La abuelita es un caso, y últimamente incluso se está volviendo
desagradable conmigo. Ayer, sin ir más lejos, me ha dicho que me ve muy raro,
pues no es normal que a un chico de mi edad se le esté haciendo tan evidente el
esqueleto. Para seguirle la broma le dije que ese, en todo caso, sería su
problema, pues ya se sabe que con los años los huesos pugnan por salir al
exterior, algo para nada extraño cuando se está tan flaca como ella y ya se
espera la caja de pino. Me contestó que
de eso estaba convencida, pero que en ella no era nada raro dada su edad y el
haber tenido toda su vida de una osamenta más que notable, pero que sí lo era
en mi caso. De hecho, a pesar de que yo intenté zafarme, se me acercó y empezó
a toquetearme por todos lados, diciendo con entusiasmo “lo ves, lo ves”, al
tiempo que quería demostrar a los demás la evidencia de mi extraña fisonomía.
Pues no dice que me encuentre flaco, sino, para ser sincero, todo lo contrario,
incluso obeso, pero que en la cara y las articulaciones mis huesos parecen
haberse rebelado y tratan de salir a la superficie, dando de mí una imagen de
fenómeno de feria. El resto de mis hermanos se ha mantenido en silencio, algo
que también han hecho mis padres un tanto compungidos, aunque mamá finalmente
ha tratado de sonreír con una mueca un tanto histérica, y me ha tocado la cara
señalando mis pómulos al tiempo que exclamaba “Josema siempre ha sido así, un
poco chinito”, y se ha callado. Pero la abuela es testaruda, y ha seguido
insistiendo durante todo el segundo plato, diciendo que debían llevarme al
médico, pues más que especial, me encuentra un caso extraño, de los que no ha
visto ni uno solo en sus noventa años de vida. Llegados a este punto y ante el
silencio de los demás, me he levantado y he ido a mirarme al espejo del cuarto
de baño y después al de cuerpo entero del vestidor de mamá, donde la verdad me
he encontrado tan grotesco como siempre pero no diferente, por lo que he vuelto
a la mesa más tranquilo, habiendo tomado la decisión de hacer una pequeña
dieta, consistente esencialmente en no comer magdalenas ni bollería, algo que
desgraciadamente me entusiasma. Como si hubiera adivinado mis pensamientos,
Elisa, que así se llamaba la madre de mi madre, me ha reconvenido, diciéndome
que no se trataba de dietas ni de otras zarandajas por el estilo, sino de
llevar una vida más sana, hacer algo de ejercicio y prescindir definitivamente de
los tendencias propias de mi edad que, según ella yo llevaba a unos extremos
incompatibles con la salud y la cordura de un adolescente. Mis padres me han
mirado al mismo tiempo, supongo que sospechando que la abuela tenía algo más
que simples referencias de mis vicios ocultos, pero yo les he sostenido la
mirada no dándome por aludido. Mis hermanos han comenzado a reírse por lo bajo
hasta que finalmente han estallado en una carcajada colectiva, a la que se ha
sumado la abuela con una energía impropio de su edad, al tiempo que se
reafirmaba en sus consideraciones anteriores. Finalmente ha sido papá el que ha
salido en mi defensa, y se ha dirigido a la anciana de forma desabrida
recriminándole su actitud y afirmando que ya estaba bien, que Josema siempre
había sido un joven virtuoso, y que nada de lo que estaba diciendo era cierto. “Bastante
tiene ya el chico con suponer que a no tardar mucho se va a quedar ciego”, dijo
poco antes de levantarse sin probar el postre.
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