Mi casa está situada en un cuarto piso de un edificio de siete plantas,
por lo que tres me separan del suelo y otras tres del techo, algo que me tiene
muy satisfecho, teniendo en cuenta que soy un amante declarado de la simetría y
el centro de gravedad (no considero los cimientos). Se accede a ella a través
de una puerta acorazada de diez centímetros de grosor y no menos de dieciocho
anclajes, lo que la hace prácticamente inviolable, a no ser derribándola por medio
de una voladura. Este es un equívoco con el que me divierto, haciendo suponer a
los vecinos que algo verdaderamente valioso debe esconderse en su interior,
cuando un inquilino ha tomado tantas precauciones. Un error garrafal que no me
voy a tomar la molestia de desmentir, considerando que la imaginación juega un
papel importante en la vida de los primates superiores, y ellos lo son. Lo
cierto, como ya se puede intuir de lo expuesto, es que soy prácticamente un
anacoreta que ha prescindido de su cueva en la montaña o de su celda en el
cenobio, para vivir en un piso barato de las afueras, pero al que si algo le
caracteriza en ese sentido, es una austeridad que para sí hubiera querido San Jerónimo
y otros entusiastas del ayuno, por poner un ejemplo. Una vez abierta la puerta,
el visitante se va a topar, tras descorrer una modesta cortina de paño o de
macarrones de plástico (las alterno), con una tosca mesa de pino gallego, dos
banquetas y un viejo sillón con reposa brazos, en el que puedo apoyar la cabeza
y abandonarme a mis ensoñaciones cuando me pongo a la labor. Ni un solo libro
en una magra estantería, que lo único que contiene es un cenicero de terracota,
por otro lado inútil puesto que no fumo, y un plumero de avestruz con el que diariamente
quito al polvo a lo poco que allí pueda merecer tal faena. Es decir, aparte de
lo ya mencionado, dos grabados con unas escenas del Lao-Tsé, a lomos de un yak
cuando recorrió China de un extremo al otro predicando el Tao Te King. Lo
verdaderamente reseñable de este lugar, aparte de la única bombilla que cuelga
del techo, es una televisión de plasma de 47 pulgadas , con disco duro para
grabar y puertos para CD, DVD y USB, además de otros cuyo empleo desconozco,
esencialmente porque me tienen sin cuidado. De hecho, este aparato no deja de
ser una metáfora con la que de algún modo juego conmigo mismo, pues para lo
único que me sirve es para tener un testigo imparcial pero moderno de mis
propias actividades, a través del cual dejo que el mundo penetre en mi
intimidad y de esta forma no ser tachado de solipsista. Las demás habitaciones
de mi casa apenas si tienen algo que añadir a lo ya reseñado, y no creo que
merezca la pena especificarlo aquí, pues quien más y quien menos tiene una idea
de los trastos que hacen falta para sobrevivir, teniendo en cuenta que comer,
dormir, evacuar y una higiene adecuada, siempre han contado con mi aprobación. De
todas maneras, cualquier cosa que se suponga idónea para tales menesteres, debe considerarse en su versión
más modesta. Huyo del lujo y el dispendio, no porque piense que otros deban
imitarme, sino porque hace tiempo que lo superfluo dejó de tener sentido para
mí, amante de minimalismo y la literatura conceptista, aunque puedo asegurar
que aún así no he logrado que mi cuenta bancaria aumente ni un céntimo. No soy
pobre de solemnidad ni lo pretendo, sino, con toda probabilidad, una victima
más de sus sinapsis neuronales, que me inclinan hacia este modo de vida, pero
que de la misma manera podían haberme llevado al barroco y el gongorismo. En cualquier caso, puedo aquí
confesar sin sonrojo que mi cama, de apenas de 70x180 cms, consta de cuatro
patas y somier, sin cabecero ni dosel, pero con colchón (las tablas con púas
las dejo para los santones y los samyasines que abundan en la lejana India, si
tal cosa les alivia los dolores de espalda). El pasillo es un corredor de diez metros
de longitud, algo bastante incomprensible, teniendo en cuenta las modestas
dimensiones de la casa, lo que me hace suponer que su propietario (vivo de
alquiler) es una persona en tránsito permanente, pues las habitaciones apenas
son habitables. Paradójicamente, tal anomalía me viene bien para practicar mis
ejercicios, consistentes en su inmensa mayoría en pruebas atléticas de
velocidad y fondo sin obstáculos. Cuando llega el invierno, lo cubro
completamente con una esterilla de cáñamo que, por cierto, debo ir pensando en
sustituir, pues desprende unas partículas de polvo que me hacen necesario el empleo de una mascarilla
para respirar, algo aconsejable por motivos sobre los que no creo que sea
necesario alargarme aquí. También practico yoga a base de asanas, al parecer
muy adecuado para conseguir tener la flexibilidad de un contorsionista, lo que
me estimula sobremanera, pues no descarto en un futuro próximo, llegar a introducirme
en una caja de zapatos y trabajar en un circo. Dos de las tres habitaciones del
lugar están totalmente vacías y son redundantes (en el sentido de que sobran),
pero no me atrevo a decir al propietario que las alquile a otras personas para obtener una renta suplementaria y
bajarme el alquiler, pues, bien pensado, podía ser un incordio: no soporto a
nadie en mis proximidades. Estos habitáculos cumplen, sin embargo, una función
que, sin lugar a dudas, contribuye a mantener dentro de los márgenes adecuados
mi cordura, pues en una de ellas guardo sobre una mesa, que quizás no merezca
tal nombre, un inventario pormenorizado de todos los enseres caseros a los que
renuncio dada la escasez de mi peculio. Entre ellos pueden contarse el
home-cinema, las cuberterías de plata, las vajillas de Sèvres y el Ko-i-noor.
Otra vez será. En la segunda habitación, sobre un antiguo chifonier adquirido
en el Rastro a precio de ganga, se encuentra otro inventario con los objetos y
utensilios a los que, entrando dentro de mis posibles, he renunciado en
homenaje a los poderosos que pasaron las largas noches de sus vidas en habitaciones
mínimas, yaciendo poco más que sobre jergones de borra, impropios de sus
espaldas y augustas posaderas. Y los dos que me vienen a las mientes casi de
inmediato, son Felipe II, el rey gotoso, alojado en un cuchitril deleznable de
el monasterio de El Escorial, y el general Franco, refugiado tras su apenas
perceptible lucecita de El Pardo. Claro que tengo hacia ellos un sentimiento
ambivalente, pues si por un lado valoro su austeridad y contención del gasto
(fundamentales ambos en tiempos de crisis), por otro no puedo dejar de pensar
que el censo de indios americanos sufrió una brusca caída durante el reinado
del primero, algo a lo que finalmente no pudo sustraerse el segundo mucho
tiempo después, echando mano de sus propios compatriotas para incrementar el
estadillo de bajas.
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