Después de la playa comimos en un
pequeño restaurante cerca del hotel. Mi hermano suele tener buen gusto en estos
menesteres y no se equivocó. “99 vinos” ofrecía un menú adecuado y a buen
precio para un día festivo, en los que lo natural es solo ofrecer la carta del
establecimiento por razones obvias. Al salir, ya dentro del coche, se me
ocurrió que en las actividades previstas para el día, debíamos incluir alguna
que se saliera de lo habitual. Nos pusimos de acuerdo rápidamente, y en
cuestión de segundos se nos antojó acercarnos a un tipo mayor y un tanto
decrépito que se acercaba por la acera. Nos dirigimos a él, le tapamos la boca
con cinta aislante americana que siempre tengo a mano, y lo metimos en el
vehículo. Una vez repuesto del susto, comenzó a patalear tratando de
agredirnos, pero Juancar le sacudió en la cabeza con la llave inglesa que llevo
en la guantera, y se calló de inmediato. Ya en carretera, tras verificar que
respiraba, le ató las manos a la espalda y le cubrió la cabeza con una bolsa
negra de basura. La situación, posiblemente debido a los vinos de la comida,
nos parecía divertida, y los dos nos echamos a reír como si se tratara del gag
de una película cómica largamente ensayado. Me dirigí enseguida al monte de Los
Lobos por una carretera comarcal de difícil acceso, y en las proximidades de la
cima me desvié por un camino de cabras entre árboles y detuve el coche. Sacamos
a aquel individuo, y sin dirigirnos la palabra le amarramos a un árbol. Tras
asegurarnos que no le resultaría fácil soltarse, le dejamos allí y nos fuimos.
Al poco tiempo se puso a llover a mares, y llegamos a temer que con el agua, la
bolsa que cubría su cabeza se arrugase y tendría problemas para respirar. De
todas formas decidimos no hacer nada porque, aunque nos disgustaría que muriese,
nos parecía que cualquier información que diéramos a la policía para que lo
buscara podría delatarnos. Además, aunque pronto sería de noche, por aquella
zona los lobos ya no eran tan habituales como tiempo atrás. Posiblemente
sobreviviría. De todos modos, los días siguientes leeríamos la prensa para
enterarnos del desenlace. Teníamos nuestra sensibilidad, y a pesar de estar ya
a cientos de kilómetros del lugar, era lo mínimo que podría esperarse de
nosotros.
-Duermo en una habitación del
hotel con una ventana que da sobre el jardín del asilo. Me entretengo viendo a
los viejos cochambrosos moviéndose con dificultad, acompañados por sus
familiares o por algunas enfermeras. Joder, pensar que eso mismo me espera a mí
dentro de poco tiempo, me subleva enormemente. Y no exagero. Ya soy consciente
de que en ocasiones pierdo la memoria de una forma que no es normal, a pesar de
que se diga que cuando uno se hace mayor es lo natural. Además empiezo a tener
dificultades con la cadera y las rodillas por la puta artrosis, y debo tomarme
varias pastillas. Para eso, y para la gota, que esa es otra historia. Al
anochecer, el jardín se va quedando vacío porque debe ser la hora de cenar y se
llevan a los ancianos al comedor, aunque algunos parecen resistirse. Hace una
temperatura ideal, todavía hay sol, y les debe apetecer sentir que todavía
están vivos. Veo que bajo un árbol frondoso, detrás de unos setos, se han olvidado
a un tipo en silla de ruedas que debe tener dificultades para hablar, aunque es
evidente que trata de hacerlo para que no le dejen solo, y agita la cabeza y el
tronco inútilmente tratando de llamar la atención. La escena es lamentable.
Odio a aquel individuo, y cuando me doy cuenta de que me ve y me mira con
desesperación, saco la cabeza por la ventana y soy incapaz de reprimirme. Le
llamo hijo de puta y me meto hacia dentro. Pronto se darán cuenta de su
ausencia y las enfermeras vendrán a buscarle. Me tumbo en la cama y espero.
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