martes, 1 de enero de 2013

INTERNADOS


Mis padres nunca entendieron por qué a los ocho años quise que me metieran en un internado. De todas maneras, hasta los diez no fue posible porque esa era la edad mínima, y tuve que esperar hasta entonces para ver cumplido mi deseo, algo a lo que ellos finalmente accedieron bastante consternados. Supongo que el mero hecho de que un vástago tan joven quiera abandonar el hogar familiar, debe resultar duro de encajar en cualquier familia, sobre todo en una como la nuestra, compuesta por ocho hermanos, dos abuelas, una tía, dos criadas y ellos mismos, papá y mamá, todos bien avenidos, un auténtico clan, pero mi decisión fue firme poco después de haber hecho la primera comunión. Lo cierto es que aún hoy en día cuando reflexiono sobre ello, todavía no lo tengo claro, y creo recordar que entonces tampoco, aunque si he de decir algo que pueda aproximarse a lo que sentía, es que tenía la impresión de que yo allí sobraba. Éramos muchos, es cierto, pero en aquella época en la que se premiaba a las familias numerosas, tampoco era tan raro, y por lo tanto, mi deseo debía tener más que ver con mi forma de ser que con la propia realidad. Creo que lo que verdaderamente sentía era que yo allí no encajaba, no porque los demás tuvieran algo contra mí (¿como se puede tener algo contra un niño de ocho años?), sino porque en mi interior yo imaginaba un lugar diferente donde podría ser yo mismo, aunque entonces tampoco debía tener muy claro lo que eso significaba. Supongo que era un niño raro, y tal cosa no era sino una más de  mis características, aunque posiblemente la más sorprendente. De hecho, una de las abuelas, Elena, me quería muchísimo, y el día que mis padres me llevaron a su cuarto para que me despidiera, se cogió un berrinche tremendo que por poco la manda al otro barrio. Mis padres, todavía lo recuerdo con cierta emoción, trataron de disuadirme con argumentos que imagino suponían disuasorios, como la lejanía de la familia, las largas tardes de soledad en compañía de niños desconocidos, e incluso con la amenaza de unos profesores muy estrictos que no me harían la vida muy fácil. Pero todo fue inútil, y a mediados de septiembre de mil novecientos cincuenta y cinco, mi padre me llevó en uno de los escasos taxis por entonces disponibles allí, después de un último intento disuasorio de Francisca, una de las criadas, que como postre aquel día me había preparado un bollo riquísimo para decirme de inmediato que tendría que olvidarme de ellos hasta las Navidades, algo que para su congoja, yo acepté sin pestañear respondiéndole que “seguro que en el internado harán otros tan buenos o mejores”. Lo cierto es que nunca pude explicarles el por qué de mi decisión, aunque con el tiempo, lo que me sorprendió todavía más fue el hecho de que finalmente la aceptaran, pues hubiera sido suficiente su negativa para que no hubiera tenido más remedio que quedarme en casa. Pero tampoco quiero dar a esto demasiadas vueltas. La tarde que llegamos al internado, a tres horas largas en coche, papá estuvo charlando mucho tiempo con el director, supongo que era el método habitual de admisión y porque mi caso no era corriente, pues los chicos solían ir allí por otro tipo de problemas, familiares, educativos o de conducta (aunque no era un reformatorio). Después de la conversación privada, entré yo con papá, y el director, un cura alto, muy delgado y con gafas, me dijo que estaba convencido que allí iba a estar estupendamente y que iba a ser muy bien acogido entre mis nuevos compañeros, algo que él no sabía que a mí me tenía sin cuidado, pues en la medida de lo posible, pensaba hacer mi vida. Así pues, me quedé allí solo, y mentiría si no dijese que en aquellos primeros días me di cuenta de que quizás había medido mal mis fuerzas, pues aquel sitio era lo más parecido a un cuartel que uno se pueda imaginar. “Niños por aquí, chicos por allá, arriba, abajo, silencio, come, calla, adelante, atrás”, en fin, una retahíla de órdenes que yo ya esperaba, pero desde luego no con tanta intensidad. Para más inri, al cabo de dos semanas se presentó allí mi familia al completo, excepto los dos pequeños que se quedaron con las tatas. Habían venido en tren hasta un pueblo próximo, y desde allí en un armatoste antediluviano con ruedas que les habían alquilado. Se trataba de un esfuerzo desesperado de mis padres para reintegrarme al ámbito familiar, y vive Dios que estuvieron a punto de conseguirlo, pero finalmente les pude despedir con la mano en alto desde las escaleras del edificio del internado, en compañía del director y un cura más joven con cara de hiena (hecho que el tiempo no haría sino confirmar por su cinismo y mal genio). Cuando por fin me dejaron solo y el coche de la familia se convirtió en un punto en el horizonte de la carretera, los curas se pusieron a hablar entre ellos con toda naturalidad sin importarles mi presencia, pues el director le dijo al otro “es un chico muy especial, vigílelo bien y no le permita demasiadas tonterías”, para a continuación echarme apenas una mirada, y señalándome las escaleras que daban a las aulas decirme “¡hala, para arriba!”. Francamente, no sé que tonterías podía esperar de mí aquel larguirucho malencarado, a no ser que el mero hecho de intentar hacerme invisible fuera una de ellas.

