Detesto este
cuerpo que me impone unas servidumbres para las que no me siento preparado. De
entrada, afirmo que su forma, estructura y funcionamiento no me parecen las más
adecuadas para mis necesidades. Y que aquí no se me venga con la banalidad de
que, después de todo, mi cerebro también forma parte del mismo. No me interesa.
Es evidente que las ideas, que son lo verdaderamente importante, no son entes
materiales a los que se pueda constreñir dentro de un amasijo desagradable de
pasta gris debajo del cráneo (de la blanca más vale ni hablar). No, yo no elegí
este artefacto que me traslada por el espacio, y debo confesar sin más tardanza,
la humillación que me producen las articulaciones. Esos cambios de dirección a
los que son sometidas nuestras extremidades (especialmente las inferiores), que
con demasiada frecuencia nos hacen hincar la rodilla. No, sinceramente. Yo
prefiero una silla de ruedas y una mucama que me pasee a mi antojo a media mañana
para tomar un aperitivo que bien me merezco. Y ciertas tardes en las que el
tiempo apacible invita a ello, a contemplar la puesta del sol, algo adecuado al
lirismo que, sin quererlo expresamente, invade mis neuronas. Temo, sin embargo,
que el servicio doméstico tome conciencia de la humillación que supone tirar de
un pobre viejo de aquí para allá, y acabe reivindicándose en una pendiente,
dejando al artilugio en cuestión al albur de las leyes físicas dominantes, en
concreto, de la fuerza de la gravedad. Si tal cosa ocurriera, mi cuerpo tendrá el
castigo debido a su ineptitud, aunque a pesar de todo, espero que al llegar
abajo, el impacto permita a mi cerebro, ponerle una demanda de homicidio por
imprudencia temeraria.
Hoy la mañana se
despereza lentamente y no augura la alegría del sol y de la playa, únicos
atractivos de este horrible lugar, cuyo principal incentivo es imaginar que un
día no lejano, la piqueta tenga algo que decir en el asunto. Decido por lo
tanto tomármelo con calma y pasear por sus calles desiertas. Sus edificios
antiquísimos recuerdan a las construcciones terrosas de Tombuctú. El
arquitecto, sin duda se inspiró en ellos, pero no pudo desprenderse de su
origen peninsular, y proliferan aleatoriamente, un tipo de torres imitación de
las de la Sagrada Familia en Barcelona, y que incluso recuerdan a los relojes
blandos de Salvador Dalí. Harto de espectros y terracotas, me encamino
finalmente hacia el mar. Sopla un viento cálido, parecido al simún africano,
que me intriga. Cuando llego a la orilla el misterio se hace aún más evidente,
pues el agua se han convertido en arena, y el horizonte se ha poblado de
camellos y palmeras. Seguiré, sin embargo, caminando: los oasis siempre han
sido la promesa del desierto.
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