-Escribo sin
parar, y eso me preocupa porque dificulta mis relaciones con los demás y supone
un incordio notable en mi vida diaria. Ya sé que la solución sería dejar de
hacerlo, pero no puedo. Tal cosa se ha impuesto a mi voluntad de una manera
compulsiva, de tal manera que en las raras ocasiones en que tengo ganas de
hablar, algo de orden superior se me impone y hace que de inmediato busca la
pluma (todavía existen) en el bolsillo o donde la tenga más a mano. Para
tranquilizarme me digo que posiblemente se deba a mi afán de expresarme con
total propiedad, algo que el hecho de ponerlo por escrito me facilita. Mi
escritura, eso sí, es fluida, y aunque hay quien dice que tiene ciertas
características que la asimilan a la de los médicos, en líneas generales es
fácilmente comprensible, lo que mis interlocutores me agradecen al tiempo que
se muestran sorprendidos por la increíble rapidez con la que lo hago. La
práctica ha hecho que después de unos comienzos renqueantes, en la actualidad
me maneje con todo tipo de grafismos a una velocidad sorprendente. Como dato
significativo, tengo que decir que si en un principio se daba en ella cierto
atropellamiento que hacía que las letras se amontonaran sin orden ni concierto,
ahora soy capaz de escribir los caracteres con el espacio suficiente para que
alguien no advertido dude de mi capacidad para expresarme correctamente por
desconocer las palabras, o que un niño pueda introducir entre ellas algún
dibujo divertido. Seguiremos informando.
-No pienso.
Repito: no pienso nada en absoluto. Claro está que con tal afirmación me
refiero a los instantes en los que por necesidades propias de mi carácter que
no vienen ahora al caso, decido que tal cosa es lo que en esos momentos me
resulta más conveniente. Situaciones que según pasa el tiempo y mi cabeza se
despuebla de pilosidades otrora importantes, son cada vez más frecuentes. En
algunas ocasiones porque se trata de temas que en esos momentos no me interesan,
y en otras como un método suficientemente eficaz para zafarme de relaciones
desequilibrantes. No descarto sin embargo algunos momentos en que los empleo mi
facilidad para desconectar de una forma absolutamente aleatoria, sin venir a
cuento, como un antojo que suele dejar atónito a mi interlocutor, pero que me
demuestra la volubilidad del propio carácter dejado a su libre albedrío. Ayer,
sin ir más lejos, dejé plantado Dionisio vecino del segundo piso y buen amigo
mío, que se disponía a darme unas nociones de física cuántica, algo que me
interesa sobremanera desde que me enteré que en ella las partículas se
comportan como les viene en gana. Fue al incidir en esto cuando le dejé con la
palabra en la boca, pues me sentí totalmente autorizado para actuar a mi
antojo.
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