Me despierto a
las dos de la mañana. Me siento inquieto pero extraordinariamente lúcido, sensaciones
que hasta ese momento había tenido por contradictorias. Enciendo la luz de la
mesilla y puedo ver mi habitación como siempre, pero con esa sensación de
irrealidad que presta la semipenumbra a
los rincones más familiares. Me doy cuenta que en esos instantes necesito ver
con más claridad y verificar que todo está en su sitio. Enciendo por lo tanto
la lámpara del techo, una imitación de araña que compré en el Rastro hace años
y que no enciendo jamás, y compruebo que sus bombillas dan una luz potente,
incluso hiriente, que sin embargo, viene bien a mis planes. Me levanto y
verifico que todo está como lo recordaba, algo que me alivia aunque siempre
tuve la certeza de que los objetos inanimados permanecen inmóviles a no ser que
se les aplique una fuerza en cualquier sentido, en cuyo caso seguirían las
leyes del movimiento de Newton, que no es el caso. Una vez inspeccionada
someramente la habitación, y visto que todo sigue igual, me vuelvo a acostar y
tengo de inmediato la seguridad de que esa noche no voy a dormir más. Me ahorro
por lo tanto los esfuerzos inútiles que uno suele emplear en este tipo de
ocasiones para volver a hacerlo, y prescindo de contar ovejas y ni siquiera
recurro al somnífero que me ha servido en las ocasiones más agudas, leer dos
páginas seguidas de “Ser y Tiempo”, que ya es decir. De entrada, trato de
disimular y me conformo pensando que dado que en el planeta somos más de siete
mil millones de individuos, es seguro que otros estarán viviendo una situación
semejante y posiblemente peor (el famoso refrán de “mal de muchos, etc”, al que
recurro aunque me avergüence mi falta de originalidad). No obstante, cuando
siento el rebozo de la sábana acariciarme la mejilla hago un intento por
abandonarme en brazos de Morfeo, algo que a los dos minutos veo que es inútil
y finalmente recostado pues sobre los
almohadones, dejo vagar mi mente por los mundos procelosos que suelen
presentarse a esas horas de la noche. Pero, de repente, guiado por un impulso
desconocido por mí hasta esos momentos, siento la necesidad imperiosa de
cortarme las uñas de los pies, algo a lo que procedo de inmediato, saltando de
la cama como un resorte. Sentado en el taburete del cuarto de baño en las
cercanías del inodoro, procedo a hacerlo con un fervor más propio de una final
de la Liga de Campeones o un Congreso Mariano que de una tarea tan prosaica, lo
que además de extrañeza, me provoca una alegría impropia de esas horas. Percibo
como la cutícula cortada abandona su alojamiento en los dedos y salta con
alborozo sobre la loza en un espectáculo que tiene algo de fuegos artificiales,
teniendo en cuenta la casi fluorescencia de las uñas y el hecho de proceder con
la luz apagada. Una vez realizada la faena para la que parezco haber sido
convocado, me entran unas ganas irreprimibles de obrar de la misma manera con
las uñas de las manos, que poco después y accediendo a mis deseos pasan a
formar parte del torrente líquido que despide a todas ellas proveniente de la
cisterna. Acostado de nuevo, soy consciente que he sido llamado a realizar
misiones que tenía hasta entonces postergadas, y que, para ser sincero, jamás
pensé que en algún momento volverían a llamar a mi puerta. Después de proceder
a la poda de lo que otrora fueran llamadas garras, siento una necesidad
imperiosa de depilarme. Depilarme totalmente, como si debiera alumbrar a un
nuevo ser absolutamente apiloso y calvo, que puestos a buscar semejanzas
recordaría a un neonato llegado a feliz término. Puesto de nuevo en pie, dudo durante
unos instantes si proceder allí mismo, pero criterios de higiene elemental me
recomiendan ducharme antes, para que el pelo y el vello que me cubren obtengan la
flexibilidad adecuada para el filo de la cuchilla. Me doy cuenta de lo
extravagante de mis intenciones, pero al mismo tiempo siento que no puedo
prescindir de una auténtica necesidad de renovación, como si el próximo
amanecer debiera acoger en mi lugar a un ser que siendo yo mismo no lo
pareciera. Estaba harto de que el mundo y más concretamente sus habitantes me
consideraran de la misma manera que yo pude momentos antes percibir a los
enseres de mi habitación, cosas in mutables incapaces por si mismas de variar
lo más mínimo. Finalmente llevé a cabo el trabajo metido en la bañera con agua
bien caliente, que me permitió permanecer un rato adentro una vez que hubo
culminado mi tarea de despojamiento. Después de afeitarme, ducharme y ponerme
crema con generosidad, me miré de cuerpo entero en el espejo y pude
experimentar el íntimo regocijo del trabajo bien hecho, pues haría falta una
lupa para encontrar el menor rastro de un folículo piloso. Recordé en esos
momentos a unos actores japoneses que había visto hacía tiempo en un teatro
alternativo, y no pude impedir que una sonrisa aflorara a mi rostro repitiendo
el comentario despectivo que hice entonces: “menuda pinta”. Me sentía bien, y
una vez seco, me volví a meter en la cama totalmente desnudo, sintiendo de
inmediato la agradable sensación de haber cambiado las sábanas, cuando lo que
verdaderamente había sucedido es que había cambiado de piel. Estuve de esta
guisa un buen rato, durante el cual tuve la sensación de haber hecho algo trascendente
y podido dar al fin dar un sentido a mis frecuentes insomnios; no solo no había
perdido el tiempo, sino que me había transmutado en otro ser que, quien sabe, a
lo mejor era solo el primer paso para nuevas metamorfosis en el futuro
inmediato. Tuve sin embargo un chispazo de pánico, al sentir unas ganas
irracionales de continuar con la tarea que había iniciado, y reducir mi
organismo a los elementos absolutamente imprescindibles para la consciencia. En
concreto se me ocurrió que quizás no estaría mal continuar mi labor de
desprendimiento de todo lo accesorio, y cortar mis extremidades empezando por
los dedos para continuar luego con el resto de las articulaciones. Quedarme
exclusivamente con ese órgano pensante que reposaba sobre mi almohada, sin la servidumbre
añadida de unos órganos que no quería que siguieran obedeciendo a Darwin ni a
las mutaciones aleatorias del ácido desoxirribonucleico. Ni tampoco a Mendel.
Afortunadamente, me di cuenta a tiempo, pues ya con las tijeras en las manos,
recordé que de continuar no podría contar a mis semejantes la ocurrencia de
aquella noche, por lo que, aunque parezca mentira, me quedé beatíficamente
dormido poco antes del alba, cuya luz empezaba a filtrarse tímidamente entre
los visillos de la ventana. Afortunadamente al despertar todo me pareció
un mal sueño y no encontré la cabeza de
un caballo en mi cama.
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