiene una voz grave que casi asusta y un conato de barba que de
ninguna manera podría tener una mujer con falta de estrógenos.
Independientemente de eso, la señora, puesto que ya la puedo llamar así, se
parece enormemente a Jorge Luis Borges, lo que podría haberme inducido a un
error del que incomprensiblemente me avergüenzo.
-Ayer durante la
comida tuve la desagradable sensación de que María Luisa no era la misma. O
para ser más preciso, que no era exactamente la misma. Cuando agachaba la
cabeza o miraba de lado me fijé en su rostro y la cosa se me hizo evidente. No
obstante, era al mirarme de frente durante la conversación, cuando tal hecho me
parecía más claro. Se trataba sobre todo de sus ojos, y como es natural, de su
mirada. Eran los de siempre, qué duda cabe, pero se había operado en ellos una
transformación minúscula pero significativa. No era su color, ese tono castaño
virando a miel que siempre me ha gustado tanto, sino, por raro que pueda
parecer, su volumen. Los tenía más grandes de lo habitual, y en algunas
ocasiones parecían querer salírsele de las órbitas. Hoy, sin embargo, no puedo
añadir nada a lo dicho, pues desde ayer por la tarde lleva gafas oscuras, de
las que solo prescindió cuando se metió en la cama y apagó la luz de inmediato.
Esta mañana incluso se las puso para ir al baño. Debe por lo tanto ser cierto,
y ella ha percibido que me he dado cuenta. ¡Dios mío!: estoy preparado para
cualquier cosa, pero no para convivir con un batracio.
jueves, 29 de agosto de 2013
CUBERTERÍAS
Al final del
verano quedamos para comer en un restaurante nuevo que, al parecer, tenía un
menú barato y bastante aceptable. Los tres nos solíamos reunir con cierta
regularidad para ponernos al corriente de la vida de cada uno de nosotros,
aunque luego resultara que por nuestra personalidad y gustos personales, acabáramos
hablando de asuntos que no tenían demasiado que ver con ellas. Esto era así
porque cada cual, después de unos prolegómenos bastante previsibles, nos
atrincherábamos en los temas a los que dábamos preferencia en nuestras
aficiones. Julius, después de hacer una mención somera de sus hijos, de quienes
se sentía profundamente orgulloso, solía decantarse por la informática y en general
por cualquier cosa en la que el electromagnetismo estuviera de por medio: ipods,
ipads, tabletas, e-books y la inmensa gama de teléfonos móviles, de los que
hacía colección al poco de salir al mercado. Eso, después de todo era, decía
él, algo de lo que la gente joven ya no puede prescindir, y en ese sentido él
mismo era un hombre maduro veteado de una adolescencia que se resistía a
abandonar. No era ese tema, no obstante, lo que más tiempo le ocupaba, pues era
un aficionado impenitente a la gastronomía y todo lo que la rodea, que en su
opinión tenía un valor semejante. En concreto, de las cuberterías, las vajillas
y todos los aditamentos que hacen que una mesa para comer, en su opinión,
puediera ser considerada como tal. De hecho, profundizando un poco en sus
aficiones, pronto nos dimos cuenta que más que un gourmet como Dios manda,
pendiente del sabor y la textura del condumio, era un amante de las formas, por
lo que al poco de sentarse, ya peroraba de la excelencia o deficiencias del
servicio de mesa, de la que en más de una vez se levantó por no estar de
acuerdo con la calidad de los manteles o el diseño de las cucharas, por poner
un ejemplo. Zeluí, sin embargo, una vez que se sentaba a la mesa, prescindía de
lo que él llamaba “ esas frivolidades”, cuando entre ellos surgía algún
desacuerdo, y enfocaba su discurso hacia el cuidado de la prole (en esos
momentos constituida por sus nietos y biznietos), las matemáticas, y el fútbol,
conceptos que solía unir en algún momento de la conversación mediante algoritmos
simples, que ponían en relación la edad de los niños, la geometría euclidiana,
y la posibilidad de gol por desmarque cerca del área contraria. Yo, por mi
parte, intentaba hacer derivar nuestro encuentro hacia consideraciones de orden
filosófico que, a decir verdad, a ellos les sacaba de sus casillas, pues no
estaban dispuestos a mezclar los salmonetes, las chuletas o el vino tinto con
la dialéctica aristotélica ni los conceptos a priori y a posteriori de Inmanuel
Kant. Cuando percibía su malestar, hacía derivar mi conversación hacia el
tenis, algo del que ellos, sin embargo, tenían una información solo superficial.
Julius porque consideraba que estéticamente era un espectáculo un tanto zafio
con demasiadas carencias (abogaba por canchas más barrocas y por una indumentaria
de los jugadores que pudiese aceptar los
motivos florales). Y Zeluí, por su parte, consideraba que la biomecánica
del golpeo no se atenía a la geometría simple de Thales de Mileto, pues en él
intervenía sobremanera la resistencia al movimiento por la fricción entre la
bola y las cuerdas de la raqueta, algo que el sabio griego no llegó a
considerar, y que hacía de las trayectorias algo “no bello”, cosa a su parecer
inaceptable. Como podrá fácilmente comprenderse, con mucha frecuencia nuestros
encuentros solían terminar como el rosario de la aurora, y cada cual acababa
desentendiéndose de lo que decían los otros, y levantando la voz, valorábamos
nuestros puntos de vista en los temas en los que nos sentíamos implicados, con
lo que, a los postres, nuestra mesa era lo más parecido a un patio de colegio a
la hora del recreo. Aún así, insistíamos en nuestras comidas fraternales,
posiblemente llevados por un prurito esteticista, en el que cada uno trataba de
afianzar la validez de su concepción del mundo. Julius sin informática y Zeluí
sin fútbol, es posible que hiciera tiempo que hubiesen puesto punto final a sus
existencias, por métodos que sin duda harían recordar en su ejecución a sus
querencias favoritas. Yo, por mi parte, debo ser sincero y afirmar que hubiera
obrado de la misma manera, pues sin “el imperativo categórico” o el revés
liftado a una mano, el universo no tendría sentido. Nuestra comida, dados los
antecedentes, prometía ser un encuentro más, en el que cada cual acabaría divagando
sobre sus temas preferidos, algo que, por otro lado, los tres sabíamos de
antemano, puesto que, cada cual, ya antes de sentarse, tenía sus estrategias
bien definidas. Finalmente, lo que debía quedar claro era quien debía pagar por
aquel absurdo, considerando que si bien nuestras aficiones y puntos de vista
eran gratis, el menú, aunque barato, no lo era. Hay que considerar, además, que,
para finalizar, solíamos regar lo ingerido con licores varios para nada
gratuitos, y que con frecuencia el resto de clientes se acercaba y se unía a
nosotros, exponiendo sus opiniones al respecto, y participando de unas copas,
que se añadirían a la nota. La reunión, que solía comenzar en un tono discreto
en el que apenas hacíamos notar nuestra presencia, acababa en una auténtica
algarada, que en alguna ocasión ocasionó el cierre del establecimiento por
escándalo público, pues no sería la primera vez en que las sillas volaran por
lo aires y algún vecino acabara avisando a la policía.