Mi vida en el internado comenzó de una manera bastante natural, pues al parecer los alumnos llegaban o se iban con cierta frecuencia, lo que ya daba una idea de que aquel lugar era un sitio especial, sujeto a criterios que no tenían mucho que ver con el rendimiento escolar. Yo empezaba el bachillerato y formaba parte del grupo de los llamados “pequeños”, supongo que por razones que tenían que ver esencialmente de desarrollo psicofísico, entre que la más evidente era la entrada en la pubertad de los “mayores”, y sus necesidades directamente proporcionales a la irrupción abrumadora de pelo por todas partes, y lo que tal hecho traía aparejado. Todos coincidíamos en el comedor, donde la algarabía era tremenda, y donde yo solía buscar un el lugar más apartado posible para concentrarme en mis cosas, siendo de ellas la principal que los otros no me dieran la tabarra. No he dicho hasta ahora que el internado era exclusivamente para chicos, pero eso es algo que cae por su propio peso, sobre todo cuando llegamos al punto siguiente de este rápido recorrido por aquella institución, los dormitorios. Se trataba de unas salas enormes, situados en alas diferentes de los tres pisos del edificio de acuerdo con nuestras edades, por razones en las que no creo que deba insistir. En general fui bien acogido y no tuve ninguna complicación especial, excepto que al poco tiempo me enteré de que me llamaban “cabezón”, al principio de una forma soterrada, pero enseguida de forma directa, algo a lo que me resistí hasta que me di cuenta que sulfurarme me suponía un desgaste mayor que aceptarlo estoicamente. La verdad es que en el fondo tenían bastante razón, pues al mirarme en el espejo de los aseos, no tenía más remedio que estar de acuerdo, tenía un cuerpo bastante enclenque y una cabeza que, como contraste, surgía de un cuello esmirriado como si fuera un melón. La situación no tenía solución, y solo me quedaba tener paciencia y esperar que las fuerzas de la evolución hicieran que con el tiempo me convirtiera en alguien más presentable. A pesar de la monotonía de los días, el tiempo transcurrió más rápido de lo previsto (aunque de hecho, yo no tenía nada previsto) y cuando quise darme cuenta, mi padre me vino a buscar en Navidad en el mismo taxi, convirtiéndose mi llegada a casa en un acontecimiento parecido a la vuelta al hogar del hijo pródigo, o posiblemente en una historia de Dickens donde un niño abandonado es recuperado después de pasar una temporada trabajando en las carboneras de cualquier suburbio londinense (¿Oliver Twist?). Creo que mi reacción les decepcionó, pues esperaban que me echara llorando en sus brazos como si acabara de salir de la cárcel, y al no ser así se quedaron un tanto frustrados, tratando de sonsacarme escenas y situaciones desgraciadas que me hicieran  volver al hogar definitivamente. Pero no fue así, y siguiendo mi costumbre me limité a hacer mi vida y disfrutar de la celebración de la venida de Nuestro Señor al mundo y del Año Nuevo, con una seriedad que les preocupaba, lo que no me impidió comer dulces y pavo como el que más. Las navidades se pasaron rápido y soy sincero si digo que en el momento de regresar al internado tuve un sentimiento agridulce, pues ya era consciente de lo que me esperaba, aunque finalmente me metí de nuevo en el coche con papá rumba al destierro. Aquí cabe añadir que, como la primera vez, Francisca elaboró una tarta si cabe mejor que la anterior, hecho que yo agradecí pero no me hizo cambiar de opinión, aunque esta vez en un rapto de sinceridad tuve que confesarle que estaba mejor que las del internado, por otra parte inexistentes. El invierno pasó con una rapidez lastrada por la rutina del horario escolar, que no cambiaba ni un ápice de un día para otro, excepto los fines de semana, que estábamos algo más libres y podíamos hacer competiciones deportivas (como es natural, fútbol). Algunas veces nos sacaban por las poblaciones de los alrededores y nos enseñaban monumentos o lugares históricos que, como es lógico, a nuestros años nos tenían sin cuidado a pesar de los esfuerzos de algunos de los profesores