viernes, 11 de enero de 2013

PROCESOS


Por un proceso que en puridad no tenía demasiado que ver con la estricta aplicación de su voluntad, José Manuel consiguió al cabo del tiempo que los aconteceres de su cuerpo, y lo que es aún más importante, de su mente, le parecieran ajenos a sí mismo, como si verdaderamente le sucedieran a otra persona. Había logrado que todo lo que le resultara inquietante o simplemente molesto, no tuviera nada que ver con él, teniendo la sensación de asistir a una película cómodamente instalado en el patio de butacas. Después de todo, tal forma de estar en el mundo no era nada novedosa, y había sido aconsejada desde mucho tiempo atrás por los sabios orientales y los expertos en sofrología, aunque, si todo hay que decirlo, también era bastante común en ciertas salas de psiquiatría, e incluso había llegado a incorporarse al saber popular bajo la frase de “hacerse el loco”. Desimplicarse. El problema surgió cuando, con independencia de su facilidad para zafarse de cualquier tipo de molestia, empezó a tener la sensación de que todo se le empezaba a hacer extraño, y el mundo pasó a convertirse en una película en la que él tenía poco que ver. Los primeros que empezaron a mirarle con cierta suspicacia fueron su propia mujer e hijos, con quienes mantenía una relación aparentemente normal, pero con los que, en su fuero interno, tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no tratarles de “usted”. Las rutinas de la vida cotidiana, en las que antes participaba con cierto fervor, muy bien visto por el conjunto de la familia, se transformaron de repente en una especie de comedia de costumbres del neorrealismo italiano, o lo que era peor, en una película de segunda o tercera fila del cine americano de serie B. Dentro de casa transitaba de aquí para allá como si fuera un mero figurante, al que las voces de sus propios hijos le sorprendían como si no tuviera nada que ver con ellos, y más aún la de Elena cuando pretendía que le echara una mano en la cocina, donde la vajilla, los cubiertos y demás utillería empezaron a representársele como una chamarilería de formas extrañas, que le costaba identificar como un plato o un tenedor, por poner un ejemplo sencillo. Para que su situación no se hiciera demasiado evidente, y acabaran aconsejándole que se pusiera en manos del estamento sanitario, se solía recluir en su habitación, donde se enfrascaba en la lectura de cualquier libro cogido al azar de las estanterías, exigiendo de los otros un silencio, que verdaderamente no necesitaba para nada, porque no entendía nada de lo que fingía leer, ya que sus ojos se deslizaban sobre el texto de la misma manera que lo hubieran hecho ante una procesión de hormigas, pues esa y no otra era la manera como él acabó percibiendo las letras. Se mantuvo en esta situación durante un tiempo suficientemente prolongado para que sus familiares se sobresaltaran, después de unos años en los que su máxima afición habían sido los crucigramas y la prensa deportiva, pero todo su entramado estuvo a punto de venirse abajo con estrépito, cuando Elena le sorprendió en días sucesivos con dos libros (por otro lado, cogidos al revés) titulados “Posibilidad del baobab en Almería” e  “Hipertensión y hemodiálisis: problemas”. Sin embargo, su mujer, posiblemente con buen criterio, no dijo nada, pero fue consciente de inmediato de que su marido no era aquel joven y apuesto doctor Ingeniero de Caminos con el que se había casado lustros atrás, sino un individuo vulgar, con menos pelo desde luego, y cuya mente había tomado una deriva que no sabía donde podía acabar llevándole. A pesar de ello, como el sueldo llegaba puntualmente a fin de mes, decidió ser prudente y no remover la situación, pues las cosas de la cabeza se sabe donde empiezan pero no donde acaban, y si José Manuel era capaz de seguir construyendo puentes sin que si vinieran abajo, quizás era preferible que lo siquiera haciendo aún no estando en sus cabales, ya que si visitaba al alienista, era más que probable que acabara encerrado y cazando moscas. Los hijos, que fueron informados por la madre del grado de deterioro de su progenitor, se unieron a ella en su decisión, estando de acuerdo en que, después de todo, lo fundamental era que el peculio les siguiera permitiendo llevar la vida muelle y desenfadada de la que gozaban. Todos, por lo tanto, coincidían en que José Manuel Martínez era en aquellos momentos lo más parecido a un zombi, pero mantuvieron una conspiración de silencio que hubiera asombrado al mismísimo Spencer Tracy (*). El estado de José Manuel le originaba, posiblemente como consecuencia secundaria a su inhibición emocional, algunos períodos alternativos de ataxia y ataraxia, que el hombre solo podía aliviar cuando salía a la calle y visitaba el bar de copas de toda la vida, donde eran suficientes dos vodkas bien servidos para hacerle regresar al mundo de los vivos.  De esa manera recobraba su identidad habitual, hecho que de momento le satisfacía, pero que, una vez doblada la dosis, le sumía al poco rato en un estado de melopea rutinaria que, aunque en opinión de la clientela habitual era lo suyo, hacía que de inmediato empezara a sentir todo tipo de dolores erráticos y sensaciones extrañas, que le impulsaban a refugiarse de nuevo en su estupor de los últimos tiempos. Esta es hasta hoy la historia del ingeniero Martínez, que no sabe como gestionar el dilema que se le ha planteado, pues, dado lo visto, debe elegir entre permanecer en un estado próximo al coma etílico permanente, o dedicarse en adelante a la lectura de libros de autoayuda y la construcción de caminos, canales y puertos de estructura y eficacia más que dudosas.

 

(*) “La conspiración del silencio”, película de John Sturges interpretada por Spencer Tracy.

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