martes, 27 de agosto de 2013
MAZORCAS
Me adentré en
aquel maizal de la misma manera que podía haberlo hecho en un campo de trigo o
en el mar, si ello hubiera sido posible. Supongo que obedecí a una voz interior
que me impulsaba a ocultarme en algún lugar que me protegiese de un mundo que
me resultaba hostil. Allí pronto sentí el alivio de no sentirme observada, y
tuve el pleno convencimiento que me hallaba en un territorio propio, exclusivamente
mío. Era como regresar a casa después de una larga caminata y sentir de
inmediato la tranquilidad de lo familiar. Cuando me asaltaron estas ideas, no
quise considerarlas racionalmente, sino solo disfrutar de las sensaciones que
me proporcionaba el ambiente a mi alrededor y anduve un buen trecho sin ninguna
dirección, ni siquiera guiándome por el sol que podía percibir sobre mi cabeza
por encima de las plantas de maíz y sus mazorcas, que se me antojaban lámparas
encendidas dándome la bienvenida. Me gustaba sentirme perdida y hasta
desorientada, como si la falta de referencias no fuera nada preocupante, sino una cualidad que desde
ese momento debería incorporar a mi vida ordinaria: gozar del instante como si
se tratara de un mundo nuevo, y yo estuviera estrenando una tierra recién
aparecida poco después de su creación. Un edén a mi medida. Debo confesar, sin
embargo, que después de vueltas y revueltas por aquel mar de maíz, comencé a
sentirme agitada, posiblemente porque el calor del mediodía empezó a apretar, y
mi marcha acelerada hizo que empezase a sudar profusamente. De repente sentí
que me faltaba el aire y me alarmé mucho, a pesar de intentar ser razonable y
suponer que solo era debido al ejercicio que acababa de realizar. Me senté en
un claro e intenté respirar con calma, siguiendo un método que había aprendido
tiempo atrás cuando practicaba pranayama con asiduidad. Recordé entonces a la
gente tan extraña que me acompañaba en aquellas clases de yoga y zen en un
gimnasio cerca de casa. Personas especiales, pero con la mirada un tanto
perdida y el gesto beatífico de quienes verdaderamente no saben lo que se traen entre manos.
Posiblemente debido a estas ensoñaciones me tranquilicé, y me dispuse a salir
del campo de maíz y volver a la monotonía de aquellos días de verano, en los
que las comidas en familia y las visitas a la playa tenían más de rutina que de
otra cosa. Sin embargo, cuando menos me lo esperaba, surgiendo del interior de
la plantación, pasaron a mi lado una serie de individuos en tropel que no me
hicieron ningún caso, y que por lo tanto debían considerar normal o no
significativo encontrar a alguien perdido en aquel lugar. Me sentí aterrorizada,
pero pronto me tranquilicé pues era evidente que no tenían ningún interés en mi
persona. Eran unos personajes muy extraños, y lo más llamativo era sus bigotes
y pelo color panocha, como si de alguna manera estuvieran mimetizados con
aquellas plantas, que empezaban a agostarse. Como siempre he sido muy
fantasiosa, pensé que quizás encarnaban a los espíritus de aquellos campos,
seres míticos de los que hasta entonces no había oído hablar, y que por lo
tanto supondrían un hallazgo del que podía sacar provecho una vez afuera.
Puestos a decir algo, y a riesgo de parecer ridícula, aquella gente me
recordaba vagamente a unos crustáceos gigantes de la familia de las langostas.
Esa sería mi definición de aquellos seres, una vez fuera consultada por su
aspecto en la rueda de prensa que sin duda tendría que dar en cualquier momento
durante los días venideros. Luego debí quedarme dormida un buen rato, pues cuando
tuve de nuevo conciencia me encontraba tirada en el suelo y podía observar
sobre mi cabeza la oscuridad incipiente del atardecer, iluminada aquí y allá
por la luz difusa y amarillenta de las mazorcas, que definitivamente habían
cobrado la utilidad de lámparas que les supuse a poco de entrar en el maizal.
Era por lo tanto tarde para mis costumbres habituales, y en casa deberían estar
preocupados pensando en donde podría haberme metido. Me levanté y me dirigí
rápidamente hacia donde creía que estaba el lindero de la plantación, y después
de un buen rato sin encontrar la salida comencé a preocuparme seriamente. En lo
alto, sobre las hojas de las plantas que se erguían sobre mí como fantasmas,
pronto pude ver a la luna brillando tenuamente entre las nubes, y de vez en cuando,
cruzando contra el cielo bandadas de cuervos
y cornejas en retirada. Me pareció un mal presagió, y para consolarme
pensé que quizás solo se trataba de un mal sueño del que pronto iba a
despertar. Comencé a correr alocadamente en todas direcciones sin resultado
alguno, y enseguida tuve el convencimiento de que no había salida, que el mundo
al que entré algunas horas antes y que me había parecido el paraíso, se había
convertido en un lugar siniestro y cerrado sobre sí mismo del que no había
escapatoria. Pronto llegarían aquellos extraños seres y seguro que esta vez mi
presencia no les pasaría inadvertida. Aquello me estaba pasando por no aceptar
mi vida ordinaria, por ser una fantasiosa que no se conformaba con nada y huía
de la realidad, echando al mundo la culpa de mi infelicidad. Finalmente,
desistí de mi huída y acepté lo que, pronto o tarde, era de alguna era
inevitable. Solo tenía que esperar que el nuevo día llegase y buscar la salida
del laberinto con las primeras luces. Suponer que todo lo que me había sucedido
era una experiencia que tenía que llegar. Cuando cerré los ojos la noche debió
caer sobre mí como un manto oscuro que, sin embargo, según creo recordar, pasé
en una especie de duermevela que no puedo precisar, en los que se alternaba el horror
ante la presencia de unos fantasmas inquietantes y el regocijo de unas
sensaciones hasta ese momento desconocidas. Al amanecer me encontraba en campo
abierto y el sol lucía sin trabas en lo alto. Me levanté con calma y me dirigí
tranquilamente hacia casa sin poder evitar un suspiro.
