domingo, 22 de diciembre de 2013

RESURRECCIONES


He resucitado. Con otro aspecto, como es natural: no hay que alarmar a los presentes. Hacerlo de otra manera hubiera sido una locura que hubiese hecho que pudiera intervenir hasta el Papa. Cabría la posibilidad, mira por donde, que fuera un nuevo Jesucristo, y no está la institución para nuevas bicefalias. Y conste, por otro lado, que a mí no me importaría hacerlo como un avatar de Mahoma, Lao-Tsé o el mismísimo Tuthankamon, a ver si nos aclaramos. Pero siendo de Móstoles (es de lo único que me acuerdo), la cosa hubiera resultado menos natural, aunque pensándolo bien, sí más divertida. Resucité, pues, como ya he dicho, con toda la tranquilidad del mundo, y que conste que yo no intervine en absoluto. De repente me encontré en el cruce de Alcalá con Goya, dudando si entrar en El Corte Inglés o La Casa del Libro, que debe haber abierto una sucursal por la zona que yo no conocía. Lo más sorprendente de mi reaparición, que a mi mismo me ha dejado sorprendido, es que sucedió de forma instantánea e impensada, como si se tratara de un feto, supongo, que de pronto se siente feliz nadando en la placenta, y poco después contempla el mundo exterior con una perplejidad de la que le costará años recuperarse. Finalmente entré en Espasa Calpe, y me puse de inmediato y de una forma automática a buscar libros en la sección de espiritualidad. Me atraían de forma irresistible la teosofía, madame Blavatsky, la magia, el espiritismo y las ciencias ocultas, que, pensándolo bien en mis circunstancias no tenía nada de sorprendente. No encontré, sin embargo nada interesante, pero debo confesar que me sentía atraído y hasta asombrado por el colorido de cuanto me rodeaba, acostumbrado como estaba en esos momentos a los tonos grises e incluso cenicientos. Salí pues del establecimiento con las manos vacías y me dirigí de inmediato a un quiosco próximo, donde me compré un periódico que al parecer se llamaba “El país”. Al intentar leerlo me llevé, sin embargo, una gran sorpresa, pues no entendía nada, como si estuviera escrito en un idioma extranjero, lo que me hizo pensar que en la otra vida, antes del óbito y la resurrección yo debía ser un verdadero analfabeto: sabía hablar, pero era incapaz de leer en absoluto. Es algo que de todas maneras me extraña, pues en tal caso no llego a comprender como puedo escribir esto. Misterios del inframundo, me digo. No quise darle más vueltas y enseguida tiré el periódico a una papelera. Poco después me metí en el Corte Inglés, del que guardaba un vago recuerdo, y debo confesar que enseguida sentí una sensación desagradable, con toda la gente escaleras arriba, escaleras abajo, buscando majaderías para lo que finalmente resulta ser la vida. Salí pronto empujado además por unos olores espantosos provenientes de la primera planta donde se venden al parecer unos perfumes carísimos que tanto las amas de casa como las mujeres de bandera consideran maravillosos. Ya afuera, tuve claro que a mí, aquello no me gustaba. Ni Espasa Calpe, ni el Corte Inglés, ni la gente deambulando por la calle, como si estuvieran en un laberinto y fueran incapaces de encontrar la salida. A lo mejor se trataba de eso: se sentían perdidos. Tuve claro que me quería ir, que quería salir de inmediato de aquella vorágine agobiante, que aún vino a hacer más insoportable la escultura de una cabeza de Goya en una esquina de Alcalá que hacía evidente, como él mismo dijo ( y dibujó), que “el sueño de la razón produce monstruos”.

 Pero incluso ahora no sé que hacer, porque después de todo no sé de donde provengo. Miro al cielo y no me recuerda a ningún lugar conocido, y además no vuelo. Las alcantarillas en el suelo tampoco me tientan, y no es cuestión de dejarse devorar por las ratas, que a buen seguro, no tendrían inconveniente en hacerme desaparecer antes de que llegaran los poceros. Por otro lado, el Metro me angustia. Siempre he sido un tanto claustrofóbico, y no me gustaría tener una crisis de pánico allá adentro. Bien es cierto que, puestos a hacer especulaciones, podría lanzarme a la vía justo antes de la llegada del convoy para salir mañana en los periódicos. Pero, a decir verdad, no me interesa porque además yo no me enteraría, y en caso de sobrevivir, como ya ha quedado claro, sería incapaz de encontrar la noticia en los periódicos. Me queda el tráfico rodado en superficie, los coches de tamaño standard, o esos monstruos azules que circulan pegados a la acera cargados de viajeros que creen saber a donde se dirigen ¡qué ingenuos! pero estaría en el mismo caso. No sé que hacer, pero tengo que regresar. No aguanto más este mundo, eso sí, luminoso, pero no hecho para mí, acostumbrado en los últimos tiempos a los grises y las tonalidades ocres. Además, quien sabe si tiempo adelante resucito de nuevo, y me acerco con otro espíritu a los transeúntes, esa gente tan simpática y despistada que transita por la calzada. A lo mejor nos acabamos haciendo amigos. Mientras tanto, ciao.

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