martes, 24 de diciembre de 2013

COBIJOS


Papá tuvo un final feliz. Le habíamos internado en una especie de sanatorio/residencia ante su imposibilidad de vivir solo y la necesidad de ser atendido constantemente. No le pasaba nada, simplemente era muy mayor (casi llegaba a los cien años), y con frecuencia se sentía desorientado y era incapaz de valerse por sí mismo. Allí estaba bien. Pasaba buena parte del día acostado en una ensoñación que le mantenía distante de cuanto le rodeaba, aunque, por paradójico que pueda parecer, era consciente de casi todo, y durante las visitas, charlaba con nosotros de los asuntos que le interesaban, que en cualquier caso se ceñían a su particular manera de ver las cosas. Se sentía feliz y así nos lo hacía saber con frecuencia al preguntarle qué tal se encontraba. “Divinamente”, solía respondernos con una expresión muy suya durante toda la vida, un tanto sorprendido por la pregunta, como si en su mente no tuviera cabida otra posibilidad. Era feliz con una felicidad que para sí quisiera incluso un niño, dando la impresión de haberse despojado del lastre que a veces significa el mero hecho de estar vivo. Ni un gesto de abandono o amargura en su expresión, habitante al parecer de un paraíso en el que él creía, y en el que por arte de magia, ya parecía haber ingresado. El mundo exterior le parecía maravilloso, a pesar de arrastrar los pies por el suelo con cierta dificultad cuando le acompañábamos por el pasillo. Luego, en la habitación donde estaba alojado, mantenía con nosotros conversaciones muy simples, en las que mostraba su asombro por la fisonomía del sanatorio. La geometría se había convertido para él en el paradigma del bienestar y la felicidad. Aún recuerdo su regocijo al comprobar la mera existencia de la pared a un costado de su cama. La tocaba, casi la acariciaba, dándonos a entender la íntima satisfacción de sentirse protegido a su lado, como si en aquellos momentos el simple hecho de su existencia fuera suficiente para hacerle feliz. En algunas ocasiones, sobre la bandeja de la comida o de la mesa de la habitación, intentaba hacernos ver el orgullo que sentía por su capacidad de alinear sobre ellas los vasos y los cubiertos, como si hubiera entrado en una suerte de delirio geométrico, que si a nosotros nos parecía trivial, para él debía representar la manifestación evidente de la dicha de estar allí. Ni un gesto de amargura o decepción en su cara: un ángel centenario, ignorante de la frecuencia de la maldad en este mundo. Murió una tarde de primavera de un ictus cerebral fulminante, las monjas nos dijeron que no sufrió en absoluto. De esta manera se fue a un lugar, en el que yo dudo que pueda ser más feliz que en sus últimos días. La tierra de la sierra de Madrid le cobija desde entonces. Navega en paz por tus cielos, querido padre. Aquí estamos nosotros, tus hijos. Te recordamos con cariño y te llevamos en el hondón, como tú decías.

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