Abro los ojos y
un huracán penetra por mis pupilas, suponiendo que el viento sea algo más que la
vibración desmedida de unas moléculas de aire. Penetra al mismo tiempo, ayudada
esta vez por las trompas de Eustaquio, la quinta sinfonía de Beethoven que, a
pesar de todo, yo percibo en un tono moderado incluso en sus crescendos más
impetuosos.
Es esta al
parecer una facultad novedosa que se ha originado en mis órganos perceptivos
por mis amaneceres fuera de lugar, cuando a través de la ventana ya puedo
percibir las primeras luces del alba. Soy pues feliz así con una felicidad que
nada tiene que ver con la alegría strictu senso, sino con la íntima
satisfacción de verificar que aún estoy vivo.
No debo pues
pretender otra cosa. Tratar en todo caso de no retener el aliento, y ver que
milagrosamente él solo es capaz de de generarse sin que mi voluntad intervenga
para nada. Y en los momentos en que me asalta la duda, concentrarme en ese
flujo que siéndome ajeno me posee, y sin el cual yo no sería absolutamente
nada. O, como mucho, una piedra.
Recordar de esta
manera que la vida consiste en una sucesión de acaeceres para los que uno debe
de estar someramente preparado. No dudar, cuando flaquee el ánimo que, después
de todo, el asunto consiste, grosso modo, en poner un pié después del otro y
desplazarse. O viceversa. La sencillez de lo verdaderamente importante. La
ausencia momentánea de la silla de ruedas.
Eso es todo, me
digo, cuando finalmente me obligo a cerrar los ojos y el mundo se convierte en
un cuarto oscuro, donde alguien que me resulta ajeno se empeña en encender la
luz. Llega entonces el momento preciso en que el huracán se desvanece y aparece
la brisa. Y Beethoven es un modesto músico callejero que uno contempla, ajeno a
sus sinfonías, con el embeleso con el que se escucha un solo de flauta surgido
la nada.
En resumidas
cuentas.
Aproximadamente
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