jueves, 22 de agosto de 2013
INAUGURACIONES
La inauguración
del local tuvo lugar a últimos de Agosto, antes de que los otros
establecimientos reabrieran al finalizar las vacaciones. Esta estrategia le
pareció a Pepe la manera adecuada para
la captación de clientes por el boca a boca antes de que estos volvieran a sus
hábitos rutinarios. Los conocidos fuimos invitados de manera informal, pues
desde un principio quedó claro que la celebración por la apertura iba a ser
modesta y sin ninguna pretensión. De hecho, los asistentes aquella tarde
sofocante de verano no llegamos a las dos docenas, incluidos los dos empleados,
que asistieron al supuesto acto con cara de cierta perplejidad. De los
presentes enseguida me llamó la atención un tipo calvo y entrado en carnes, que
nada más verme al entrar me saludó con efusión, como si fuéramos amigos de toda
la vida. Intenté zafarme dirigiéndome a otras personas, pero su insistencia y
la rotundidad de su presencia me lo impidió, por lo que pronto cedí y me
dediqué a escucharle con la cortesía que se supone en un ser civilizado cuando
no hay más remedio. Decía conocerme de una tarde en cierto lugar (no fui capaz
de recordarlo), y que lo que más le había llamado la atención, era mi facilidad
para expresar de forma simple las ideas más abstractas. Desde entonces le quedó
claro que el mundo no era lo que podía parecer desde un punto de vista
personal, sino lo que era según la interpretación del grupo al que se
pertenecía, dado que este era el generador del lenguaje con el que nos
expresamos. El tipo calvo y fornido no cejaba en su pretensión de que de alguna
manera yo interviniera en su monólogo, y a partir de cierto momento, acompañó sus
afirmaciones con golpes en mi costado que fueron in crescendo según avanzaba la
tarde. Incapaz de darme a la fuga, so pena de ser considerado como un
maleducado, intenté en un principio cubrirme los flancos extendiendo los brazos
a lo largo del cuerpo, lo que hizo que alguien a mi lado me preguntase si me
sentía bien, supongo que por mi aspecto de momia. Busqué con la mirada el apoyo
de alguien próximo que acudiera en mi auxilio y me librara de aquella presencia
invasiva y mareante, pero hasta Pepe, el jefe, me lanzó una ,mirada entre
divertida y lastimera, como si estuviera al corriente de lo que me podía estar
pasando. Se me hizo entonces evidente que aquel individuo debía ser alguien
conocido por su facilidad para pegarse al prójimo y soltarle lo que le viniera
en gana, con lo que me sentí autorizado a realizar un cambio radical de actitud
y que aquel tipo dejara de tomarme por un panolis. En cuanto esta idea se
afianzó en mis meninges, empecé de inmediato a tratarlo de usted procurando
mirarle con insistencia sobre la cabeza, como si verdaderamente estuviera
tratando de contar el número de pelos que le quedaban en la misma o padeciera
de una repentina miopía, algo que pronto surtió efecto, pues empezó a sudar
profusamente. Sin darle tiempo a que reiniciara su errático discurso, le dije
que las cosas no solo no son lo que aparentan, sino que siquiera son los que podrían
ser como referente, ya que de alguna manera están cargadas de un esencialismo
apriorístico, que entroncaba con la teoría platónica de las formas. Una silla
es una silla, eso es evidente, como usted puede bien entender- le dije al
gordo- pero usted nunca podrán sentarse sobre las letras que la señalan, siendo
estas, sin embargo, tanto o más sillas que las que sin duda tiene usted en el
salón de su casa. No sé si me explico, concluí. Aunque parezca poco creíble,
esta enérgica reacción dialéctica fue suficiente para que aquel individuo
alegara un mal difuso debido lo cargado que estaba el ambiente, para irse a
pegar la hebra a otro lugar, momento que Pepe aprovechó para acercarse y tratar de disculparse por la presencia en
el lugar de tipos como aquel, pero “es que me da pena, está muy solo y es
huérfano”, para ausentarse casi de inmediato con una bandeja cargada de canapés
de anchoas, embutidos y queso manchego. Me quedé solo y me sentí de improviso
asaltado por una profunda sensación de melancolía. Juzgaba en mi interior que
quizás había sido cruel con un hombre que, después de todo, únicamente buscaba
el refugio de una palabra amable o una mirada amistosa, por lo que sentí el
impulso inmediato de dirigirme de nuevo a él y decirle que contara conmigo para
cualquier cosa que necesitara. Incluso una ayuda económica si tal fuera el caso.
Supe sin embargo contenerme al ver desde el lugar que ocupaba, que en aquellos
momentos estaba muy alegre entre un grupo de personas que le rodeaban, y que
parecían considerarle el líder, pues, entre ellas, incluso había algunas que
mantenían en su presencia una actitud respetuosa e incluso reverencial. Esta
sensación contradictoria me sumió en un estado de agitación que traté de inmediato
de calmar con dos copas de vino que pude despistar de uno de los camareros que
pasaba con una bandeja por encima del hombro. Reflexioné en el sinsentido de
determinadas concepciones que llegamos a tener de cuanto nos rodea, y lo
expuesto que estamos a errores garrafales, al aceptar como verdaderas las
primeras impresiones. Claro que, reflexioné a continuación, también era posible
que Edelmiro (su nombre me llegó de alguien que se dirigía a él en voz alta),
fuera al mismo tiempo un pobre hombre necesitado de afecto y proximidad, y un
conductor de masas, dotado de una oratoria capaz de levantar a la gente de sus
asientos para vitorearle. Cuando al cabo de una hora larga me despedí de Pepe,
felicitándole por su nueva empresa, él me miró con un gesto un tanto
preocupado, y me dijo “te vas ahora que llegan las gambas y las cigalas de
tronco: te pierdes lo mejor”, para a continuación añadir un tanto
cariacontecido “aunque comprendo que hay circunstancias en la vida que le hacen
dudar a uno de su propia identidad. Si es así, como presumo, quiero que sepas
algo, Julián: estoy contigo”.
martes, 20 de agosto de 2013
INCONTINENCIAS
Lo que más
llamaba la atención de aquella mujer no era su extremada delgadez, sino su
incontinencia verbal. Parecía mentira que en un volumen tan reducido pudiera
generarse la energía necesaria para estar hablando durante horas sin
desfallecer. Daba apuro verla, y quien no la conociera sin duda estaría tentado
de intentar que se callara y que se dedicara, por ejemplo, a contemplar el
paisaje sin abrir la boca. Era agobiante verla pasar de un tema a otro sin
solución de continuidad, y con un brío que para sí quisieran los oradores más
dotados y vehementes. No se limitaba a perorar sobre cualquier asunto que fuera
surgiendo al hilo de la conversación, sino que cuando la implicación de los
demás decaía, ella se inventaba otros sin ton ni son, exigiendo que la
siguieran en sus excursos. No era por lo tanto una presencia recomendable en
cualquier momento del día, por ejemplo, tras un almuerzo bien servido con café
y licor a los postres, o al declinar la tarde, cuando el ánimo de la mayoría se
dispone al descanso nocturno, por lo que no era infrecuente verla sola a esas
horas paseando con cierta agitación por la calle en busca de interlocutores.
Era Eulalia, según se acaba de exponer, una mujer solitaria, aunque haya aquí
que precisar de inmediato que no era una mujer sola. Se quiere decir con esto
que, de hecho, estaba casada con un individuo de quien cabe precisar enseguida
que era todo lo opuesto a ella. De entrada, Fermín era un tipo rubicundo, con
un vientre extremadamente generoso, que cuando paseaban juntos ofrecía un
contraste verdaderamente hiriente de la pareja. Y no solo eso, pues a pesar de
que su aspecto le podía presentar como un sujeto dado a la facundia, era por el
contrario una persona extremadamente seria y de pocas palabras. En las raras
ocasiones que se les veía juntos, ella solía dirigirse a él a voces, esperando
en vano una respuesta o una conversación que de ninguna manera Fermín parecía
dispuesto a entablar. No es por tanto de extrañar que con frecuencia se viera a
Eulalia sola o en compañía de amistades de dudosa clasificación, pero que,
puestos a buscar una aproximación, podrían calificarse como de corazón alegre y
amantes del vino a granel. No es por tanto de extrañar que esta mujer,
acostumbrada a la vida a la intemperie, fuera señalada en la localidad como una
de las pocas integrantes de su sexo dada a las expresiones malsonantes. “Vete a
hacer puñetas” y “porque no me sale de los cojones” eran dos de sus preferidas,
con las que sin duda pretendía establecer un puente con los hombres que solían
acompañarla en sus horas de asueto, que en principio eran prácticamente todas.
