Al final
decidimos que no podíamos seguir allí escondidos más tiempo, y por la mañana
temprano nos pusimos en marcha. Bajar desde el campanario de la iglesia no fue
sencillo, pues tuvimos que utilizar una vieja escalera metálica de caracol
totalmente oxidada, con el riesgo de que los peldaños pudiesen partirse, y como
consecuencia, caernos y rompernos la crisma. Sin embargo, el espectáculo que
una vez abajo pudimos gozar desde el coro, mereció el riesgo que corrimos. A
pesar de no ser aún las siete de la mañana, la nave central estaba abarrotada
de un público muy especial, que en nada recordaba a los feligreses habituales,
pues si en estos la norma suele ser la modestia y discreción de sus atuendos,
los que formaban aquella multitud, estaban todos aviados con trajes y vestidos
fantasiosos y multicolores, con gorros, sombreros y tocados variopintos y
exóticos, por lo que lo que tuvimos la impresión de estar asistiendo a algún
tipo de carnaval secreto, del que desconocíamos su sentido. Pasado cierto rato,
durante el que oímos un tanto atónitos las voces y murmullos que nos llegaban
desde la nave (desde luego no parecían oraciones), pudimos ver la salida desde detrás
del altar de un individuo cubierto con una casulla litúrgica de celebración, en
la que parecía refulgir cierta pedrería que la hacía aún más llamativa. Al cura
apenas podía distinguírsele el rostro, pues llevaba la cabeza embutida en una
especie de tiara estridente, que brillaba ostentosamente en la oscuridad que
poco a poco fue instalándose en la iglesia. Cuando esta se hizo total, el
órgano del coro detrás del cual estábamos ocultos, se lanzó a tocar una música
desasosegante, una mezcla inverosímil de la filigrana barroca de Bach y la
sombría que Badalamenti compone para películas, en las que el crimen suele ser
su leit motif. Inmediatamente vimos descender desde el techo de crucería sobre
el altar, un gigantesco cangrejo fluorescente absolutamente blanco, que se
descolgaba por un hilo que él mismo parecía tejer en su descenso. Al llegar al
suelo, el animal se dirigió de inmediato hacia el sacerdote, y sin ninguna
ceremonia se abalanzó sobre él, que desapareció de inmediato entre sus patas,
sin duda alguna, devorado. Luego con unos movimientos ágiles que en nada
recordaban a los del familiar crustáceo, se encaró con la multitud, instante en
el que se encendieron todas las luces y los asistentes prorrumpieron en un
griterío ensordecedor y se pusieron a bailar frenéticamente alrededor del animal,
que permaneció inmóvil durante varios minutos. Finalmente los asistentes se
desprendieron de toda la ropa lanzándola sobre el cangrejo que pareció engullirla
con un apetito salvaje. Cuando la representación parecía haber terminado, el cangrejo empezó a
temblar con unas convulsiones aterradoras acompañadas de unos bramidos
lastimeros. Al parecer, como luego comprobamos, el animal estaba sufriendo una
dolorosa metamorfosis que terminó convirtiéndolo al cabo de unos minutos en
quien, por su aspecto, todos supusimos San Juan Bautista. Los asistentes
parecían inmersos en una bacanal mística y erótica, pues mientras algunos, con
el gesto próximo a la beatitud, se fueron metiendo en un nuevo Jordán surgido
al pie del altar, otros se entregaron al desenfreno y la orgía de Sodomas y
Gomorras redivivas, que nadie hubiéramos podido imaginar en nuestro refugio del
campanario.
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