Finalmente, después del verano decidí volver al internado a pesar del
recuerdo nada estimulante del año anterior, y de que las cocineras se
desvivieran para lograr una repostería que me convenciera en el último minuto de
que no merecía la pena ser diabético. Pero ni por esas. Llevado posiblemente
por un espíritu de sacrificio que me ha traído hasta aquí, me embarqué en el
segundo año de permanencia en la meseta castellana, donde de alguna manera
esperaba que se acabara produciendo un milagro, que me convenciera de que en el
fondo yo no era un ser hecho para la renuncia y los sacrificios no solicitados.
Se trataba del segundo año de bachillerato, un periodo que con el siguiente
suponía el paso definitivo a la edad en la que uno deja de ser definitivamente
un niño, para acabar aceptando con cierta aprensión una pelusilla incipiente
sobre el labio superior que anuncia transformaciones para las que uno no
siempre está preparado. Fue en aquella época cuando el cura al que
anteriormente aludí como a una hiena desalmada, cobró una relevancia
sobresaliente, pues al poco de llegar me anunció de forma oficial, que había
sido nombrado mi tutor, por lo que se veía obligado a mantener sobre mí una
vigilancia permanente, con objeto de que guardara estrictamente las normas que
se nos tenían encomendadas. Una de sus obligaciones, al parecer, era ser mi padre confesor, de manera que como
mínimo todas las semanas tendría que ponerle al corriente de mis actividades
supuestamente pecaminosas, a lo que por cierto yo siempre me negué, a pesar de
haber iniciado tímidamente por entonces ciertas relaciones autoeróticas, de las
que de ninguna manera quería hacerle partícipe. No fue sencillo, pues el padre
Gabriel, que así se llamaba aquel tipo, insistía una y otra vez como si tuviera
el convencimiento de que a mi edad se despiertan ciertos demonios de los que
uno no puede renegar, a no ser que como él (de acuerdo con su nombre), formara
parte del coro de los arcángeles que no cesan de entonar himnos de alabanza al
Señor. No era desde luego mi caso, pero no me daba la gana de que aquel
individuo estuviera al corriente de unas actividades exclusivamente personales
que él parecía esperar con cierta ansiedad, sobre todo los días que tras
preguntarme, tenía la impresión de escuchar al otro lado del confesionario unos
jadeos inquietantes. Meses después, ya casi finalizando el curso, me volvió a
llamar y habló conmigo en privado, para decirme que dejaba de ser mi tutor en
vista de que a pesar del tiempo transcurrido “no había podido llevarme por el
sendero virtuoso”, despidiéndose de mí con un capón, que me hizo ver bien a las
claras que de alguna manera se sentía muy decepcionado. Al padre hiena le
sucedió como tutor el padre Agustín, un cura joven y un tanto mantecoso a quien
yo parecía tenerle sin cuidado, siendo lo más reseñable de él su evidente
indiferencia, cumpliendo conmigo una función que le había sido encomendada pero
de la que se desimplicaba totalmente. Se fue pronto por algunos problemas que
nunca supimos a ciencia cierta, aunque alguien comentó que tenían relación con
la intendencia del centro, del que al parecer cumplía las funciones de tesorero.
A partir de entonces ya no tuve a nadie asignado de forma permanente, pero de
vez en cuando alguno de los curas me llamaba para soltarme algún discurso, o
indicarme lo indebido de las acciones impuras, algo de lo que yo entonces empezaba
a enterarme. Recuerdo a uno de ellos poco antes de finalizar el curso, que al
tiempo que hablaba chasqueaba la lengua como si tuviera dificultades para
moverla, algo posiblemente relacionado con el frenillo de la misma, según más
tarde me contaron, pero que en cualquier caso hacía recomendable mantenerse
fuera de su línea de tiro. El tiempo empezó a correr más deprisa de lo
imaginable, y cuando quise darme cuenta había ingresado en el Seminario de
Monte Beltrán después de aprobar la reválida de cuarto, momento en el que
decidí que quería ser sacerdote, para estupor de mi padre y alegría de mi madre,
que siempre pensó que tener a alguien cerca de Cristo era una forma bastante
segura de ir al cielo. De mi estancia de dos años en el seminario no tengo
demasiadas cosas que reseñar, aunque dos de ellas se me han quedado grabadas
por razones que no tienen que ver estrictamente con tal institución, pues
podrían haber sucedido en cualquier lugar (un instituto de segunda enseñanza o
el propio internado), aunque hay que reconocer que ambas tienen un carácter más
propio de organizaciones religiosas que de otro sitio. Lo que recuerdo con especial regocijo fue el día
en que el profesor de filosofía, un tipo achaparrado con unas gruesas gafas de
pasta, saltó desde su tarima a una de las mesas de los seminaristas, y a
continuación se puso a caminar sobre las demás al tiempo que, mientras todos
recogían precipitadamente el material escolar que tenían encima, afirmaba con
vehemencia panfletaria que la principal característica del espíritu era su
aptitud para el vuelo, y que por eso se representaba como una paloma al propio
Espíritu Santo. Poco después, con el mismo tono de arenga, nos advirtió que,
dijera lo que dijera la teología oficial, Santo Tomás de Aquino estaba muy
equivocado con sus cinco vías probatorias de la existencia de Dios, pues Él
estaba por encima de cualquier postulado racional, y no era ningún teorema que
hubiera que demostrar. Dicho lo cual, descendió de una de las mesas de la
última fila dando un salto que casi lo desgracia, y salió dando un portazo.