Su bebida preferida era el vino peleón, para ella de mayor calidad que los que
tenían “denominación de origen”, pues “la química industrial es lo mejor que
hay para el organismo”, según frase que tenía acuñada como repuesta cuando
alguien le recriminaba su mal gusto, aludiendo sin duda a la cantidad de
porquería que se le añade a la uva fermentada para el infecto clarete que solía
ofrecerse. Aguantaba con estoicismo las ironías y comentarios desabridos que
solían hacerle sobre Fermín, de quien solía decirse que tenía un embarazo de
ocho meses o que pronto tendría mellizos. En ocasiones, sin embargo, esta
mujer, sentía en lo más profundo de sí misma aquel sarcasmo, y ofrecía al
malediciente un par de buenas hostias, aunque de inmediato rompiera a llorar y
se riera a carcajadas alternativamente. De aquel hombre no se sabía gran cosa,
o se sabía todo, pues en cualquier caso su carácter retraído hacía difícil
hacer un juicio auténtico sobre él. Estaba claro que durante muchos años había
trabajado en La Naval, una empresa de construcción de barcos de ámbito
nacional, en la que Fermín ocupaba un cargo administrativo de poca importancia.
Quienes le conocieron allí, tampoco podían añadir mucho más sobre su forma de
ser, pues el hombre solía permanecer durante horas parapetado detrás de su mesa,
sin compartir con sus compañeros los escasos momentos de asueto de los que disponían
durante la jornada. Alguien, sin embargo, aseguraba que sobre su mesa tenía
colocada una foto de Eulalia enmarcada en plata, lo que dice bien a las claras
la dependencia interna que aquel hombre tenía de ella, a pesar de sus magras
carnes. Misterios de la psicología humana que nos hace dependientes a unos de
otros por razones no siempre evidentes, pues por otro lado, Fermín era
totalmente abstemio. Cuando a principios del otoño se pudo observar que la cara
de aquella mujer adquiría una tonalidad amarillenta, se llegó a pensar que
quizás se debía al cambio que la luz experimenta en esa estación al ser menor
el ángulo de incidencia de los rayos solares sobre la superficie de La Tierra,
pero cuando tal tonalidad alcanzó al blanco de los ojos, se hizo evidente que
se trataba de otra cosa. Eulalia apenas duró dos meses aquejada de una cirrosis
galopante, que soportó con estoicismo y hasta cierto orgullo, oyéndosela
exclamar en alguna ocasión antes del óbito “que me quiten lo bailao”. Su
marido, que se mostró inconsolable durante meses, empezó después una vida que
recordaba a la de la difunta, pues a partir de entonces frecuentaba los lugares
donde ella solía ir, en los que trataba de convencer a sus contertulios de las
bondades de aquella mujer, de la que, en su opinión, lo menos importante era lo
enjuto de su fisonomía o las inestabilidad de su carácter, pues en la intimidad
poseía encantos que no era cuestión de publicitar. Su desesperación, sin
embargo, le llevó a arrojarse a la calle desde el balcón de su casa en un
intento de quitarse la vida y acompañarla en el más allá, según más tarde
explicó. Desgraciadamente para sus intenciones, un toldo de buenas dimensiones
de lona endurecida (se dice que fabricado por La Naval para las velas de las
embarcaciones de recreo), le impidió cumplir su objetivo, y en la actualidad,
una vez recuperado, ha vuelto a su vida anterior y raramente se le ve por la
calle, normalmente temprano por la mañana cuando sale a comprar la prensa y el
pan. En cualquier caso, cabe reseñar que el propietario del establecimiento
cuyo toldo salvó la vida a Fermín, ha mandado retirarlo, al no hacerse cargo el
seguro ni Fermín de los gastos Es obvio que cualquier salto futuro desde el
mismo lugar no tendrá un desenlace tan favorable como el anterior, lo que hace
suponer a los vecinos que la pareja pronto se reunirá en un lugar del más allá,
adónde todos irán a parar a poco que pase el tiempo.
lunes, 12 de agosto de 2013
BATRACIOS
Al terminar aquella inesperada
llamada telefónica, le propuse finalmente a Ulpiano vernos una de aquellas
tardes. Habían pasado ya demasiados años para que el encuentro fuera natural,
pero me pareció la forma más adecuada para poner punto final a la conversación.
No sabíamos nada el uno del otro desde
hacía mucho tiempo, y por poco que hubiéramos cambiado era posible que ni
siquiera nos reconociéramos. Poniéndome en el peor de los casos, le advertí,
como quien no quiere la cosa, que yo iría con un sombrero bastante estrafalario.
De inmediato me preguntó su forma, pero le he aseguré que no hacía ninguna falta porque
era verdaderamente especial. Pareció aceptarlo un poco a regañadientes, pero no
me atreví a confesarle que tratar de definirlo en aquellos momentos me
resultaba muy complicado, y que era mejor atenerse a lo dicho y que me hiciera
caso. Él, yo creo que para no ser menos, me dijo que iría con un traje
totalmente verde, una camisa color salmón y unos zapatos a juego, algo que,
puntualizó, solía ser su vestimenta habitual. Esto último, en mi opinión, lo
dijo con segundas para que yo no interpretara que trataba de equipararse en
originalidad. Estoy convencido que me engañaba, lo que hizo que de inmediato
quisiera añadir a mi aspecto algún detalle suplementario. Le avisé, tratando de
ser lo más natural posible, que en mi cara podría observar algunos detalles
desconocidos para él a esas alturas de la vida, especialmente una cicatriz
imponente en una de mis mejillas. Ulpiano contraatacó alegando cierta cojera
que arrastraba desde que años atrás se cayó de bruces al suelo, al no poder
esquivar una loseta mal asentada en la acera, por lo que para reconocerle me
rogaba que permaneciera atento a la deambulación de quienes transitaran por mis
cercanías. Para entonces ya resultaba evidente que estábamos compitiendo para
ver quien de los dos resultaba más imprevisible, planteándose de esta manera
una batalla solapada entre nosotros, como era habitual cuando éramos unos críos
en el instituto. En esos momentos estuve a punto de disculparme y colgar
pensando que la situación podía hacerse desagradable, pues la tirantez que iba
aumentando entre nosotros podía dar al traste con el encuentro. Lo que, si debo
ser sincero, me hubiera tenido sin cuidado, pues verdaderamente aquel tipo y yo
nunca habíamos sido auténticos amigos, sino exclusivamente compañeros de clase
en el bachillerato. Además, ni siquiera nos llevábamos bien entonces y
competíamos por cualquier cosa, especialmente las chicas. Téngase en cuenta que
estábamos en plena adolescencia y nuestro torrente sanguíneo saturado de
hormonas. A pesar de todo, no pude resistirme a añadir algo más a mis
características físicas, añadiendo en ese momento que posiblemente se
sorprendería que con los años mi tez se había oscurecido un tanto por estar
mucho tiempo a la intemperie, y por si eso no fuera suficiente, le dije que lo
que le resultaría inconfundible sería la cara de un individuo, la mía, claro
está, que daba la sensación de estar permanentemente en estado de alerta y con
una punta de agresividad en el gesto. Él, sin embargo, no manifestó ninguna
sorpresa, como si lo que acababa de oír fuera lo previsible, y me dijo que
tales cambios son naturales con la edad y suelen reflejar las experiencias que
uno va dejando atrás. Por su lado, según me contó, él había sufrido un proceso
inverso al mío. De hecho, mucha gente al verle suponía que era de origen
nórdico por la blancura de su piel, y solían felicitarle por conservar el gesto
cándido de un joven que empieza a descubrir el mundo. Resultó claro para mí en
