martes, 24 de diciembre de 2013

FINTAS


CHOLO tenía aquella noche una difícil papeleta. Él era un estilista (“fino estilista cántabro” decían los carteles publicitarios) y se enfrentaba al CHATO, nuevo valor regional que venía pegando fuerte, y que había ganado por k.o los pocos combates que había disputado como profesional. Confiaba en sí mismo, en su boxeo hecho de fintas y desplantes y en su velocidad de brazos, pero no las tenía todas consigo para evitar que le llegara uno de los directos de la nueva figura, al que ya se le conocía como “el huracán de Cantabria”, aunque una buena parte de los aficionados más estetas que consideraban al boxeo como una de las bellas artes le llamaran “el enano cabezón”, queriendo de esta manera poner en evidencia la precariedad de su estilo, carente de la menor técnica. Por otro lado, el CHOLO sabía que tenía que llegar a tiempo a casa para la cena de Nochebuena sino quería tener un conflicto familiar grave, pues para sus padres aquella noche era poco menos que sagrada. Es decir, aunque la velada empezaba a las seis de la tarde (el suyo era el tercer combate a cinco asaltos), dudaba poder estar en la estación antes de las nueve para coger el último tren, que en media hora le dejaría en su pueblo. Las circunstancias le obligaban por lo tanto a abreviar, bien fuera dejándose noquear a las primeras de cambio (a lo que no estaba dispuesto), o lanzarse a un ataque poco menos que suicida, dadas la circunstancias, para abatir de inmediato al mencionado enano. Urdió por lo tanto una trampa que esperaba que le diese resultado, que consistía, siendo zurdo, en adoptar desde el primer gong una guardia invertida, es decir, que el CHATO se sintiera confundido y girara a su alrededor en sentido inverso, tratando de evitar su zurda, cuando la que de verdad iba a intentar romperle la cara era la otra, su inesperada mano derecha. Y así fue, al poco de sonar la campana en el primer asalto y tras una breve fase de tanteo, el fino estilista cántabro asestó al huracán de Cantabria un directo debajo del arco superciliar derecho y un gancho al hígado que lo dejó viendo angelitos ante el pateo del respetable puesto en pie gritando tongo. Pero de tongo nada, y CHOLO pudo incluso tomarse un chato (mira por donde) de vino en la cantina de la estación (milagrosamente abierta a esas horas) poco antes de coger el tren. Se sentía feliz, pues la bolsa aquel día era bastante buena, posiblemente porque los organizadores de la velada, los hermanos Mallavia, habían querido ser generosos con los púgiles en aquel día tan señalado, y pensaba darle un buen pellizco a su madre nada más llegar a casa. La mujer andaba con frecuencia en apuros para sacar a la familia adelante, pues el patrón, es decir, su padre, no se andaba con muchas contemplaciones, y le daba lo justo para que no tuviera que recurrir a las asistencias locales para llegar a fin de mes. Eso es al menos lo que creía él, que tenía con su progenitor una relación manifiestamente mejorable, teniendo en cuenta que sus estudios universitarios dejaban mucho que desear. Al llegar a casa le abrió la puerta Josefa, la criada, una señora de la zona a la que no pagaban, pero que vivía con ellos a cambio de una habitación y comida, algo sorprendente, pues por más que le daba vueltas no le parecía compatible con la idea que tenía de la economía familiar. Pero así era. Al verle, la doméstica dio un grito que nos alertó a los demás, ya sentados a la mesa y famélicos a la espera de lo que se avecinaba, grosso modo, sopa de picadillo, besugo, pollo, gambas y turrón, una verdadera orgía culinaria regada con vino de Rioja y sidra achampanada a los postres. Al llegar al comedor, todos miramos de inmediato a mi hermano, y aunque a nosotros nos pareció un héroe superviviente del campo de batalla, mamá se echó de inmediato a llorar con la cabeza sobre la mesa (casi la mete en el plato), y papá se levantó furibundo y salió dando un portazo sin decir una palabra, o mejor dicho diciendo una que es mejor no reproducir aquí. El CHOLO presentaba en su ojo derecho las huellas evidentes de haber estado peleando, bien en el ring o en una pelea callejera, aunque era evidente que mis padres, sabedores de sus aficiones pugilísticas, enseguida se decantaron por la primera de ambas posibilidades, la más dura. Lo cierto era que poco antes de la combinación que dio con “el huracán” en la lona, este le había propinado un golpe de consideración, que él no consideró en su justa medida, pues el ROJO, su entrenador, la había restañado momentáneamente poco después, sin que él pudiera considerar sus efectos. Aprovechando la ausencia momentánea del jefe de la tribu, el boxeador entregó a mamá ante nuestra presencia un considerable fajo de billetes para la época, algo que sin embargo no sirvió de nada, pues no tuvo con nosotros el mínimo detalle, considerando que de alguna manera fuimos testigo de lo acaecido, y en cualquier caso le considerábamos como nuestro líder carismático, aquel que en un momento de apuro podía reivindicar el buen nombre de nuestra familia, aunque fuera a hostias. Poco después, sorprendentemente, papá reapareció en escena, vestido con un batín casero y unas zapatillas de boxeo (que sin duda había recuperado del armario de Cholo), y para nuestro asombro se puso a “hacer sombra” en una esquina del parquet, fingiendo participar en un combate contra un rival imaginario. Aquel hombre debía estar muy afectado por lo acaecido, y no se le ocurrió mejor manera de mitigar su pena que ponerse en el lugar de su hijo, boxeador a pesar suyo, cuando en su fuero interno habría deseado que fuera ingeniero. ¡Viva la Nochebuena! dijo ante nuestro estupor y el de CHOLO, que, levantándose de inmediato se acercó a don Luis dispuesto a cruzar guantes.     

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