Poco después oímos la alarma de una ambulancia y nadie tuvo duda de qué se
trataba. El otro tema que aún hoy en día
recuerdo con frecuencia cuando siento ciertos remordimientos, es el que trató
el profesor de Ética y Moral cristiana, cuando afirmó que no debíamos
preocuparnos si algunas mañanas al despertar encontrábamos las sábanas menos
aseadas de lo que sería de desear, pues ya Dios en su infinita sabiduría había
previsto para nuestra edad, la posibilidad de que la naturaleza facilitara las
poluciones nocturnas, de tal manera que aún así siguiéramos conservándonos
castos a pesar de los requerimientos de una desproporcionada presencia de
testosterona en nuestro torrente sanguíneo, afirmación que tengo el
convencimiento que buena parte de los futuros ministros del Señor allí
presentes, interpretamos como una autorización encubierta a la más querida de
las aficiones de Onán. La virginidad, en su opinión, era el más bello regalo
que podíamos hacer a Nuestro Señor, y en eso superábamos a quienes, aun sin
concupiscencia, debían abdicar de la misma, una vez que contraen sagrado
matrimonio con el fin de preservar la especie. Mi estancia en el Seminario duró
el tiempo preciso para que mis estudios fueran equiparados con el bachillerato
superior, momento en el que afortunadamente me convencí de que con vuelo o sin
él, mi camino en este mundo no seguiría la inspiración del espíritu en el
sentido religioso del término, algo que mi padre aceptó con cierto regocijo,
pero que dejó terriblemente abatida a mamá, posiblemente porque ya no tenía tan
claro que con las misas y los rosarios fuera suficiente para alcanzar el
paraíso. De hecho, poco tiempo después, cuando me incorporé al servicio militar
en el año sesenta y cinco, se podía decir que era absolutamente ateo, pues
habían caído en mis manos algunas publicaciones comunistas de Marx y Lenin que
me convencieron de la realidad del materialismo dialéctico inspirado en Hegel,
aunque lo que resultó definitivo fue leerme los textos del príncipe Krotopkin,
y sobre todo de Bakunin, de quien me entusiasmó una máxima, que hice mía, “ni dios
ni amo”. Es evidente que durante el tiempo que permanecí en el Ejército mantuve
todo esto en el mayor de los secretos, e incluso fui lo suficientemente cínico
como para ser monaguillo en la misa de los domingos, y hacer la pelota al
capitán, diciéndole cuando me exigió que le hablara con franqueza, que en mi
opinión la principal misión de España en aquellos tiempos era la invasión de
Gibraltar, algo que me sirvió para dejar de montar guardias y que se me
concediera de inmediato un pase de pernocta fuera del cuartel, a pesar de no
tener familia en aquella localidad. Hace ya cinco años que terminó mi servicio
a la patria en el seno de las Fuerzas Armadas, de las que guardo un recuerdo
más afectuoso que otros, que al parecer hubieran preferido entrar en combate en
lugar de pelar guardias y desfilar en las juras de banderas, la fiesta de la
patrona y las patrióticas, que en aquella época, a pesar de que su Excelencia
empezaba a dar síntomas de agotamiento, aún proliferaban. Allá cada cual con
sus gustos, reconozco que siempre he sido un vago y que soy un cobarde de tomo
y lomo. De vuelta a casa, en la familia se había producido una auténtica
revolución. Mi madre no abría la boca y se había internado voluntariamente en
una asilo (posiblemente como consecuencia de mi deserción religiosa), mi padre
tenía un Parkinson agudísimo y estaba totalmente medicado, a cargo de mi
hermana y Francisca (la otra criada se fue),
mis hermanos mayores, como es natural, se habían independizado, y los
dos pequeños estaban terminando el bachillerato después de repetir varios
cursos. Ante tal panorama, a los veintisiete años de edad, y siendo ya un
hombre hecho y derecho, he decidido dar un giro radical a mi vida, y me he
venido a vivir a un pueblo abandonado en el desierto de Almería, cuatro
casuchas derruidas que sin embargo me prestan un techo que me resguarda de los
meteoros atmosféricos, aunque aquí, todo hay que decirlo, la lluvia brilla por
su ausencia. No sé cuanto aguantaré con las provisiones que me he traído,
aunque puesto a marcar un hito más en una existencia que ha tenido poco de
azarosa, tengo buena disposición para arrostrar hasta cuando sea posible, una
vida de anacoreta a base de los insectos y las bayas que proliferan por los
alrededores. No hay problemas de agua, pues cerca existe un pozo que llega
directamente de una capa freática donde su calidad, según la opinión de algunos
lugareños, es excelente. Quizás este ascetismo en ciernes hubiera sido del
agrado del cura aquel que me quería mal y tenía cara de hiena.
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