esos instantes que aquel tipo pretendía hacerse pasar por un ser tímido y
benevolente con el fin de desmoralizarme a priori, y que fuera a nuestro
encuentro con la mala conciencia que se le supone a un adulto acanallado y
violento. Era pues indudable que Ulpiano llevaba la delantera en esa fase
previa a nuestro cita, pues se presentaba como una víctima inocente de quien,
se trataba de mí, no podría ser mas que una persona desabrida y violenta. Para
que esto no quedara así, tuve aún tiempo de inventarme una terrible desgracia, el fallecimiento por
atropello de un hijo poliomielítico al cruzar un cruce de vías de tren sin
barrera. Como comprendería, estaba desesperado
y nada podía consolarme en adelante. Permaneció mudo durante unos momentos que
se alargaron hasta el medio minuto, tras lo que, después de pedirme perdón con
una voz entrecortada y apenas audible, comenzó a toser. Al principio de forma
moderada, con una especie de carraspeo que hacía imposible saber de que estaba
hablando, para, a continuación, dar rienda suelta a una tos cavernosa, durante
la cual se pudieron oír algunas voces alarmadas a su alrededor. Cuando se
recuperó al cabo de varios minutos, me dijo que no sabía cuanto sentía que le
hubiera dado “el ataque” en aquellos momentos, pero que esos accesos resultaban
imprevisibles, y además no tenía el “ventolín” a mano. Me informó que desde
hacía una década padecía de enfisema e insuficiencia respiratoria, y que a
pesar del tratamiento intensivo que llevaba, en ocasiones especialmente
emotivas, y el reencuentro con un amigo lo era, no podía evitarlo. Ni una
palabra del falso tren, el falso difunto ni el falso atropello. Las cosas al
llegar a ese punto ya estaban suficientemente claras, en el sentido que la vida
de cada uno le traía al otro sin cuidado, a pesar de lo cual nos despedimos
efusiva y cínicamente hasta el viernes siguiente a las nueve de la tarde en el
restaurante “La rana verde”. Dejé pasar la semana con cierta intranquilidad,
pues a pesar de haber ya tomado la firme decisión de no ir, tenía algunas dudas
sobre la honestidad de mi conducta, ya que, después de todo, había sido yo
quien propuso vernos cuando me llamó por teléfono confundiéndome con un
conocido. A la semana siguiente fui al
restaurante con cierto remordimiento para indagar si él si había acudido: un
traje totalmente verde no es algo que pudiera haber pasado desapercibido al
maître. Pero por difícil que resulte de creer así sucedió, y me tuve que
conformar con una explicación breve y poco creíble. Según aquel tipo, con la
cantidad de clientes que solían venir los viernes a esas horas, resultaba
imposible distinguir a unos de otros, “incluso aunque vinieran vestidos de
bomberos” (sic). Además, añadió, y esa era la razón principal de su ignorancia,
todos los empleados de aquel establecimiento eran daltónicos, y cualquier
afirmación que pudieran hacer en lo tocante a los colores no era digna del
menor crédito. Era inútil pues consultar a los camareros. Pude indagar más,
puntualizando que Ulpiano cojeaba y en ocasiones tosía con cierta violencia,
pero finalmente decidí que no valía la pena y que era mejor conservar un
recuerdo decoroso de él, a pesar de
tener el convencimiento de que su nombre quedaría indeleblemente unido al de un
conocido batracio.
NÚMEROS
Estoy
preocupado, hijo mío ¿por qué iba a decirte otra cosa? Ya sé tu contestación,
pero debo ser sincero y exponerme a tu mal humor. Has sido un hijo ejemplar,
creo que ya te lo he dicho muchas veces, y tú lo sabes, pero te falta paciencia
con este pobre viejo que va siendo tu padre. ¿Te haría feliz que te dijese
“Pepe, estoy estupendamente, no te preocupes por mi”, cuando sabes cuanto me
cuesta por las mañanas echar pie a tierra. Y no te molestes si una vez más
empleo una terminología marinera, ya sé que tu eres de tierra adentro y el agua
te da cierto repelús. Bueno, que me estoy desviando, y no quiero entretenerte,
para que puedas disfrutar del aire libre allá arriba. Sabes que a mi eso de la
escalada a lo que te dedicas no me hace ninguna gracia. No sé que se te ha
perdido en esos espantosos picachos a los que te dedicas a subir. Tengo la
impresión que siempre lo has hecho para llevarme la contraria. Ten mucho
cuidado por favor, no vaya a ser que te rompas la crisma, aunque ahora que lo
pienso quizás es eso lo que pretendes para que no te dé más la tabarra. Perdona
hijo, ya sabes que a veces se me va la cabeza y ya no sé ni lo que digo. El
asunto, como te dije al empezar la carta es que estoy bastante preocupado, y
con esto quiero decir: más preocupado que de costumbre. Duermo bien, eso es
cierto, pero tengo unos despertares extraños. Raros. Impropios de una persona
como yo, que siempre ha mantenido, como bien sabes, la cabeza sobre los hombros
a pesar de los pesares. Últimamente me despierto con números, quiero decir que
me despiertan los números. Ayer sin ir más lejos fue el siete. Sí, el siete,
ese número mitológico en nuestra cultura que son los días de la semana o los
brazos del candelabro judío, y no se cuantas cosas más que seguro que tú sabes.
Yo, Pepe, no soy judío, espero que de eso no dudes. No por nada, sino porque de
haberlo sido, quizás no estarías en este mundo, y no voy a hablarte aquí de
aquella época terrible en la que un señor bajito con bigote le dio por hacer
jabón con ellos. Ya sabes de qué te hablo. Y en cuanto a los días de la semana,
a mí siempre me ha dado igual uno que otro, aunque lógicamente prefiera sábados
y domingos por razones obvias. Recuerda, sin embargo, que nunca he hecho ascos
a los lunes. Siempre fui muy trabajador y entregado a la causa, así que ponerme
de nuevo manos a la obra siempre me pareció algo adecuado para empezar la
semana. Te decía que me despertó el siete, pero no el siete común y corriente
de los que solemos dibujar a base de trazos rectos. No, un siete alambicado,
retorcido, torturado. Un siete, en resumidas cuentas amenazante, como una
especie de hipocampo gigante con muy malas pulgas dispuesto a atacarme. A mí,
pobrecito, que ya no tengo fuerzas ni para espantar a una mosca. Bueno,
exagero, pero si has llegado hasta aquí, estoy seguro que me comprendes. Claro
que no solo se trata de ese número. Días atrás era el tres el que se me
presentaba a primeras horas de la mañana y me conminaba a levantarme y hacerme
de inmediato un café bien cargado. Fíjate tú que antojos: ¡el mítico número
tres agresivo con tu padre porque trataba de remolonear un rato en la cama! De
locos. Claro que me dirás que todo eso me ocurre de una forma bastante natural
porque siempre me han entusiasmado las matemáticas, y sin números no
existirían. Ya sabes que hubo un filósofo, Pitágoras si no me confundo, que
afirmaba que el número era lo principal del universo, el principio y el fin. El
alfa y el omega de san Juan. Para mí, amante, sin embargo, de los conceptos,
que ese hombre estaba un poco chiflado. A pesar de todo creo que tienes razón,
y que estas cosas me suceden por haber estado obsesionado con las matemáticas y
la geometría. Está bien. Lo acepto como un tributo a esa afición desmedida y un
homenaje póstumo a los grandes sabios que han hecho este mundo más inteligible,
digamos Tales de Mileto, Newton, Descartes, Leibniz, Euler o Cantor, por no
mencionar más que a los eximios. Pepe, de todas maneras sigo un poco asustado ¿qué
podría hacer si la situación se complica y empiezo a soñar con los números
primos? ¿O con los irracionales, o pi, o el segmento áureo? Sería un desastre.
