El sobrino de
Wittgenstein (*) no era, propiamente hablando, su sobrino. De hecho, en su
familia nadie se apellidaba así, con lo que queda clara la afirmación con la
que dan comienzo estas líneas. Antes de continuar, conviene, sin embargo,
precisar que dicha persona insistía en ser llamada de tal manera, y que incluso
cuando era presentado por su nombre de pila, él añadía de inmediato “sobrino de
Wittgenstein”, como si de esta forma quien acababa de conocerle tuviera una
referencia más evidente de su auténtica personalidad. Esto podía suceder en
algunas ocasiones en las que este tenía algunas nociones de la filosofía del siglo
XX, pero la mayoría de las veces tal aclaración añadía una confusión que solía
desembocar en una situación bastante embarazosa. En este último caso era
frecuente, que ambos se enzarzaran en una conversación auténticamente
surrealista, tratando cada cual de hacerse entender, uno dando a conocer al
famoso filósofo, y el otro simulando como buenamente podía su desconocimiento.
A esto debe añadirse que el sobrino de Wittgenstein, de patronímico Paul, no
contestaba a las preguntas del otro con explicaciones claras y concisas, sino
que solía echar mano de algunos de los aforismos o sentencias del Tractatus
Logicus Philosophicus del famoso filósofo, para darle a entender que, después
de todo, el lenguaje era lo de menos. Ni que decir tiene, que tal cosa sumía a
sus interlocutores en una perplejidad, que normalmente trataban de solventar alejándose a buen paso.
Estas situaciones, sin embargo, solían resolverse sin mayores problemas cuando
uno de ellos pasaba a otro tema como forma de evadir una confrontación que,
después de todo, no les llevaría a ningún lado. Por otro lado, Paul era un tipo
simpático y con buen humor, pero en tales ocasiones no podía evitar actuar como
acaba de describirse, pues, al parecer, según llegó a confesar en un momento de
debilidad, era una forma de darse a valorar, habiendo incorporado tal
puntualización como un latiguillo del que no podía prescindir. En algunas
ocasiones se explayaba sobre el asunto, introduciendo algunas aclaraciones que
a decir verdad no le importaban a nadie, pero que en esos momentos a él le
parecían imprescindibles. Precisaba, si la ocasión se prestaba a ello, que
había decidido ser sobrino y no estrictamente hijo del famoso filósofo, porque
la descendencia del mismo en línea directa sin duda le hubiera acarreado
complicaciones a las que no se quería prestar. Ya se sabe -puntualizaba- que
tal herencia supone recibir un cincuenta por ciento de los genes de los
progenitores, y que en tal caso, y a pesar de las leyes de Mendel, había
preferido una línea lateral que a buen seguro le traería menos complicaciones.
Y al decir esto, normalmente guiñaba un ojo, dando a entender que las metáforas
pueden tener en ocasiones la misma fuerza que la realidad. Ya se sabe que los
filósofos, por inteligentes y agudos que sean, no dejan de ser unos individuos
encerrados en una serie de conceptos que con frecuencia ni ellos mismos entienden,
por lo que muchas veces acaban enredados en la telaraña que han tejido motu
propio, y aquí solía poner el ejemplo de Nietzsche, al que acabaron matando los
dolores de cabeza. Prefería por lo tanto identificarse como un pariente lejano,
que conservando algo de su genialidad, pudiera disfrutar de otras cualidades
que le hicieran la vida más llevadera. En todo caso eligió tener con
Wittgenstein una relación transversal e incluso tangencial, que le permitiera
ser estrictamente Paul en los momentos que le viniera en gana. Leyó a su
filósofo predilecto un tanto por encima, ya que aunque tenía el Tractatus sobre
la mesilla de noche y de vez en cuando echaba mano de él, no comprendía
realmente casi nada y lo empleaba, dada su estructura, a modo de somnífero.
Creía además que la crítica radical que Wittgenstein hacía de la filosofía, y
especialmente de la metafísica, se atenía a la estructura de su discurso, en
tanto que el continente (las palabras) servían para camuflar la inanidad del
contenido (el significado), cayendo él mismo en la trampa que denunciaba, pues
también lo hacía de una forma parecida. Para salir de tal situación, era
frecuente que el sobrino de Wittgenstein recurriera a determinadas ardides no
criticables con tal criterio. En concreto, cuando estaba de humor recurría a
figuras literarias y tropos entre los que destacaban el oxímoron, las apócopes,
las sinalefas, las aliteraciones, las hipérboles, los retruécanos, las
onomatopeyas y las perífrasis, utilizando los días que verdaderamente estaba
inspirado el dequeísmo y la ecolalia, lo que solía resultar bastante
desquiciante, y hacía que más bien pronto que tarde se quedara solo. Esas
ocasiones, que a otros le hubieran resultado difíciles de soportar en la medida
en que los seres humanos somos animales sociales, a él, admirador de Knut
Hamsun ( y en concreto de “Hambre”), no le importaban demasiado, y echaba a andar
por las calles de su ciudad, ayudado por una botella de ginebra y redoblando su
afán crítico respecto a su tío, recurriendo para ello el resto de tropos y
figuras literarias no utilizadas con anterioridad, en concreto insistía en las aféresis,
los apócopes, las diástoles, las anáforas, las sindéresis, las elipsis, los
quiasmos, las hipérboles, los pleonasmos, las antítesis y la prosopopeya, lo
que posiblemente hubiera dejado a su tío sumido en una confusión que le hubiera
llevado a conclusiones diferentes, teniendo en cuenta que con frecuencia
empleaba además cambios de tono de acuerdo con la fonética china, acompañados
por ciertos tics y muecas que hubieran tenido un éxito notable en el teatro de
títeres y el kabuki japonés. Y en esas se encuentra en la actualidad el sobrino
de Wittgenstein. Seguiremos informando.
(*) “El sobrino
de Wittgenstein” de Thomas Bernhard.
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