CHOLO tenía
aquella noche una difícil papeleta. Él era un estilista (“fino estilista
cántabro” decían los carteles publicitarios) y se enfrentaba al CHATO, nuevo
valor regional que venía pegando fuerte, y que había ganado por k.o los pocos
combates que había disputado como profesional. Confiaba en sí mismo, en su
boxeo hecho de fintas y desplantes y en su velocidad de brazos, pero no las
tenía todas consigo para evitar que le llegara uno de los directos de la nueva
figura, al que ya se le conocía como “el huracán de Cantabria”, aunque una
buena parte de los aficionados más estetas que consideraban al boxeo como una
de las bellas artes le llamaran “el enano cabezón”, queriendo de esta manera poner
en evidencia la precariedad de su estilo, carente de la menor técnica. Por otro
lado, el CHOLO sabía que tenía que llegar a tiempo a casa para la cena de
Nochebuena sino quería tener un conflicto familiar grave, pues para sus padres
aquella noche era poco menos que sagrada. Es decir, aunque la velada empezaba a
las seis de la tarde (el suyo era el tercer combate a cinco asaltos), dudaba
poder estar en la estación antes de las nueve para coger el último tren, que en
media hora le dejaría en su pueblo. Las circunstancias le obligaban por lo
tanto a abreviar, bien fuera dejándose noquear a las primeras de cambio (a lo
que no estaba dispuesto), o lanzarse a un ataque poco menos que suicida, dadas
la circunstancias, para abatir de inmediato al mencionado enano. Urdió por lo
tanto una trampa que esperaba que le diese resultado, que consistía, siendo
zurdo, en adoptar desde el primer gong una guardia invertida, es decir, que el
CHATO se sintiera confundido y girara a su alrededor en sentido inverso,
tratando de evitar su zurda, cuando la que de verdad iba a intentar romperle la
cara era la otra, su inesperada mano derecha. Y así fue, al poco de sonar la
campana en el primer asalto y tras una breve fase de tanteo, el fino estilista
cántabro asestó al huracán de Cantabria un directo debajo del arco superciliar
derecho y un gancho al hígado que lo dejó viendo angelitos ante el pateo del
respetable puesto en pie gritando tongo. Pero de tongo nada, y CHOLO pudo
incluso tomarse un chato (mira por donde) de vino en la cantina de la estación
(milagrosamente abierta a esas horas) poco antes de coger el tren. Se sentía
feliz, pues la bolsa aquel día era bastante buena, posiblemente porque los
organizadores de la velada, los hermanos Mallavia, habían querido ser generosos
con los púgiles en aquel día tan señalado, y pensaba darle un buen pellizco a
su madre nada más llegar a casa. La mujer andaba con frecuencia en apuros para
sacar a la familia adelante, pues el patrón, es decir, su padre, no se andaba
con muchas contemplaciones, y le daba lo justo para que no tuviera que recurrir
a las asistencias locales para llegar a fin de mes. Eso es al menos lo que
creía él, que tenía con su progenitor una relación manifiestamente mejorable,
teniendo en cuenta que sus estudios universitarios dejaban mucho que desear. Al
llegar a casa le abrió la puerta Josefa, la criada, una señora de la zona a la
que no pagaban, pero que vivía con ellos a cambio de una habitación y comida,
algo sorprendente, pues por más que le daba vueltas no le parecía compatible
con la idea que tenía de la economía familiar. Pero así era. Al verle, la
doméstica dio un grito que nos alertó a los demás, ya sentados a la mesa y
famélicos a la espera de lo que se avecinaba, grosso modo, sopa de picadillo,
besugo, pollo, gambas y turrón, una verdadera orgía culinaria regada con vino
de Rioja y sidra achampanada a los postres. Al llegar al comedor, todos miramos
de inmediato a mi hermano, y aunque a nosotros nos pareció un héroe
superviviente del campo de batalla, mamá se echó de inmediato a llorar con la
cabeza sobre la mesa (casi la mete en el plato), y papá se levantó furibundo y
salió dando un portazo sin decir una palabra, o mejor dicho diciendo una que es
mejor no reproducir aquí. El CHOLO presentaba en su ojo derecho las huellas
evidentes de haber estado peleando, bien en el ring o en una pelea callejera,
aunque era evidente que mis padres, sabedores de sus aficiones pugilísticas,
enseguida se decantaron por la primera de ambas posibilidades, la más dura. Lo
cierto era que poco antes de la combinación que dio con “el huracán” en la
lona, este le había propinado un golpe de consideración, que él no consideró en
su justa medida, pues el ROJO, su entrenador, la había restañado
momentáneamente poco después, sin que él pudiera considerar sus efectos.
Aprovechando la ausencia momentánea del jefe de la tribu, el boxeador entregó a
mamá ante nuestra presencia un considerable fajo de billetes para la época,
algo que sin embargo no sirvió de nada, pues no tuvo con nosotros el mínimo
detalle, considerando que de alguna manera fuimos testigo de lo acaecido, y en
cualquier caso le considerábamos como nuestro líder carismático, aquel que en
un momento de apuro podía reivindicar el buen nombre de nuestra familia, aunque
fuera a hostias. Poco después, sorprendentemente, papá reapareció en escena,
vestido con un batín casero y unas zapatillas de boxeo (que sin duda había
recuperado del armario de Cholo), y para nuestro asombro se puso a “hacer
sombra” en una esquina del parquet, fingiendo participar en un combate contra
un rival imaginario. Aquel hombre debía estar muy afectado por lo acaecido, y
no se le ocurrió mejor manera de mitigar su pena que ponerse en el lugar de su
hijo, boxeador a pesar suyo, cuando en su fuero interno habría deseado que
fuera ingeniero. ¡Viva la Nochebuena! dijo ante nuestro estupor y el de CHOLO,
que, levantándose de inmediato se acercó a don Luis dispuesto a cruzar guantes.
¡¡¡genial!!! :)
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