Prefiero limitarme a los nueve naturales o en todo caso a figuras geométricas
simples, de geometría plana, por supuesto. Soñar con cuadrados, hexágonos o
rectángulos no estaría mal, aunque me gustaría más soñar con triángulos, una
forma gráfica del número tres, al que ya estoy acostumbrado. Que fueran
equiláteros, isósceles o escalenos, eso me daría igual: en cualquier caso la
Trinidad. Bueno, hijo, acuérdate de tu padre y no te preocupes. De la cabeza
ando muy bien como podrás ver en estas breves líneas, aunque me inquieta esta
invasión nocturna de guarismos y figuras geométricas. Bien pensado, tampoco
está mal que alguien se acuerde de ellas. A veces pienso que en caso contrario
iban a sentirse muy solas. Cuídate. Un abrazo de tu padre.
PS.- Usa casco,
calzado adecuado, cuerda de primera calidad y piolets como Dios manda. Esos
riscos son muy traicioneros
miércoles, 7 de agosto de 2013
OASIS
Detesto este
cuerpo que me impone unas servidumbres para las que no me siento preparado. De
entrada, afirmo que su forma, estructura y funcionamiento no me parecen las más
adecuadas para mis necesidades. Y que aquí no se me venga con la banalidad de
que, después de todo, mi cerebro también forma parte del mismo. No me interesa.
Es evidente que las ideas, que son lo verdaderamente importante, no son entes
materiales a los que se pueda constreñir dentro de un amasijo desagradable de
pasta gris debajo del cráneo (de la blanca más vale ni hablar). No, yo no elegí
este artefacto que me traslada por el espacio, y debo confesar sin más tardanza,
la humillación que me producen las articulaciones. Esos cambios de dirección a
los que son sometidas nuestras extremidades (especialmente las inferiores), que
con demasiada frecuencia nos hacen hincar la rodilla. No, sinceramente. Yo
prefiero una silla de ruedas y una mucama que me pasee a mi antojo a media mañana
para tomar un aperitivo que bien me merezco. Y ciertas tardes en las que el
tiempo apacible invita a ello, a contemplar la puesta del sol, algo adecuado al
lirismo que, sin quererlo expresamente, invade mis neuronas. Temo, sin embargo,
que el servicio doméstico tome conciencia de la humillación que supone tirar de
un pobre viejo de aquí para allá, y acabe reivindicándose en una pendiente,
dejando al artilugio en cuestión al albur de las leyes físicas dominantes, en
concreto, de la fuerza de la gravedad. Si tal cosa ocurriera, mi cuerpo tendrá el
castigo debido a su ineptitud, aunque a pesar de todo, espero que al llegar
abajo, el impacto permita a mi cerebro, ponerle una demanda de homicidio por
imprudencia temeraria.
Hoy la mañana se
despereza lentamente y no augura la alegría del sol y de la playa, únicos
atractivos de este horrible lugar, cuyo principal incentivo es imaginar que un
día no lejano, la piqueta tenga algo que decir en el asunto. Decido por lo
tanto tomármelo con calma y pasear por sus calles desiertas. Sus edificios
antiquísimos recuerdan a las construcciones terrosas de Tombuctú. El
arquitecto, sin duda se inspiró en ellos, pero no pudo desprenderse de su
origen peninsular, y proliferan aleatoriamente, un tipo de torres imitación de
las de la Sagrada Familia en Barcelona, y que incluso recuerdan a los relojes
blandos de Salvador Dalí. Harto de espectros y terracotas, me encamino
finalmente hacia el mar. Sopla un viento cálido, parecido al simún africano,
que me intriga. Cuando llego a la orilla el misterio se hace aún más evidente,
pues el agua se han convertido en arena, y el horizonte se ha poblado de
camellos y palmeras. Seguiré, sin embargo, caminando: los oasis siempre han
sido la promesa del desierto.
domingo, 4 de agosto de 2013
DECLIVES
Después de la playa comimos en un
pequeño restaurante cerca del hotel. Mi hermano suele tener buen gusto en estos
menesteres y no se equivocó. “99 vinos” ofrecía un menú adecuado y a buen
precio para un día festivo, en los que lo natural es solo ofrecer la carta del
establecimiento por razones obvias. Al salir, ya dentro del coche, se me
ocurrió que en las actividades previstas para el día, debíamos incluir alguna
que se saliera de lo habitual. Nos pusimos de acuerdo rápidamente, y en
cuestión de segundos se nos antojó acercarnos a un tipo mayor y un tanto
decrépito que se acercaba por la acera. Nos dirigimos a él, le tapamos la boca
con cinta aislante americana que siempre tengo a mano, y lo metimos en el
vehículo. Una vez repuesto del susto, comenzó a patalear tratando de
agredirnos, pero Juancar le sacudió en la cabeza con la llave inglesa que llevo
en la guantera, y se calló de inmediato. Ya en carretera, tras verificar que
respiraba, le ató las manos a la espalda y le cubrió la cabeza con una bolsa
negra de basura. La situación, posiblemente debido a los vinos de la comida,
nos parecía divertida, y los dos nos echamos a reír como si se tratara del gag
de una película cómica largamente ensayado. Me dirigí enseguida al monte de Los
Lobos por una carretera comarcal de difícil acceso, y en las proximidades de la
cima me desvié por un camino de cabras entre árboles y detuve el coche. Sacamos
a aquel individuo, y sin dirigirnos la palabra le amarramos a un árbol. Tras
asegurarnos que no le resultaría fácil soltarse, le dejamos allí y nos fuimos.
Al poco tiempo se puso a llover a mares, y llegamos a temer que con el agua, la
bolsa que cubría su cabeza se arrugase y tendría problemas para respirar. De
todas formas decidimos no hacer nada porque, aunque nos disgustaría que muriese,
nos parecía que cualquier información que diéramos a la policía para que lo
buscara podría delatarnos. Además, aunque pronto sería de noche, por aquella
zona los lobos ya no eran tan habituales como tiempo atrás. Posiblemente
sobreviviría. De todos modos, los días siguientes leeríamos la prensa para
enterarnos del desenlace. Teníamos nuestra sensibilidad, y a pesar de estar ya
a cientos de kilómetros del lugar, era lo mínimo que podría esperarse de
nosotros.
