viernes, 25 de enero de 2013

CÓMODAS (relato surrealista cursi)


Finalmente nos hemos despedido. Ha sido duro, sobre todo para mí, que al fin y al cabo soy el que ha mantenido el interés hasta el último momento, y quien sin duda ha salido más beneficiado de nuestra relación. Por su parte, que duda cabe, hubo en principio cierto interés, pero yo creo que más que nada porque en aquel momento se dio cuenta de mis dificultades. Siempre he sido un solitario, y mis amistades se han limitado a las cuatro personas del bar de abajo, y dos mujeres que pronto pusieron tierra de por medio. No sé exactamente el motivo, pues en mi opinión siempre fui educado y atento con ellas, pero al parecer necesitaban algún otro ingrediente que yo no les proporcionaba. Lo acepté con una tristeza cargada de escepticismo, pero ni siquiera me planteé preguntarles el por qué: yo no iba a cambiar por mucho que me dijeran. Con la cómoda, sin embargo, ha sido diferente, y sé que esto puede extrañar a quienes no están acostumbrado a relacionarse con seres inanimados, pero se equivocan y con toda seguridad no han intentado hacerlo con los de madera. Ya sé que no es lo mismo un mueble que un árbol, pero no debe olvidarse que después de todo, desde la silla de tijera más modesta hasta el más suntuoso de los armarios están hechos de ella. Nuestra relación comenzó una noche en mi habitación, después de que mi segunda mujer me abandonara. Yo me había entregado a un llanto desconsolado, que al poco rato se vio interrumpido por una serie de ruidos procedentes de la cómoda, que por su desacostumbrada armonía y musicalidad, enseguida tomé por el principio de una conversación que  comenzó una vez que comprendí y pude responderle. Aquí debo rápidamente aclarar que no se trataba de una conversación en el sentido literal de la palabra, sino de un tipo de comunicación que pronto comprendimos, y de la que ambos sacamos alguna conclusión favorable, aceptando ella sin problemas un lenguaje que en aquellos momentos afloró de mi boca con toda naturalidad. Se trataba de un viejo armatoste (me duele llamarla así) heredado de mis padres y bastante deteriorado por el paso de los años, aunque al parecer todavía con suficiente savia en sus vetas antiguas como para transmitirme una sabiduría ancestral de la que entonces pude servirme. Desgraciadamente nuestra relación también duró poco, y aunque tengo que estarle muy agradecido, lo cierto es que días atrás enmudeció y ha sido inútil tratar de reanimarla, lo que he interpretado como una manera elegante aunque algo desabrida de decirme adiós. Me sirvió para mitigar el dolor del abandono que por entonces encogía mi pecho, pero al mismo tiempo me ha dejado un vacío que no sé como podré llenar. No ha habido forma de hacerla regresar, y mis intentos con los otros muebles han resultado fallidos a pesar de prodigarles los mejores cuidados. Se limitan, como por otro lado es natural, a cumplir la función doméstica para la que han sido concebidos. En ese sentido, el tránsito sucesivo por mi habitación de las estanterías del salón, el armario de doble puerta, las sillas y el galán de caoba que adquirí en una tienda de antigüedades, ha sido inútil por más que me empleara a fondo con ellos con barnices, óleos y finalmente palabras que resultaron inútiles. Estoy de nuevo condenado a las largas noches de insomnio en las que añoraré los amores que me han sido negados. Espero sin embargo que algún día ella regrese y mitigue mi dolor con su voz de cerezo, de roble o de palo de rosa.    

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