miércoles, 2 de enero de 2013

SOBRINOS


El sobrino de Wittgenstein (*) no era, propiamente hablando, su sobrino. De hecho, en su familia nadie se apellidaba así, con lo que queda clara la afirmación con la que dan comienzo estas líneas. Antes de continuar, conviene, sin embargo, precisar que dicha persona insistía en ser llamada de tal manera, y que incluso cuando era presentado por su nombre de pila, él añadía de inmediato “sobrino de Wittgenstein”, como si de esta forma quien acababa de conocerle tuviera una referencia más evidente de su auténtica personalidad. Esto podía suceder en algunas ocasiones en las que este tenía algunas nociones de la filosofía del siglo XX, pero la mayoría de las veces tal aclaración añadía una confusión que solía desembocar en una situación bastante embarazosa. En este último caso era frecuente, que ambos se enzarzaran en una conversación auténticamente surrealista, tratando cada cual de hacerse entender, uno dando a conocer al famoso filósofo, y el otro simulando como buenamente podía su desconocimiento. A esto debe añadirse que el sobrino de Wittgenstein, de patronímico Paul, no contestaba a las preguntas del otro con explicaciones claras y concisas, sino que solía echar mano de algunos de los aforismos o sentencias del Tractatus Logicus Philosophicus del famoso filósofo, para darle a entender que, después de todo, el lenguaje era lo de menos. Ni que decir tiene, que tal cosa sumía a sus interlocutores en una perplejidad, que normalmente  trataban de solventar alejándose a buen paso. Estas situaciones, sin embargo, solían resolverse sin mayores problemas cuando uno de ellos pasaba a otro tema como forma de evadir una confrontación que, después de todo, no les llevaría a ningún lado. Por otro lado, Paul era un tipo simpático y con buen humor, pero en tales ocasiones no podía evitar actuar como acaba de describirse, pues, al parecer, según llegó a confesar en un momento de debilidad, era una forma de darse a valorar, habiendo incorporado tal puntualización como un latiguillo del que no podía prescindir. En algunas ocasiones se explayaba sobre el asunto, introduciendo algunas aclaraciones que a decir verdad no le importaban a nadie, pero que en esos momentos a él le parecían imprescindibles. Precisaba, si la ocasión se prestaba a ello, que había decidido ser sobrino y no estrictamente hijo del famoso filósofo, porque la descendencia del mismo en línea directa sin duda le hubiera acarreado complicaciones a las que no se quería prestar. Ya se sabe -puntualizaba- que tal herencia supone recibir un cincuenta por ciento de los genes de los progenitores, y que en tal caso, y a pesar de las leyes de Mendel, había preferido una línea lateral que a buen seguro le traería menos complicaciones. Y al decir esto, normalmente guiñaba un ojo, dando a entender que las metáforas pueden tener en ocasiones la misma fuerza que la realidad. Ya se sabe que los filósofos, por inteligentes y agudos que sean, no dejan de ser unos individuos encerrados en una serie de conceptos que con frecuencia ni ellos mismos entienden, por lo que muchas veces acaban enredados en la telaraña que han tejido motu propio, y aquí solía poner el ejemplo de Nietzsche, al que acabaron matando los dolores de cabeza. Prefería por lo tanto identificarse como un pariente lejano, que conservando algo de su genialidad, pudiera disfrutar de otras cualidades que le hicieran la vida más llevadera. En todo caso eligió tener con Wittgenstein una relación transversal e incluso tangencial, que le permitiera ser estrictamente Paul en los momentos que le viniera en gana. Leyó a su filósofo predilecto un tanto por encima, ya que aunque tenía el Tractatus sobre la mesilla de noche y de vez en cuando echaba mano de él, no comprendía realmente casi nada y lo empleaba, dada su estructura, a modo de somnífero. Creía además que la crítica radical que Wittgenstein hacía de la filosofía, y especialmente de la metafísica, se atenía a la estructura de su discurso, en tanto que el continente (las palabras) servían para camuflar la inanidad del contenido (el significado), cayendo él mismo en la trampa que denunciaba, pues también lo hacía de una forma parecida. Para salir de tal situación, era frecuente que el sobrino de Wittgenstein recurriera a determinadas ardides no criticables con tal criterio. En concreto, cuando estaba de humor recurría a figuras literarias y tropos entre los que destacaban el oxímoron, las apócopes, las sinalefas, las aliteraciones, las hipérboles, los retruécanos, las onomatopeyas y las perífrasis, utilizando los días que verdaderamente estaba inspirado el dequeísmo y la ecolalia, lo que solía resultar bastante desquiciante, y hacía que más bien pronto que tarde se quedara solo. Esas ocasiones, que a otros le hubieran resultado difíciles de soportar en la medida en que los seres humanos somos animales sociales, a él, admirador de Knut Hamsun ( y en concreto de “Hambre”), no le importaban demasiado, y echaba a andar por las calles de su ciudad, ayudado por una botella de ginebra y redoblando su afán crítico respecto a su tío, recurriendo para ello el resto de tropos y figuras literarias no utilizadas con anterioridad, en concreto insistía en las aféresis, los apócopes, las diástoles, las anáforas, las sindéresis, las elipsis, los quiasmos, las hipérboles, los pleonasmos, las antítesis y la prosopopeya, lo que posiblemente hubiera dejado a su tío sumido en una confusión que le hubiera llevado a conclusiones diferentes, teniendo en cuenta que con frecuencia empleaba además cambios de tono de acuerdo con la fonética china, acompañados por ciertos tics y muecas que hubieran tenido un éxito notable en el teatro de títeres y el kabuki japonés. Y en esas se encuentra en la actualidad el sobrino de Wittgenstein. Seguiremos informando.

(*) “El sobrino de Wittgenstein” de Thomas Bernhard.

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