Por un proceso que en puridad no tenía demasiado que ver con la estricta
aplicación de su voluntad, José Manuel consiguió al cabo del tiempo que los
aconteceres de su cuerpo, y lo que es aún más importante, de su mente, le
parecieran ajenos a sí mismo, como si verdaderamente le sucedieran a otra
persona. Había logrado que todo lo que le resultara inquietante o simplemente
molesto, no tuviera nada que ver con él, teniendo la sensación de asistir a una
película cómodamente instalado en el patio de butacas. Después de todo, tal
forma de estar en el mundo no era nada novedosa, y había sido aconsejada desde
mucho tiempo atrás por los sabios orientales y los expertos en sofrología,
aunque, si todo hay que decirlo, también era bastante común en ciertas salas de
psiquiatría, e incluso había llegado a incorporarse al saber popular bajo la
frase de “hacerse el loco”. Desimplicarse. El problema surgió cuando, con
independencia de su facilidad para zafarse de cualquier tipo de molestia,
empezó a tener la sensación de que todo se le empezaba a hacer extraño, y el
mundo pasó a convertirse en una película en la que él tenía poco que ver. Los
primeros que empezaron a mirarle con cierta suspicacia fueron su propia mujer e
hijos, con quienes mantenía una relación aparentemente normal, pero con los que,
en su fuero interno, tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no tratarles de
“usted”. Las rutinas de la vida cotidiana, en las que antes participaba con
cierto fervor, muy bien visto por el conjunto de la familia, se transformaron
de repente en una especie de comedia de costumbres del neorrealismo italiano, o
lo que era peor, en una película de segunda o tercera fila del cine americano
de serie B. Dentro de casa transitaba de aquí para allá como si fuera un mero
figurante, al que las voces de sus propios hijos le sorprendían como si no
tuviera nada que ver con ellos, y más aún la de Elena cuando pretendía que le
echara una mano en la cocina, donde la vajilla, los cubiertos y demás utillería
empezaron a representársele como una chamarilería de formas extrañas, que le
costaba identificar como un plato o un tenedor, por poner un ejemplo sencillo.
Para que su situación no se hiciera demasiado evidente, y acabaran
aconsejándole que se pusiera en manos del estamento sanitario, se solía recluir
en su habitación, donde se enfrascaba en la lectura de cualquier libro cogido
al azar de las estanterías, exigiendo de los otros un silencio, que
verdaderamente no necesitaba para nada, porque no entendía nada de lo que
fingía leer, ya que sus ojos se deslizaban sobre el texto de la misma manera
que lo hubieran hecho ante una procesión de hormigas, pues esa y no otra era la
manera como él acabó percibiendo las letras. Se mantuvo en esta situación
durante un tiempo suficientemente prolongado para que sus familiares se
sobresaltaran, después de unos años en los que su máxima afición habían sido
los crucigramas y la prensa deportiva, pero todo su entramado estuvo a punto de
venirse abajo con estrépito, cuando Elena le sorprendió en días sucesivos con dos
libros (por otro lado, cogidos al revés) titulados “Posibilidad del baobab en
Almería” e “Hipertensión y hemodiálisis:
problemas”. Sin embargo, su mujer, posiblemente con buen criterio, no dijo nada,
pero fue consciente de inmediato de que su marido no era aquel joven y apuesto
doctor Ingeniero de Caminos con el que se había casado lustros atrás, sino un
individuo vulgar, con menos pelo desde luego, y cuya mente había tomado una
deriva que no sabía donde podía acabar llevándole. A pesar de ello, como el
sueldo llegaba puntualmente a fin de mes, decidió ser prudente y no remover la
situación, pues las cosas de la cabeza se sabe donde empiezan pero no donde
acaban, y si José Manuel era capaz de seguir construyendo puentes sin que si
vinieran abajo, quizás era preferible que lo siquiera haciendo aún no estando
en sus cabales, ya que si visitaba al alienista, era más que probable que
acabara encerrado y cazando moscas. Los hijos, que fueron informados por la
madre del grado de deterioro de su progenitor, se unieron a ella en su
decisión, estando de acuerdo en que, después de todo, lo fundamental era que el
peculio les siguiera permitiendo llevar la vida muelle y desenfadada de la que
gozaban. Todos, por lo tanto, coincidían en que José Manuel Martínez era en
aquellos momentos lo más parecido a un zombi, pero mantuvieron una conspiración
de silencio que hubiera asombrado al mismísimo Spencer Tracy (*). El estado de
José Manuel le originaba, posiblemente como consecuencia secundaria a su
inhibición emocional, algunos períodos alternativos de ataxia y ataraxia, que
el hombre solo podía aliviar cuando salía a la calle y visitaba el bar de copas
de toda la vida, donde eran suficientes dos vodkas bien servidos para hacerle
regresar al mundo de los vivos. De esa
manera recobraba su identidad habitual, hecho que de momento le satisfacía,
pero que, una vez doblada la dosis, le sumía al poco rato en un estado de
melopea rutinaria que, aunque en opinión de la clientela habitual era lo suyo,
hacía que de inmediato empezara a sentir todo tipo de dolores erráticos y
sensaciones extrañas, que le impulsaban a refugiarse de nuevo en su estupor de
los últimos tiempos. Esta es hasta hoy la historia del ingeniero Martínez, que
no sabe como gestionar el dilema que se le ha planteado, pues, dado lo visto,
debe elegir entre permanecer en un estado próximo al coma etílico permanente, o
dedicarse en adelante a la lectura de libros de autoayuda y la construcción de
caminos, canales y puertos de estructura y eficacia más que dudosas.
(*) “La conspiración del silencio”, película de John Sturges interpretada
por Spencer Tracy.
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