-Duermo en una habitación del
hotel con una ventana que da sobre el jardín del asilo. Me entretengo viendo a
los viejos cochambrosos moviéndose con dificultad, acompañados por sus
familiares o por algunas enfermeras. Joder, pensar que eso mismo me espera a mí
dentro de poco tiempo, me subleva enormemente. Y no exagero. Ya soy consciente
de que en ocasiones pierdo la memoria de una forma que no es normal, a pesar de
que se diga que cuando uno se hace mayor es lo natural. Además empiezo a tener
dificultades con la cadera y las rodillas por la puta artrosis, y debo tomarme
varias pastillas. Para eso, y para la gota, que esa es otra historia. Al
anochecer, el jardín se va quedando vacío porque debe ser la hora de cenar y se
llevan a los ancianos al comedor, aunque algunos parecen resistirse. Hace una
temperatura ideal, todavía hay sol, y les debe apetecer sentir que todavía
están vivos. Veo que bajo un árbol frondoso, detrás de unos setos, se han olvidado
a un tipo en silla de ruedas que debe tener dificultades para hablar, aunque es
evidente que trata de hacerlo para que no le dejen solo, y agita la cabeza y el
tronco inútilmente tratando de llamar la atención. La escena es lamentable.
Odio a aquel individuo, y cuando me doy cuenta de que me ve y me mira con
desesperación, saco la cabeza por la ventana y soy incapaz de reprimirme. Le
llamo hijo de puta y me meto hacia dentro. Pronto se darán cuenta de su
ausencia y las enfermeras vendrán a buscarle. Me tumbo en la cama y espero.
lunes, 29 de julio de 2013
TEATROS
Asisto a una
representación teatral y espero que comience la función con cierta
intranquilidad, mi acompañante no para de hablar y supongo que al menos
entonces se callará. Es tremenda la necesidad de esta persona de hablar
ininterrumpidamente, como si fuera incapaz de mantener ciertos asuntos para sí
misma: da la impresión que dice todo lo que se le pasa por la cabeza. La verdad
es que llega un momento en que más que molesto empiezo a sentirme irritado, y
tengo que hacer un verdadero esfuerzo para no soltarle una inconveniencia, pero
me contengo porque estoy seguro de que
ni siquiera decírselo de buenas maneras serviría de nada, y tampoco se trata de
alegar males imaginarios, aunque estoy a punto de decirle que me duele la
cabeza. Conociéndola como la conozco, lo más probable es que esto fuera inútil, y hasta es posible que me
propusiera abandonar la sala para ir a pasear por los alrededores y tomar una
aspirina en cualquier sitio. Ni hablar, sería lo que me faltaba, tampoco así se
callaría y la pena sería doble: perderme el espectáculo y seguir oyéndola.
Cuando por fin se apagan las luces y se levanta el telón, siento un alivio que
solo comprenderá quien se haya visto en una situación parecida, pero ya desde
ese instante temo la salida en apenas dos horas, momento en el que estoy seguro
que se verborrea se disparará hasta límites difícilmente soportables. Como
norma, tiene la costumbre de comentar la obra y exigirme una crítica casi profesional,
algo de lo que tengo el convencimiento que le tiene sin cuidado, porque solo
valora el run-run que llega a sus oídos. Se levanta el telón y durante unos
minutos seis personajes, tres hombres y tres mujeres vestidos de época, se
pasean de un lado a otro del escenario sin abrir la boca pero gesticulando
desmesuradamente, lo que al parecer hace mucha gracia a buena parte del público
que ríe de forma estentórea. María Luisa también parece muy divertida y trata
de decirme algo al oído en repetidas ocasiones, de lo que puedo zafarme
adoptando una actitud hierática lo más parecida que puedo a la de una momia, y
no dándome por aludido. Finalmente, sin duda irritada por mi silencio, levanta
la voz y alguien nos chita con vehemencia desde las filas de atrás. De repente,
los seis personajes se ponen a hablar al mismo tiempo, lo que causa en la sala
una hilaridad bordeando el histerismo que me deja perplejo, ya que, además, no
entiendo absolutamente nada. Enseguida me doy cuenta de que no hablan en
castellano sino en un idioma del que no tengo la menor idea. La miro atónito
buscando una explicación, pero ella sigue impertérrita atenta al escenario y
desternillándose de risa, por lo que recurro al programa de mano en cuya
portada puedo leer a duras penas “texto original en polaco”, lo que deja todo
bien claro. María Luisa, supongo que herida por mi falta de atención previa, no
vuelve a dirigirme la mirada y permanece en tal actitud las dos horas que dura
la función, durante las cuales recurro a varios métodos de relajación para
llegar hasta el final en mis cabales.
Ella, sin embargo, parece asistir a la función no solo complacida sino con un
entusiasmo que hace patente mediante carcajadas cada cierto tiempo,
afortunadamente coincidentes con las del resto de la audiencia. Se trata al
parecer de una especie de tragicomedia con los personajes mencionados, que en
seis cuadros consecutivos interpretan a tres parejas amigas, que por diversos
motivos sufren una serie de equívocos en sus relaciones, dando pie a seis finales
diferentes en los cinco últimos minutos de cada cuadro. Resumiendo: durante los
quince primeros minutos de cada uno de ellos, los personajes hacen y dicen
exactamente lo mismo, hasta que uno varía el texto y desencadena un final en el
que uno de los otros, siempre diferente, resulta culpable y sirve de chivo
expiatorio a la ira de los demás, lo que pretendiendo dar un giro dramático a
la situación, a mí me parece una verdadera astracanada (o seis, para ser
exactos). Al salir del teatro, María Luisa adopta una actitud muy digna y no
abre la boca hasta pasado un buen rato, en el que inopinadamente vuelve a su
ser original y comienza a perorar con auténtico furor, producido sin duda por
la represión a la que se ha sometido para estar callada, y posiblemente apoyada
por el enfado ante mi actitud en la sala. Aliviado por esta vuelta a la
normalidad, me dedico a tomar cañas de cerveza sin solución de continuidad
durante un buen rato, hasta que en uno de los locales de la calle Echegaray me
decido a hablar tratando de establecer algo lo más parecido que puedo a una
conversación. La cerveza sin duda ha hecho su efecto, y soy incapaz de
mantenerme a la defensiva o ser políticamente correcto, por lo que nada más
empezar le pregunto si no cree que en su infancia fue una niña maltratada, en
el sentido de no haber sido objeto de la atención necesaria por parte de sus
padres. Se queda muy sorprendida por mi pregunta y tras intentar balbucear
algo, permanece en silencio, lo que aprovecho para añadir que, en todo caso, la
cosa no sería tan grave si tuvo una chacha o ama de cría cariñosas. Me mira con
los ojos desmesuradamente abiertos, como si acabara de pronunciar un sacrilegio
o asistiera al instante inicial de la creación del universo, pero sigue en
silencio balbuceando algo que no comprendo en absoluto, semejante a un bebé
tratando de pronunciar su primera palabra con sentido después de aprender a
decir “mamá”. Siento cierta inquietud temiendo su reacción, y trato de
tranquilizarme apurando de un trago una copa de vino y una buena porción del
morcillo con ensalada que nos han
servido pocos momentos antes. No abre la boca y me mira sin pestañear durante
cinco minutos, al cabo de los cuales se levanta y se va, después de llamarme en
voz alta hijo de puta con una rotundidad que sorprende a los camareros creyendo
que se trata de una comanda requerida de forma perentoria. La veo salir por la
puerta muy digna, y lo que más lamento es que no me haya dejado terminar la
batería de posibles causas de su incontinencia verbal que tenía preparadas,
entre las que destaca la enunciada por algunos antropólogos referente a la
necesidad de hablar y la desparasitación compulsiva de ciertos primates,
especialmente chimpancés y bonobobos. Cuando poco después abandono el local un
tanto decepcionado, trato de consolarme recordando el espectáculo al que he
asistido poco antes en su compañía, en lo que lo único que faltó como colofón,
por aquello del idioma, fue la presencia del Papa polaco, tiara, báculo y capa
de armiño incluidos.