por explicarnos de qué se trataba. Nuestro mayor interés era que llegara la hora de la comida, normalmente a base de bocadillos de tortilla y filetes como suelas, con una manzana como postre. Ni que decir tiene que lo devorábamos. Una hora especialmente complicada era la de acostarse, no porque no nos apeteciera, sino porque los días de mucho frío nos quedábamos casi tiesos en las literas, con una única manta cuartelera como abrigo, sobre la que echábamos encima la ropa diaria, las toallas y el albornoz con objeto de sobrevivir. Me agarré unos sabañones de aúpa, a pesar de unos guantes de hilo que no abrigaban nada. La llegada de la primavera supuso un alivio considerable en este sentido, aunque ya se sabe que en la meseta, hasta bien entrado mayo, hay que andarse con ojo si uno no quiere acabar como una mojama al menor descuido. La semana santa, que ese año se celebró en abril, fue muy especial, porque por razones que todavía desconozco, mis padres me dijeron que era conveniente que me quedara en el internado, donde en su opinión, reinaba un clima espiritual muy indicado para aquellas fechas. Quizás ese clima especial hacía referencia al hecho que la veintena de chicos que nos quedamos, estuviéramos tres días participando en las procesiones de varios de los pueblos de los alrededores vestidos de penitentes, con capirotes y túnica hasta las sandalias (al parecer varias Hermandades estaban escasas de personal y nosotros disimulábamos su ausencia). Por fin llegó el verano con toda su parafernalia de calor, moscas y chicharras, momento en el que regresé a casa con el primer curso aprobado y con serias dudas internas de si merecía la pena regresar después de la experiencia pasada, y ya con el convencimiento experimental que aquel lugar que yo había idealizado de una manera un tanto inexplicable, no era sino un sitio más en donde tratan de hacer la vida imposible a la gente joven, a la que al parecer hay que adoctrinar para que siga haciendo lo que a los mayores se les antoja. En este caso se trataba de unos extraños señores vestidos de negro y con sotana que se empeñaban no solo en que estudiáramos y fuéramos buenos, sino en imbuirnos unas creencias que sin ser nuevas (la Biblia, la misa, la comunión, el demonio y todas esas cosas), sí adquirían con ellos un valor que en casa solo era parte de un teatro de obligado cumplimiento, pero del que uno podía zafarse sin demasiadas complicaciones. De hecho, en alguna ocasión creí oírle a mi padre decirle a mamá que, después de la experiencia que ambos habían tenido a lo largo de los años, tenía bien claro que de Purísima Concepción, nada.  A pesar de mi exilio voluntario, los meses de verano los pasé en tres lugares diferentes, con lo que quedaba bastante claro que, independientemente de que en casa se me echara de menos, mis padres tampoco tenían ningún reparo en que siguiera viajando. Los primeros quince días de Julio los pasé en casa, después me enviaron a un campamento de falange y para terminar, hasta finales de Agosto a una aldea de Asturias en casa de unos conocidos. El campamento me pareció horroroso, y  de él saque sobre todo en claro que en el Cantábrico puede ser apetecible bañarse cuando aprieta el calor, pero que en cualquier, caso el agua está tan fría que puede disuadirte. El resto del día en aquellos campamentos paramilitares, consistía en una serie de actividades que daban la impresión de ser preparatorias para ir al frente de un momento a otro. Aún recuerdo con congoja los desayunos, un chorro de leche con achicoria sobre un plato de aluminio, acompañado por una rebanada de pan casi tieso con mantequilla (por darle un nombre a aquella pasta blancuzca). También eran reseñables los fuegos de campamento, en los que los chicos salían a entretener a los demás a base de habilidades y canciones que no sé por qué insistían mucho en lo contentos que estábamos y en el porvenir radiante que nos esperaba. La armónica era el instrumento musical por excelencia, algo que tiempo después ignoró la Orquesta sinfónica nacional. (Continuará).

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