sábado, 21 de diciembre de 2013

FELICIDADES


Soy feliz. Incluso muy feliz, extraordinariamente feliz. No recuerdo, sin embargo, ningún acontecimiento especial en los últimos tiempos ni estar profundamente enamorado. Simplemente soy feliz con una felicidad espontánea, como un géiser  que después de los primeros borbotones lanza hacia arriba una maravillosa columna de agua y gas que hace que quienes la vean se sientan alborozados. Algo de este estilo me sucede. Claro que cabe la posibilidad que sea un maníaco depresivo, un bipolar como de manera pedante se dice ahora, y me halle en la fase eufórica de la misma, pero no creo. No recuerdo estar tomando ningún tipo de pastillas ni llevo una camisa de fuerza. Y si fuera así, por favor, que no me quiten este trastorno maravilloso, aunque después tenga que bajar a los infiernos. Paseo por el Retiro con el firme convencimiento de hallarme en el paraíso terrenal, algo que sin duda le parecerá muy bien al ayuntamiento de la ciudad, a la monarquía que lo inauguró, y a los madrileños que ya pasean entre sus árboles y en las proximidades del lago de buena mañana. Aún no son las doce. Siento un deseo irrefrenable de coger una barca y navegar por la magra extensión del que en esos momentos me parece sin embargo un océano Atlántico colmado de marsopas, que no se me escapan que son las otras embarcaciones, que quede claro. Remo suavemente y en las proximidades del centro exacto del lago miro al cielo y doy gracias al sol por estar aquí y tenerle a él por testigo, aunque tengo que refrenar mi impulso de mirarle directamente, que es lo que me apetecería, para no quedarme ciego. En este punto que ocupo, el centro como ya dije, deben ocurrir fenómenos que a los humanos nos escapan, absurdamente entretenidos en otros menesteres triviales y ajenos a la trascendencia de la geometría. Quien sabe si incluso, en momentos que ignoramos, este lugar se convierte en el ojo de un huracán que nos pasa desapercibido por levantarse ya casi de madrugada. O quizás, y con mas propiedad, es el lugar preciso en que se hunde en momentos que no pueden ser precisados, un maëlstrom que se adentra tierra adentro hasta el núcleo incandescente del planeta. O más aún, el vórtice de un agujero negro que nos pondría en contacto con galaxias de otro universo donde los hombres siempre son felices. Con una felicidad, como la mía, que nada tiene que ver con el mal funcionamiento de las sinapsis cerebrales o la ausencia de serotonina en los neuroreceptores de las mismas. Poco importan, después de todo, estas suposiciones. En el centro geométrico del lago del Buen Retiro de Madrid, me siento por momentos como un almirante Nelson triunfante en Trafalgar a pesar de las balas traicioneras, y siento el mar hirviendo bajo la modesta quilla de mi bote, mientras levanto un remo en señal de victoria. No me importa que las otras embarcaciones no quieran participar de esta orgía de dicha que me invade, y se alejen de la mía presurosamente, sin duda atemorizados por la potencia de fuego de la escuadra británica. Ni me importa que poco después, cuando ya desnudo del todo enarbolo mi camisa y mis pantalones en la punta del remo, a modo de la Unión Jack tremolando en aguas de Cádiz, ver acercarse todo avante a una motora con la enseña de la Cruz Roja. No saben lo que hacen. Allá ellos. Yo me siento feliz y navego.

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