A estas alturas
de la vida ya no tengo ninguna duda de que yo era el preferido de mamá. Para
llegar a tal conclusión me he basado en determinadas situaciones que observadas
desde la distancia me lo han hecho ver con total claridad. Éramos ocho hermanos
distribuidos, si se puede decir así, en dos tandas. La primera de cuatro chicas
a las que los pequeños pronto perdimos de vista porque la menor tenía diez años
más que el mayor de la nuestra, formada por cuatro varones del los que yo era
el tercero. Comprendo que decir solo eso no aclara nada, por lo que a
continuación trataré de explicarlo de la mejor manera de la que sea capaz. No
hablaré de mis hermanas que pronto desaparecieron en Madrid, donde todas
hicieron la carrera de Filosofía y Letras, y además porque tal cosa no añadiría
nada a lo que aquí pretendo, pues, si debo ser sincero, siempre las consideré
como a una especie de tías lejanas que nos visitaban en vacaciones. El grupo de
los pequeños, cuatro, como ya dije, separados casi milimétricamente entre sí
por dos años, estaba formado por Alberto, el mayor, un chico tremendamente
serio al que resultaba difícil sacarle una palabra, Luis, un tipo divertido que
se dedicaba a tomarnos el pelo a los dos pequeños: Jules, el benjamín, entonces
con una mata de pelo que añoró toda su vida, y un tanto llorón, y yo mismo.
Pero la clave, en mi opinión, no estaba en nuestras características, sino en
las de mamá, una señora a la que yo quería mucho, pero que en algunas ocasiones
me parecía mi abuela, porque según más tarde me enteré, yo nací cuando la pobre
ya rondaba los cincuenta (su edad exacta cuando nació Julito, que debe dar
gracias al cielo de estar entre nosotros y en plena forma). El asunto es que
mamá adoraba a los bichos, a todo tipo de bichos, quiero decir, y aunque con
nosotros se dedicó a cultivar a los habituales, no le hacía ascos a un sapo y
ni siquiera a un escarabajo. Y hasta me atrevería a decir que sentía cierta
compasión por los ratones y las cucarachas cuando teníamos que echar DDT a
mansalva cerca de la fresquera para que no nos dejaran sin víveres. Vivíamos en
un chalet con una especie de huerto en la esquina de un jardín enorme, en donde
existía una extraña construcción a la que con cierta imaginación podría
llamarse gallinero. Y era a este lugar donde mamá traía una serie de animales
por turno rotatorio, a partir del uno de Enero: conejos, gallinas y un pavo ya
cerca de las Navidades. El perro (Chili) y una gata (la Negri) formaban parte
de la familia, por lo que a los efectos que aquí se consideran, no los tengo en
consideración. La verdad es que de los cuatro hermanos yo era el único que
acompañaba a mamá en su amor desmedido por los bichos, porque mis tres hermanos
verdaderamente más que disfrutar con ellos, los padecían, aunque no decían nada
a mamá para no disgustarla. Luis, según me contó ya muy mayor descubrió allí
que era alérgico a las plumas, algo que le producía una especie de horror
metafísico, como si aquellos bichos fueran el testimonio vivo de la existencia
del mal en la Tierra, lo que justifica que siempre cerca de la Navidad le
salieran unas ronchas tremendas en la piel de los brazos, que mi madre con una
ingenuidad que hoy pongo en duda, achacaba a los fríos de aquellas fechas.
Julito, ciertamente, los apreciaba y con frecuencia jugaba con ellos en la
medida que unos animales con una masa gris tan reducida son capaces de entender
lo que significa tal hecho. Con los conejos tenía una facultad extraordinaria
que yo acabé aprendiendo y practicando con él. Los cogía de uno en uno y
mediante determinadas manipulaciones en el lomo, lograba que se quedaran quietos,
como hipnotizados y adquiriendo sus cuerpos la forma de un plátano (a
contrapelo de su propia columna vertebral). En cierta ocasión llegamos a
colocar así a los diez que teníamos, tras lo cual avisamos a mamá de que se
habían muerto, algo que la pobre pudo comprobar al gallinero, hasta que viendo
su disgusto, nosotros mismos rompimos el hechizo, del que los conejos se
incorporaron mediante un salto colectivo que hizo que la pobre se llevara un
susto morrocotudo. Por otro lado, y por razones que nos resultaban a todos
incomprensibles, normalmente el gallo solía tomarla con Julio y en algunos
momentos le perseguía a picotazos por todo el jardín, lo que sin duda colaboró
a que tiempo después mi hermano fuera elegido como velocista en el equipo de
atletismo del instituto. Alberto era otra cosa, y los demás manteníamos con él
una relación un tanto distante, no porque no quisiéramos tenerla, sino porque
de alguna manera le temíamos. Era inofensivo y no solía participar en nuestras
actividades. Estaba en un mundo propio del que apenas salía, aunque en algunas
ocasiones se permitía ciertos desahogos con los animales, algo que pudimos
comprobar en un par de ocasiones cuando varios pollitos de pocos días
aparecieron muertos en los ponederos del gallinero, y poco después, una coneja
perfectamente decapitada. Papá y mamá le trataban desde luego de una forma
especial, pero nosotros no nos dimos cuenta de la gravedad del problema hasta
que tiempo después apareció tirado en la cuneta de una carretera próxima
diciendo que era Napoleón. Ya en el psiquiátrico el pobre hombre cambió de
personalidad convirtiéndose en Jesucristo, y perdonando urbi et orbe los
pecados del mundo. Por mi parte debo decir que me sentía afortunado teniendo a
aquellos bichos con los que me entretenía bastante, sobre todo cuando sacaba a
Chili y la Negri que se divertían de lo lindo persiguiéndolos, aunque yo no les
dejaba pasar a mayores. Sólo una vez tuve un sobresalto, y fue cuando ante la
súbita ausencia de toda una camada de conejos le pregunté a mamá donde estaban,
a lo que la mujer, adicta como era a la verdad, me confesó que en buena medida,
me la estaba comiendo en esos precisos momentos. Pasé un mal rato y luego tuve
dolor de barriga y retortijones, pero enseguida pude comprender que sin tal
fin, la presencia de esos animalitos en nuestro planeta no tendría demasiado
sentido: siempre he sido un hombre práctico. Del pavo, mejor ni hablar.
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