Al terminar aquella inesperada
llamada telefónica, le propuse finalmente a Ulpiano vernos una de aquellas
tardes. Habían pasado ya demasiados años para que el encuentro fuera natural,
pero me pareció la forma más adecuada para poner punto final a la conversación.
No sabíamos nada el uno del otro desde
hacía mucho tiempo, y por poco que hubiéramos cambiado era posible que ni
siquiera nos reconociéramos. Poniéndome en el peor de los casos, le advertí,
como quien no quiere la cosa, que yo iría con un sombrero bastante estrafalario.
De inmediato me preguntó su forma, pero le he aseguré que no hacía ninguna falta porque
era verdaderamente especial. Pareció aceptarlo un poco a regañadientes, pero no
me atreví a confesarle que tratar de definirlo en aquellos momentos me
resultaba muy complicado, y que era mejor atenerse a lo dicho y que me hiciera
caso. Él, yo creo que para no ser menos, me dijo que iría con un traje
totalmente verde, una camisa color salmón y unos zapatos a juego, algo que,
puntualizó, solía ser su vestimenta habitual. Esto último, en mi opinión, lo
dijo con segundas para que yo no interpretara que trataba de equipararse en
originalidad. Estoy convencido que me engañaba, lo que hizo que de inmediato
quisiera añadir a mi aspecto algún detalle suplementario. Le avisé, tratando de
ser lo más natural posible, que en mi cara podría observar algunos detalles
desconocidos para él a esas alturas de la vida, especialmente una cicatriz
imponente en una de mis mejillas. Ulpiano contraatacó alegando cierta cojera
que arrastraba desde que años atrás se cayó de bruces al suelo, al no poder
esquivar una loseta mal asentada en la acera, por lo que para reconocerle me
rogaba que permaneciera atento a la deambulación de quienes transitaran por mis
cercanías. Para entonces ya resultaba evidente que estábamos compitiendo para
ver quien de los dos resultaba más imprevisible, planteándose de esta manera
una batalla solapada entre nosotros, como era habitual cuando éramos unos críos
en el instituto. En esos momentos estuve a punto de disculparme y colgar
pensando que la situación podía hacerse desagradable, pues la tirantez que iba
aumentando entre nosotros podía dar al traste con el encuentro. Lo que, si debo
ser sincero, me hubiera tenido sin cuidado, pues verdaderamente aquel tipo y yo
nunca habíamos sido auténticos amigos, sino exclusivamente compañeros de clase
en el bachillerato. Además, ni siquiera nos llevábamos bien entonces y
competíamos por cualquier cosa, especialmente las chicas. Téngase en cuenta que
estábamos en plena adolescencia y nuestro torrente sanguíneo saturado de
hormonas. A pesar de todo, no pude resistirme a añadir algo más a mis
características físicas, añadiendo en ese momento que posiblemente se
sorprendería que con los años mi tez se había oscurecido un tanto por estar
mucho tiempo a la intemperie, y por si eso no fuera suficiente, le dije que lo
que le resultaría inconfundible sería la cara de un individuo, la mía, claro
está, que daba la sensación de estar permanentemente en estado de alerta y con
una punta de agresividad en el gesto. Él, sin embargo, no manifestó ninguna
sorpresa, como si lo que acababa de oír fuera lo previsible, y me dijo que
tales cambios son naturales con la edad y suelen reflejar las experiencias que
uno va dejando atrás. Por su lado, según me contó, él había sufrido un proceso
inverso al mío. De hecho, mucha gente al verle suponía que era de origen
nórdico por la blancura de su piel, y solían felicitarle por conservar el gesto
cándido de un joven que empieza a descubrir el mundo. Resultó claro para mí en
esos instantes que aquel tipo pretendía hacerse pasar por un ser tímido y
benevolente con el fin de desmoralizarme a priori, y que fuera a nuestro
encuentro con la mala conciencia que se le supone a un adulto acanallado y
violento. Era pues indudable que Ulpiano llevaba la delantera en esa fase
previa a nuestro cita, pues se presentaba como una víctima inocente de quien,
se trataba de mí, no podría ser mas que una persona desabrida y violenta. Para
que esto no quedara así, tuve aún tiempo de inventarme una terrible desgracia, el fallecimiento por
atropello de un hijo poliomielítico al cruzar un cruce de vías de tren sin
barrera. Como comprendería, estaba desesperado
y nada podía consolarme en adelante. Permaneció mudo durante unos momentos que
se alargaron hasta el medio minuto, tras lo que, después de pedirme perdón con
una voz entrecortada y apenas audible, comenzó a toser. Al principio de forma
moderada, con una especie de carraspeo que hacía imposible saber de que estaba
hablando, para, a continuación, dar rienda suelta a una tos cavernosa, durante
la cual se pudieron oír algunas voces alarmadas a su alrededor. Cuando se
recuperó al cabo de varios minutos, me dijo que no sabía cuanto sentía que le
hubiera dado “el ataque” en aquellos momentos, pero que esos accesos resultaban
imprevisibles, y además no tenía el “ventolín” a mano. Me informó que desde
hacía una década padecía de enfisema e insuficiencia respiratoria, y que a
pesar del tratamiento intensivo que llevaba, en ocasiones especialmente
emotivas, y el reencuentro con un amigo lo era, no podía evitarlo. Ni una
palabra del falso tren, el falso difunto ni el falso atropello. Las cosas al
llegar a ese punto ya estaban suficientemente claras, en el sentido que la vida
de cada uno le traía al otro sin cuidado, a pesar de lo cual nos despedimos
efusiva y cínicamente hasta el viernes siguiente a las nueve de la tarde en el
restaurante “La rana verde”. Dejé pasar la semana con cierta intranquilidad,
pues a pesar de haber ya tomado la firme decisión de no ir, tenía algunas dudas
sobre la honestidad de mi conducta, ya que, después de todo, había sido yo
quien propuso vernos cuando me llamó por teléfono confundiéndome con un
conocido. A la semana siguiente fui al
restaurante con cierto remordimiento para indagar si él si había acudido: un
traje totalmente verde no es algo que pudiera haber pasado desapercibido al
maître. Pero por difícil que resulte de creer así sucedió, y me tuve que
conformar con una explicación breve y poco creíble. Según aquel tipo, con la
cantidad de clientes que solían venir los viernes a esas horas, resultaba
imposible distinguir a unos de otros, “incluso aunque vinieran vestidos de
bomberos” (sic). Además, añadió, y esa era la razón principal de su ignorancia,
todos los empleados de aquel establecimiento eran daltónicos, y cualquier
afirmación que pudieran hacer en lo tocante a los colores no era digna del
menor crédito. Era inútil pues consultar a los camareros. Pude indagar más,
puntualizando que Ulpiano cojeaba y en ocasiones tosía con cierta violencia,
pero finalmente decidí que no valía la pena y que era mejor conservar un
recuerdo decoroso de él, a pesar de
tener el convencimiento de que su nombre quedaría indeleblemente unido al de un
conocido batracio.
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