Al final del
verano quedamos para comer en un restaurante nuevo que, al parecer, tenía un
menú barato y bastante aceptable. Los tres nos solíamos reunir con cierta
regularidad para ponernos al corriente de la vida de cada uno de nosotros,
aunque luego resultara que por nuestra personalidad y gustos personales, acabáramos
hablando de asuntos que no tenían demasiado que ver con ellas. Esto era así
porque cada cual, después de unos prolegómenos bastante previsibles, nos
atrincherábamos en los temas a los que dábamos preferencia en nuestras
aficiones. Julius, después de hacer una mención somera de sus hijos, de quienes
se sentía profundamente orgulloso, solía decantarse por la informática y en general
por cualquier cosa en la que el electromagnetismo estuviera de por medio: ipods,
ipads, tabletas, e-books y la inmensa gama de teléfonos móviles, de los que
hacía colección al poco de salir al mercado. Eso, después de todo era, decía
él, algo de lo que la gente joven ya no puede prescindir, y en ese sentido él
mismo era un hombre maduro veteado de una adolescencia que se resistía a
abandonar. No era ese tema, no obstante, lo que más tiempo le ocupaba, pues era
un aficionado impenitente a la gastronomía y todo lo que la rodea, que en su
opinión tenía un valor semejante. En concreto, de las cuberterías, las vajillas
y todos los aditamentos que hacen que una mesa para comer, en su opinión,
puediera ser considerada como tal. De hecho, profundizando un poco en sus
aficiones, pronto nos dimos cuenta que más que un gourmet como Dios manda,
pendiente del sabor y la textura del condumio, era un amante de las formas, por
lo que al poco de sentarse, ya peroraba de la excelencia o deficiencias del
servicio de mesa, de la que en más de una vez se levantó por no estar de
acuerdo con la calidad de los manteles o el diseño de las cucharas, por poner
un ejemplo. Zeluí, sin embargo, una vez que se sentaba a la mesa, prescindía de
lo que él llamaba “ esas frivolidades”, cuando entre ellos surgía algún
desacuerdo, y enfocaba su discurso hacia el cuidado de la prole (en esos
momentos constituida por sus nietos y biznietos), las matemáticas, y el fútbol,
conceptos que solía unir en algún momento de la conversación mediante algoritmos
simples, que ponían en relación la edad de los niños, la geometría euclidiana,
y la posibilidad de gol por desmarque cerca del área contraria. Yo, por mi
parte, intentaba hacer derivar nuestro encuentro hacia consideraciones de orden
filosófico que, a decir verdad, a ellos les sacaba de sus casillas, pues no
estaban dispuestos a mezclar los salmonetes, las chuletas o el vino tinto con
la dialéctica aristotélica ni los conceptos a priori y a posteriori de Inmanuel
Kant. Cuando percibía su malestar, hacía derivar mi conversación hacia el
tenis, algo del que ellos, sin embargo, tenían una información solo superficial.
Julius porque consideraba que estéticamente era un espectáculo un tanto zafio
con demasiadas carencias (abogaba por canchas más barrocas y por una indumentaria
de los jugadores que pudiese aceptar los
motivos florales). Y Zeluí, por su parte, consideraba que la biomecánica
del golpeo no se atenía a la geometría simple de Thales de Mileto, pues en él
intervenía sobremanera la resistencia al movimiento por la fricción entre la
bola y las cuerdas de la raqueta, algo que el sabio griego no llegó a
considerar, y que hacía de las trayectorias algo “no bello”, cosa a su parecer
inaceptable. Como podrá fácilmente comprenderse, con mucha frecuencia nuestros
encuentros solían terminar como el rosario de la aurora, y cada cual acababa
desentendiéndose de lo que decían los otros, y levantando la voz, valorábamos
nuestros puntos de vista en los temas en los que nos sentíamos implicados, con
lo que, a los postres, nuestra mesa era lo más parecido a un patio de colegio a
la hora del recreo. Aún así, insistíamos en nuestras comidas fraternales,
posiblemente llevados por un prurito esteticista, en el que cada uno trataba de
afianzar la validez de su concepción del mundo. Julius sin informática y Zeluí
sin fútbol, es posible que hiciera tiempo que hubiesen puesto punto final a sus
existencias, por métodos que sin duda harían recordar en su ejecución a sus
querencias favoritas. Yo, por mi parte, debo ser sincero y afirmar que hubiera
obrado de la misma manera, pues sin “el imperativo categórico” o el revés
liftado a una mano, el universo no tendría sentido. Nuestra comida, dados los
antecedentes, prometía ser un encuentro más, en el que cada cual acabaría divagando
sobre sus temas preferidos, algo que, por otro lado, los tres sabíamos de
antemano, puesto que, cada cual, ya antes de sentarse, tenía sus estrategias
bien definidas. Finalmente, lo que debía quedar claro era quien debía pagar por
aquel absurdo, considerando que si bien nuestras aficiones y puntos de vista
eran gratis, el menú, aunque barato, no lo era. Hay que considerar, además, que,
para finalizar, solíamos regar lo ingerido con licores varios para nada
gratuitos, y que con frecuencia el resto de clientes se acercaba y se unía a
nosotros, exponiendo sus opiniones al respecto, y participando de unas copas,
que se añadirían a la nota. La reunión, que solía comenzar en un tono discreto
en el que apenas hacíamos notar nuestra presencia, acababa en una auténtica
algarada, que en alguna ocasión ocasionó el cierre del establecimiento por
escándalo público, pues no sería la primera vez en que las sillas volaran por
lo aires y algún vecino acabara avisando a la policía.
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