Finalmente nos
hemos despedido. Ha sido duro, sobre todo para mí, que al fin y al cabo soy el
que ha mantenido el interés hasta el último momento, y quien sin duda ha salido
más beneficiado de nuestra relación. Por su parte, que duda cabe, hubo en
principio cierto interés, pero yo creo que más que nada porque en aquel momento
se dio cuenta de mis dificultades. Siempre he sido un solitario, y mis
amistades se han limitado a las cuatro personas del bar de abajo, y dos mujeres
que pronto pusieron tierra de por medio. No sé exactamente el motivo, pues en mi
opinión siempre fui educado y atento con ellas, pero al parecer necesitaban
algún otro ingrediente que yo no les proporcionaba. Lo acepté con una tristeza
cargada de escepticismo, pero ni siquiera me planteé preguntarles el por qué: yo
no iba a cambiar por mucho que me dijeran. Con la cómoda, sin embargo, ha sido
diferente, y sé que esto puede extrañar a quienes no están acostumbrado a
relacionarse con seres inanimados, pero se equivocan y con toda seguridad no
han intentado hacerlo con los de madera. Ya sé que no es lo mismo un mueble que
un árbol, pero no debe olvidarse que después de todo, desde la silla de tijera
más modesta hasta el más suntuoso de los armarios están hechos de ella. Nuestra
relación comenzó una noche en mi habitación, después de que mi segunda mujer me
abandonara. Yo me había entregado a un llanto desconsolado, que al poco rato se
vio interrumpido por una serie de ruidos procedentes de la cómoda, que por su
desacostumbrada armonía y musicalidad, enseguida tomé por el principio de una
conversación que comenzó una vez que
comprendí y pude responderle. Aquí debo rápidamente aclarar que no se trataba
de una conversación en el sentido literal de la palabra, sino de un tipo de
comunicación que pronto comprendimos, y de la que ambos sacamos alguna
conclusión favorable, aceptando ella sin problemas un lenguaje que en aquellos
momentos afloró de mi boca con toda naturalidad. Se trataba de un viejo
armatoste (me duele llamarla así) heredado de mis padres y bastante deteriorado
por el paso de los años, aunque al parecer todavía con suficiente savia en sus
vetas antiguas como para transmitirme una sabiduría ancestral de la que
entonces pude servirme. Desgraciadamente nuestra relación también duró poco, y
aunque tengo que estarle muy agradecido, lo cierto es que días atrás enmudeció
y ha sido inútil tratar de reanimarla, lo que he interpretado como una manera
elegante aunque algo desabrida de decirme adiós. Me sirvió para mitigar el
dolor del abandono que por entonces encogía mi pecho, pero al mismo tiempo me
ha dejado un vacío que no sé como podré llenar. No ha habido forma de hacerla
regresar, y mis intentos con los otros muebles han resultado fallidos a pesar
de prodigarles los mejores cuidados. Se limitan, como por otro lado es natural,
a cumplir la función doméstica para la que han sido concebidos. En ese sentido,
el tránsito sucesivo por mi habitación de las estanterías del salón, el armario
de doble puerta, las sillas y el galán de caoba que adquirí en una tienda de
antigüedades, ha sido inútil por más que me empleara a fondo con ellos con
barnices, óleos y finalmente palabras que resultaron inútiles. Estoy de nuevo
condenado a las largas noches de insomnio en las que añoraré los amores que me
han sido negados. Espero sin embargo que algún día ella regrese y mitigue mi
dolor con su voz de cerezo, de roble o de palo de rosa.
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