CENSOS
Mi casa está situada en un cuarto piso de un edificio de siete plantas,
por lo que tres me separan del suelo y otras tres del techo, algo que me tiene
muy satisfecho, teniendo en cuenta que soy un amante declarado de la simetría y
el centro de gravedad (no considero los cimientos). Se accede a ella a través
de una puerta acorazada de diez centímetros de grosor y no menos de dieciocho
anclajes, lo que la hace prácticamente inviolable, a no ser derribándola por medio
de una voladura. Este es un equívoco con el que me divierto, haciendo suponer a
los vecinos que algo verdaderamente valioso debe esconderse en su interior,
cuando un inquilino ha tomado tantas precauciones. Un error garrafal que no me
voy a tomar la molestia de desmentir, considerando que la imaginación juega un
papel importante en la vida de los primates superiores, y ellos lo son. Lo
cierto, como ya se puede intuir de lo expuesto, es que soy prácticamente un
anacoreta que ha prescindido de su cueva en la montaña o de su celda en el
cenobio, para vivir en un piso barato de las afueras, pero al que si algo le
caracteriza en ese sentido, es una austeridad que para sí hubiera querido San Jerónimo
y otros entusiastas del ayuno, por poner un ejemplo. Una vez abierta la puerta,
el visitante se va a topar, tras descorrer una modesta cortina de paño o de
macarrones de plástico (las alterno), con una tosca mesa de pino gallego, dos
banquetas y un viejo sillón con reposa brazos, en el que puedo apoyar la cabeza
y abandonarme a mis ensoñaciones cuando me pongo a la labor. Ni un solo libro
en una magra estantería, que lo único que contiene es un cenicero de terracota,
por otro lado inútil puesto que no fumo, y un plumero de avestruz con el que diariamente
quito al polvo a lo poco que allí pueda merecer tal faena. Es decir, aparte de
lo ya mencionado, dos grabados con unas escenas del Lao-Tsé, a lomos de un yak
cuando recorrió China de un extremo al otro predicando el Tao Te King. Lo
verdaderamente reseñable de este lugar, aparte de la única bombilla que cuelga
del techo, es una televisión de plasma de 47 pulgadas , con disco duro para
grabar y puertos para CD, DVD y USB, además de otros cuyo empleo desconozco,
esencialmente porque me tienen sin cuidado. De hecho, este aparato no deja de
ser una metáfora con la que de algún modo juego conmigo mismo, pues para lo
único que me sirve es para tener un testigo imparcial pero moderno de mis
propias actividades, a través del cual dejo que el mundo penetre en mi
intimidad y de esta forma no ser tachado de solipsista. Las demás habitaciones
de mi casa apenas si tienen algo que añadir a lo ya reseñado, y no creo que
merezca la pena especificarlo aquí, pues quien más y quien menos tiene una idea
de los trastos que hacen falta para sobrevivir, teniendo en cuenta que comer,
dormir, evacuar y una higiene adecuada, siempre han contado con mi aprobación. De
todas maneras, cualquier cosa que se suponga idónea para tales menesteres, debe considerarse en su versión
más modesta. Huyo del lujo y el dispendio, no porque piense que otros deban
imitarme, sino porque hace tiempo que lo superfluo dejó de tener sentido para
mí, amante de minimalismo y la literatura conceptista, aunque puedo asegurar
que aún así no he logrado que mi cuenta bancaria aumente ni un céntimo. No soy
pobre de solemnidad ni lo pretendo, sino, con toda probabilidad, una victima
más de sus sinapsis neuronales, que me inclinan hacia este modo de vida, pero
que de la misma manera podían haberme llevado al barroco y el gongorismo. En cualquier caso, puedo aquí
confesar sin sonrojo que mi cama, de apenas de 70x180 cms, consta de cuatro
patas y somier, sin cabecero ni dosel, pero con colchón (las tablas con púas
las dejo para los santones y los samyasines que abundan en la lejana India, si
tal cosa les alivia los dolores de espalda). El pasillo es un corredor de diez metros
de longitud, algo bastante incomprensible, teniendo en cuenta las modestas
dimensiones de la casa, lo que me hace suponer que su propietario (vivo de
alquiler) es una persona en tránsito permanente, pues las habitaciones apenas
son habitables. Paradójicamente, tal anomalía me viene bien para practicar mis
ejercicios, consistentes en su inmensa mayoría en pruebas atléticas de
velocidad y fondo sin obstáculos. Cuando llega el invierno, lo cubro
completamente con una esterilla de cáñamo que, por cierto, debo ir pensando en
sustituir, pues desprende unas partículas de polvo que me hacen necesario el empleo de una mascarilla
para respirar, algo aconsejable por motivos sobre los que no creo que sea
necesario alargarme aquí. También practico yoga a base de asanas, al parecer
muy adecuado para conseguir tener la flexibilidad de un contorsionista, lo que
me estimula sobremanera, pues no descarto en un futuro próximo, llegar a introducirme
en una caja de zapatos y trabajar en un circo. Dos de las tres habitaciones del
lugar están totalmente vacías y son redundantes (en el sentido de que sobran),
pero no me atrevo a decir al propietario que las alquile a otras personas para obtener una renta suplementaria y
bajarme el alquiler, pues, bien pensado, podía ser un incordio: no soporto a
nadie en mis proximidades. Estos habitáculos cumplen, sin embargo, una función
que, sin lugar a dudas, contribuye a mantener dentro de los márgenes adecuados
mi cordura, pues en una de ellas guardo sobre una mesa, que quizás no merezca
tal nombre, un inventario pormenorizado de todos los enseres caseros a los que
renuncio dada la escasez de mi peculio. Entre ellos pueden contarse el
home-cinema, las cuberterías de plata, las vajillas de Sèvres y el Ko-i-noor.
Otra vez será. En la segunda habitación, sobre un antiguo chifonier adquirido
en el Rastro a precio de ganga, se encuentra otro inventario con los objetos y
utensilios a los que, entrando dentro de mis posibles, he renunciado en
homenaje a los poderosos que pasaron las largas noches de sus vidas en habitaciones
mínimas, yaciendo poco más que sobre jergones de borra, impropios de sus
espaldas y augustas posaderas. Y los dos que me vienen a las mientes casi de
inmediato, son Felipe II, el rey gotoso, alojado en un cuchitril deleznable de
el monasterio de El Escorial, y el general Franco, refugiado tras su apenas
perceptible lucecita de El Pardo. Claro que tengo hacia ellos un sentimiento
ambivalente, pues si por un lado valoro su austeridad y contención del gasto
(fundamentales ambos en tiempos de crisis), por otro no puedo dejar de pensar
que el censo de indios americanos sufrió una brusca caída durante el reinado
del primero, algo a lo que finalmente no pudo sustraerse el segundo mucho
tiempo después, echando mano de sus propios compatriotas para incrementar el
estadillo de bajas.
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