lunes, 12 de agosto de 2013

BATRACIOS


 Al terminar aquella inesperada llamada telefónica, le propuse finalmente a Ulpiano vernos una de aquellas tardes. Habían pasado ya demasiados años para que el encuentro fuera natural, pero me pareció la forma más adecuada para poner punto final a la conversación.  No sabíamos nada el uno del otro desde hacía mucho tiempo, y por poco que hubiéramos cambiado era posible que ni siquiera nos reconociéramos. Poniéndome en el peor de los casos, le advertí, como quien no quiere la cosa, que yo iría con un sombrero bastante estrafalario. De inmediato me preguntó su forma, pero le  he aseguré que no hacía ninguna falta porque era verdaderamente especial. Pareció aceptarlo un poco a regañadientes, pero no me atreví a confesarle que tratar de definirlo en aquellos momentos me resultaba muy complicado, y que era mejor atenerse a lo dicho y que me hiciera caso. Él, yo creo que para no ser menos, me dijo que iría con un traje totalmente verde, una camisa color salmón y unos zapatos a juego, algo que, puntualizó, solía ser su vestimenta habitual. Esto último, en mi opinión, lo dijo con segundas para que yo no interpretara que trataba de equipararse en originalidad. Estoy convencido que me engañaba, lo que hizo que de inmediato quisiera añadir a mi aspecto algún detalle suplementario. Le avisé, tratando de ser lo más natural posible, que en mi cara podría observar algunos detalles desconocidos para él a esas alturas de la vida, especialmente una cicatriz imponente en una de mis mejillas. Ulpiano contraatacó alegando cierta cojera que arrastraba desde que años atrás se cayó de bruces al suelo, al no poder esquivar una loseta mal asentada en la acera, por lo que para reconocerle me rogaba que permaneciera atento a la deambulación de quienes transitaran por mis cercanías. Para entonces ya resultaba evidente que estábamos compitiendo para ver quien de los dos resultaba más imprevisible, planteándose de esta manera una batalla solapada entre nosotros, como era habitual cuando éramos unos críos en el instituto. En esos momentos estuve a punto de disculparme y colgar pensando que la situación podía hacerse desagradable, pues la tirantez que iba aumentando entre nosotros podía dar al traste con el encuentro. Lo que, si debo ser sincero, me hubiera tenido sin cuidado, pues verdaderamente aquel tipo y yo nunca habíamos sido auténticos amigos, sino exclusivamente compañeros de clase en el bachillerato. Además, ni siquiera nos llevábamos bien entonces y competíamos por cualquier cosa, especialmente las chicas. Téngase en cuenta que estábamos en plena adolescencia y nuestro torrente sanguíneo saturado de hormonas. A pesar de todo, no pude resistirme a añadir algo más a mis características físicas, añadiendo en ese momento que posiblemente se sorprendería que con los años mi tez se había oscurecido un tanto por estar mucho tiempo a la intemperie, y por si eso no fuera suficiente, le dije que lo que le resultaría inconfundible sería la cara de un individuo, la mía, claro está, que daba la sensación de estar permanentemente en estado de alerta y con una punta de agresividad en el gesto. Él, sin embargo, no manifestó ninguna sorpresa, como si lo que acababa de oír fuera lo previsible, y me dijo que tales cambios son naturales con la edad y suelen reflejar las experiencias que uno va dejando atrás. Por su lado, según me contó, él había sufrido un proceso inverso al mío. De hecho, mucha gente al verle suponía que era de origen nórdico por la blancura de su piel, y solían felicitarle por conservar el gesto cándido de un joven que empieza a descubrir el mundo. Resultó claro para mí en esos instantes que aquel tipo pretendía hacerse pasar por un ser tímido y benevolente con el fin de desmoralizarme a priori, y que fuera a nuestro encuentro con la mala conciencia que se le supone a un adulto acanallado y violento. Era pues indudable que Ulpiano llevaba la delantera en esa fase previa a nuestro cita, pues se presentaba como una víctima inocente de quien, se trataba de mí, no podría ser mas que una persona desabrida y violenta. Para que esto no quedara así, tuve aún tiempo de inventarme una  terrible desgracia, el fallecimiento por atropello de un hijo poliomielítico al cruzar un cruce de vías de tren sin barrera. Como  comprendería, estaba desesperado y nada podía consolarme en adelante. Permaneció mudo durante unos momentos que se alargaron hasta el medio minuto, tras lo que, después de pedirme perdón con una voz entrecortada y apenas audible, comenzó a toser. Al principio de forma moderada, con una especie de carraspeo que hacía imposible saber de que estaba hablando, para, a continuación, dar rienda suelta a una tos cavernosa, durante la cual se pudieron oír algunas voces alarmadas a su alrededor. Cuando se recuperó al cabo de varios minutos, me dijo que no sabía cuanto sentía que le hubiera dado “el ataque” en aquellos momentos, pero que esos accesos resultaban imprevisibles, y además no tenía el “ventolín” a mano. Me informó que desde hacía una década padecía de enfisema e insuficiencia respiratoria, y que a pesar del tratamiento intensivo que llevaba, en ocasiones especialmente emotivas, y el reencuentro con un amigo lo era, no podía evitarlo. Ni una palabra del falso tren, el falso difunto ni el falso atropello. Las cosas al llegar a ese punto ya estaban suficientemente claras, en el sentido que la vida de cada uno le traía al otro sin cuidado, a pesar de lo cual nos despedimos efusiva y cínicamente hasta el viernes siguiente a las nueve de la tarde en el restaurante “La rana verde”. Dejé pasar la semana con cierta intranquilidad, pues a pesar de haber ya tomado la firme decisión de no ir, tenía algunas dudas sobre la honestidad de mi conducta, ya que, después de todo, había sido yo quien propuso vernos cuando me llamó por teléfono confundiéndome con un conocido.  A la semana siguiente fui al restaurante con cierto remordimiento para indagar si él si había acudido: un traje totalmente verde no es algo que pudiera haber pasado desapercibido al maître. Pero por difícil que resulte de creer así sucedió, y me tuve que conformar con una explicación breve y poco creíble. Según aquel tipo, con la cantidad de clientes que solían venir los viernes a esas horas, resultaba imposible distinguir a unos de otros, “incluso aunque vinieran vestidos de bomberos” (sic). Además, añadió, y esa era la razón principal de su ignorancia, todos los empleados de aquel establecimiento eran daltónicos, y cualquier afirmación que pudieran hacer en lo tocante a los colores no era digna del menor crédito. Era inútil pues consultar a los camareros. Pude indagar más, puntualizando que Ulpiano cojeaba y en ocasiones tosía con cierta violencia, pero finalmente decidí que no valía la pena y que era mejor conservar un recuerdo decoroso de él,  a pesar de tener el convencimiento de que su nombre quedaría indeleblemente unido al de un conocido batracio.

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