Me adentré en
aquel maizal de la misma manera que podía haberlo hecho en un campo de trigo o
en el mar, si ello hubiera sido posible. Supongo que obedecí a una voz interior
que me impulsaba a ocultarme en algún lugar que me protegiese de un mundo que
me resultaba hostil. Allí pronto sentí el alivio de no sentirme observada, y
tuve el pleno convencimiento que me hallaba en un territorio propio, exclusivamente
mío. Era como regresar a casa después de una larga caminata y sentir de
inmediato la tranquilidad de lo familiar. Cuando me asaltaron estas ideas, no
quise considerarlas racionalmente, sino solo disfrutar de las sensaciones que
me proporcionaba el ambiente a mi alrededor y anduve un buen trecho sin ninguna
dirección, ni siquiera guiándome por el sol que podía percibir sobre mi cabeza
por encima de las plantas de maíz y sus mazorcas, que se me antojaban lámparas
encendidas dándome la bienvenida. Me gustaba sentirme perdida y hasta
desorientada, como si la falta de referencias no fuera nada preocupante, sino una cualidad que desde
ese momento debería incorporar a mi vida ordinaria: gozar del instante como si
se tratara de un mundo nuevo, y yo estuviera estrenando una tierra recién
aparecida poco después de su creación. Un edén a mi medida. Debo confesar, sin
embargo, que después de vueltas y revueltas por aquel mar de maíz, comencé a
sentirme agitada, posiblemente porque el calor del mediodía empezó a apretar, y
mi marcha acelerada hizo que empezase a sudar profusamente. De repente sentí
que me faltaba el aire y me alarmé mucho, a pesar de intentar ser razonable y
suponer que solo era debido al ejercicio que acababa de realizar. Me senté en
un claro e intenté respirar con calma, siguiendo un método que había aprendido
tiempo atrás cuando practicaba pranayama con asiduidad. Recordé entonces a la
gente tan extraña que me acompañaba en aquellas clases de yoga y zen en un
gimnasio cerca de casa. Personas especiales, pero con la mirada un tanto
perdida y el gesto beatífico de quienes verdaderamente no saben lo que se traen entre manos.
Posiblemente debido a estas ensoñaciones me tranquilicé, y me dispuse a salir
del campo de maíz y volver a la monotonía de aquellos días de verano, en los
que las comidas en familia y las visitas a la playa tenían más de rutina que de
otra cosa. Sin embargo, cuando menos me lo esperaba, surgiendo del interior de
la plantación, pasaron a mi lado una serie de individuos en tropel que no me
hicieron ningún caso, y que por lo tanto debían considerar normal o no
significativo encontrar a alguien perdido en aquel lugar. Me sentí aterrorizada,
pero pronto me tranquilicé pues era evidente que no tenían ningún interés en mi
persona. Eran unos personajes muy extraños, y lo más llamativo era sus bigotes
y pelo color panocha, como si de alguna manera estuvieran mimetizados con
aquellas plantas, que empezaban a agostarse. Como siempre he sido muy
fantasiosa, pensé que quizás encarnaban a los espíritus de aquellos campos,
seres míticos de los que hasta entonces no había oído hablar, y que por lo
tanto supondrían un hallazgo del que podía sacar provecho una vez afuera.
Puestos a decir algo, y a riesgo de parecer ridícula, aquella gente me
recordaba vagamente a unos crustáceos gigantes de la familia de las langostas.
Esa sería mi definición de aquellos seres, una vez fuera consultada por su
aspecto en la rueda de prensa que sin duda tendría que dar en cualquier momento
durante los días venideros. Luego debí quedarme dormida un buen rato, pues cuando
tuve de nuevo conciencia me encontraba tirada en el suelo y podía observar
sobre mi cabeza la oscuridad incipiente del atardecer, iluminada aquí y allá
por la luz difusa y amarillenta de las mazorcas, que definitivamente habían
cobrado la utilidad de lámparas que les supuse a poco de entrar en el maizal.
Era por lo tanto tarde para mis costumbres habituales, y en casa deberían estar
preocupados pensando en donde podría haberme metido. Me levanté y me dirigí
rápidamente hacia donde creía que estaba el lindero de la plantación, y después
de un buen rato sin encontrar la salida comencé a preocuparme seriamente. En lo
alto, sobre las hojas de las plantas que se erguían sobre mí como fantasmas,
pronto pude ver a la luna brillando tenuamente entre las nubes, y de vez en cuando,
cruzando contra el cielo bandadas de cuervos
y cornejas en retirada. Me pareció un mal presagió, y para consolarme
pensé que quizás solo se trataba de un mal sueño del que pronto iba a
despertar. Comencé a correr alocadamente en todas direcciones sin resultado
alguno, y enseguida tuve el convencimiento de que no había salida, que el mundo
al que entré algunas horas antes y que me había parecido el paraíso, se había
convertido en un lugar siniestro y cerrado sobre sí mismo del que no había
escapatoria. Pronto llegarían aquellos extraños seres y seguro que esta vez mi
presencia no les pasaría inadvertida. Aquello me estaba pasando por no aceptar
mi vida ordinaria, por ser una fantasiosa que no se conformaba con nada y huía
de la realidad, echando al mundo la culpa de mi infelicidad. Finalmente,
desistí de mi huída y acepté lo que, pronto o tarde, era de alguna era
inevitable. Solo tenía que esperar que el nuevo día llegase y buscar la salida
del laberinto con las primeras luces. Suponer que todo lo que me había sucedido
era una experiencia que tenía que llegar. Cuando cerré los ojos la noche debió
caer sobre mí como un manto oscuro que, sin embargo, según creo recordar, pasé
en una especie de duermevela que no puedo precisar, en los que se alternaba el horror
ante la presencia de unos fantasmas inquietantes y el regocijo de unas
sensaciones hasta ese momento desconocidas. Al amanecer me encontraba en campo
abierto y el sol lucía sin trabas en lo alto. Me levanté con calma y me dirigí
tranquilamente hacia casa sin poder evitar un suspiro.
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