domingo, 4 de agosto de 2013

DECLIVES


Después de la playa comimos en un pequeño restaurante cerca del hotel. Mi hermano suele tener buen gusto en estos menesteres y no se equivocó. “99 vinos” ofrecía un menú adecuado y a buen precio para un día festivo, en los que lo natural es solo ofrecer la carta del establecimiento por razones obvias. Al salir, ya dentro del coche, se me ocurrió que en las actividades previstas para el día, debíamos incluir alguna que se saliera de lo habitual. Nos pusimos de acuerdo rápidamente, y en cuestión de segundos se nos antojó acercarnos a un tipo mayor y un tanto decrépito que se acercaba por la acera. Nos dirigimos a él, le tapamos la boca con cinta aislante americana que siempre tengo a mano, y lo metimos en el vehículo. Una vez repuesto del susto, comenzó a patalear tratando de agredirnos, pero Juancar le sacudió en la cabeza con la llave inglesa que llevo en la guantera, y se calló de inmediato. Ya en carretera, tras verificar que respiraba, le ató las manos a la espalda y le cubrió la cabeza con una bolsa negra de basura. La situación, posiblemente debido a los vinos de la comida, nos parecía divertida, y los dos nos echamos a reír como si se tratara del gag de una película cómica largamente ensayado. Me dirigí enseguida al monte de Los Lobos por una carretera comarcal de difícil acceso, y en las proximidades de la cima me desvié por un camino de cabras entre árboles y detuve el coche. Sacamos a aquel individuo, y sin dirigirnos la palabra le amarramos a un árbol. Tras asegurarnos que no le resultaría fácil soltarse, le dejamos allí y nos fuimos. Al poco tiempo se puso a llover a mares, y llegamos a temer que con el agua, la bolsa que cubría su cabeza se arrugase y tendría problemas para respirar. De todas formas decidimos no hacer nada porque, aunque nos disgustaría que muriese, nos parecía que cualquier información que diéramos a la policía para que lo buscara podría delatarnos. Además, aunque pronto sería de noche, por aquella zona los lobos ya no eran tan habituales como tiempo atrás. Posiblemente sobreviviría. De todos modos, los días siguientes leeríamos la prensa para enterarnos del desenlace. Teníamos nuestra sensibilidad, y a pesar de estar ya a cientos de kilómetros del lugar, era lo mínimo que podría esperarse de nosotros.
 
-Duermo en una habitación del hotel con una ventana que da sobre el jardín del asilo. Me entretengo viendo a los viejos cochambrosos moviéndose con dificultad, acompañados por sus familiares o por algunas enfermeras. Joder, pensar que eso mismo me espera a mí dentro de poco tiempo, me subleva enormemente. Y no exagero. Ya soy consciente de que en ocasiones pierdo la memoria de una forma que no es normal, a pesar de que se diga que cuando uno se hace mayor es lo natural. Además empiezo a tener dificultades con la cadera y las rodillas por la puta artrosis, y debo tomarme varias pastillas. Para eso, y para la gota, que esa es otra historia. Al anochecer, el jardín se va quedando vacío porque debe ser la hora de cenar y se llevan a los ancianos al comedor, aunque algunos parecen resistirse. Hace una temperatura ideal, todavía hay sol, y les debe apetecer sentir que todavía están vivos. Veo que bajo un árbol frondoso, detrás de unos setos, se han olvidado a un tipo en silla de ruedas que debe tener dificultades para hablar, aunque es evidente que trata de hacerlo para que no le dejen solo, y agita la cabeza y el tronco inútilmente tratando de llamar la atención. La escena es lamentable. Odio a aquel individuo, y cuando me doy cuenta de que me ve y me mira con desesperación, saco la cabeza por la ventana y soy incapaz de reprimirme. Le llamo hijo de puta y me meto hacia dentro. Pronto se darán cuenta de su ausencia y las enfermeras vendrán a buscarle. Me tumbo en la cama y espero.  

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