Le odiaba demasiado como para seguir soportando su presencia con
indiferencia. El hecho era, sin embargo, que ni yo mismo podía decir
exactamente la razón, lo que hacía que me sintiera terriblemente culpable y
tratara de evitarle. Durante un tiempo lo conseguí simplemente aceptando no ir
al comedor de la empresa, lo que por otro lado también me hería y suponía,
además de una molestia, un esfuerzo suplementario para mi bolsillo, pues por
los alrededores no existía ningún restaurante con un menú tan barato. Esto fue
haciendo que, paulatinamente, el odio que desde un principio sentía por aquel
individuo, se fuera incrementando por la vejación que me suponía tratar de evitarle
a expensas de mi nómina. Llegó un día en que ya no me fue posible aquella
maniobra, pues lo enviaron a trabajar a la sección donde estaba yo, y para más
inri, en una mesa a escasos cinco metros. Su actitud hacia mí, paradójicamente,
era en todo momento cordial, de hecho, excesivamente cordial, y eso era algo
que no entraba en mi cabeza, como si, a pesar de mi actitud, por su parte fuera
totalmente ajeno a la inquina que su mera existencia me provocaba. Yo trataba
de permanecer tranquilo en sus proximidades sentado a mi mesa, y sin mirar en
absoluto hacia su lado, lo que empezó a provocarme un tortícolis de aúpa, que
me obligó a llevar collarín durante dos semanas. La situación pues se estaba
volviendo insufrible, y decidí que debía tomar alguna medida práctica para
acabar con aquel tormento ridículo, pues, si debo ser sincero, aunque aquel
tipo me resultaba inaguantable, no podía saber verdaderamente el por qué, si se
trataba de su expresión y su gesticulación exagerada, en la que sin venir a
cuento movía los brazos como aspas de molino, o si más bien estaba relacionado
con su forma de caminar, a mi modo de ver impropia de un varón adulto por el
contoneo que imprimía sus caderas. Quizás se trataba de una mezcla de todo
ello, acompañado de una voz excesivamente grave, que sin embargo en ocasiones
se le disparaba con unos agudos incomprensibles, dignos en todo caso de una
vicetiple (¡no de una soprano ni un castratti, ojo!). Debo confesar, y lo hago
sobre todo para justificarme interiormente ante mi familia por la situación que
la he originado, que lo intenté, pero que no fui capaz, pues todas mis tácticas
fracasaron, hasta el punto de que mi rigidez postural me causó una severa
cervialgia que ni los antiinflamatorios más eficaces han sido capaces de
mitigar. Tan es así, que para mi vergüenza, acabé operándome de una
espondilitis rebelde, originada según me dijo el traumatólogo, por una inadecuación
postural prolongada. Y que conste, que me encaminé a la mesa de operaciones con
el pleno convencimiento de que todo aquello era un camelo debido a mi
sobreactuación reactiva ante Baldomero, pero me dejé hacer esperando que de esa
manera no acabara descubriéndose que lo que yo padecía era una auténtica
neurosis fóbica ante aquel tipo, que, para decirlo todo, se hizo cargo de mi
puesto, una vez que me dieron la baja laboral indefinida. Lo que ya en última
instancia me empieza a resultar verdaderamente insoportable es que el tipo,
llevado posiblemente por un sentimiento agudo de culpa, venga a visitarme a
casa todas las semanas, pues no sé como voy a poder evitar que cualquier día me
dé un ataque y termine en el psiquiatra. En cualquier caso, espero que esta
situación no acabe conmigo en una silla de ruedas, algo no descartable según
algunos agoreros que piensan que con la espalda lo mejor es no jugar.
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