jueves, 17 de enero de 2013

ESTANCOS BIS


-Al entrar en el estanco debo guardar cola. Por poco creíble que parezca, las leyes restrictivas y el encarecimiento del tabaco, ha hecho que las ventas se disparen, pues la gente en general y los fumadores en particular, han debido suponer que algo bueno se esconde tras esas de normas. Además, ha aumentado exponencialmente la venta de habanos, pues los más cautelosos han decidido que al no ser preciso tragar el humo, sus pulmones se resentirán menos, olvidando, sin embargo, que el aparato respiratorio comienza por la boca, que, a su vez, alberga a los labios, los dientes, la lengua, el paladar y la úvula, además de otras menudencias que podrían resentirse igualmente. Cuando me llega el turno, le digo a la estanquera que quiero un paquete de tabaco, sin darle más detalles, y cuando ella me indica que precise, me veo obligado a explicarle mi situación de catecúmeno que quiere iniciarse en el vicio, llevado por una serie de consideraciones estéticas, después de ver en la televisión varios documentales sobre la elaboración de los cigarrillos y cigarros puros en la isla de Cuba a mediados del siglo pasado, que me encantaron. La estanquera parece intranquilizarse, pero sin darle tiempo a que me diga nada, le añado que también le agradecería que me diera cuenta pormenorizada del porcentaje medio de nicotina por cigarrillo según el tabaco fuera negro o rubio, así como su tasa del alquitrán y la calidad y textura de la hebra de la hoja en origen.  En la cola que se ha formado detrás de mí, se oyen unas voces, entre las que la más educada es una que me anima a entrar en google y buscar en wikipedia, a lo que contesto que no tengo ordenador ni lo pretendo, pues después de todo, eso es una cosa de tenderos. “Dónde se habrá visto, le señalo, que un Director General se pase el día delante de una pantallita dándole al teclado, con lo cómodo que resultaba una secretaria para tales fines”. A pesar de mi disculpa, en la cola se empieza a percibir una agitación que pronto da lugar a empellones, cargados de una agresividad que no me anima a continuar con razonamientos de ningún orden, por lo que con una voz melosa que trata de calmar los ánimos de los presentes, acabo solicitando de la dependiente un paquete de picadura y una libretilla de papelinas, algo que es acogido con un sonoro “¡acabáramos!” de una colectividad a punto de amotinarse. Al salir, me dirijo a un anciano y le doy el paquete de picadura, acompañando el acto de un comentario sentimental e intimista, diciéndole “¡por los viejos tiempos!”(seguro que tiene en mente el caldo de gallina y los ideales). Luego, encarándome con los otros, que me contemplan con la mezcla de estupor e incredulidad que provoca la ira, y levantando en alto el librito con las papelinas, les digo “deberían pasarse al chocolate: es mucho más agradecido”.   

 

-Habíamos entrado en el Casino sin ser socios, pero antes de ser sorprendidos nos había dado tiempo para apreciar a la gente tan variopinta que lo habitaba. Por un lado, jóvenes vestidos a la antigua usanza, unos con chaqueta y corbata, y otros con ternos en colores claros o marengos, y desde luego, todos con zapatos de cordones y cuero de la mejor calidad. Por otro lado, casi sin transición, una serie de ancianos, prácticamente carcamales, normalmente empotrados en unos sillones antiquísimos, de los cuales en algunas ocasiones solo sobresalía una cabeza rala, propiedad sin duda de alguien entregado en brazos de Morfeo. Los había también que parecían pertrechados para una puesta de largo o a la espera de una autoridad de cierto rango, pues era evidente que se habían embutido en sus mejores trajes con los arreos más distinguidos, especialmente trajes de hilo color tabaco, dado que estábamos en verano. Los componentes de un pequeño núcleo aparte, recluido en un rincón, parecían casi avergonzados y lucían una indumentaria bastante astrosa,  dando toda la impresión de estar a punto de acostarse amortajados en una especie de pijamas que desde luego necesitaban plancha. En la barra, donde nos refugiamos al poco de entrar, la fauna era más heterogénea, y era allí donde acampaban unas señoritas con buen aspecto y trajes estampados con flores y motivos hípicos, que parecían darse un tono pseudointelectual, según pronto pudimos captar al oír en una de sus conversaciones una referencia al estructuralismo francés de los años sesenta, que en opinión de una de ellas “era una majadería hecha para uso y disfrute de pedantes y panolis”. Fue precisamente poco después, en el momento en que yo estaba a punto de intervenir para resaltar algunos aspectos positivos en la teoría de Derrida, cuando se presentó uno de los porteros con un perro del tamaño aproximado de una ternera, y dirigiéndose a nosotros al tiempo que señalaba al animalito, nos invitó a acompañarle, algo cuyo sentido comprendimos mucho antes de llegar a la puerta de salida. Al abandonar el lugar, no pude reprimir echar una mirada postrera al can, y si debo decir la verdad, sentí pena por él, me pareció triste y hasta decaído, como si acabara de realizar una función con la que básicamente no estaba de acuerdo.

 

-La primera persona con la que me tropecé al llegar al pueblo después de treinta años de ausencia fue Alvarito. Le recordaba como un chico esmirriado pero fibroso y corajudo, que en el patio del colegio cuando jugábamos al fútbol, destacaba por sus chilenas, que casi llegaron a hacerle un ídolo entre nosotros. No me reconoció, y debo confesar que aunque traté de encajarlo con buena cara, su desconocimiento me afectó, y me dije para mis adentros que debía ponerme a dieta de inmediato. La cierto, sin embargo, es que yo tampoco le había reconocido, y me aventuré a identificarle y dirigirme a él exclusivamente porque era medio bizco, lo que le hacía irrepetible, incluso entre gemelos univitelinos. Intercambiamos pocas palabras, evitando toda alusión a nuestro aspecto físico, que no difería demasiado, aunque en aquellos momentos fui consciente de los esfuerzos que hacía el hombre para parecer más esbelto, a base de meter la barriga y apretarse el cinturón, lo que poco antes de despedirnos estuvo a punto de complicar nuestro reencuentro, causándole una congestión, algo que finalmente pudo evitar, girándose y dando rienda suelta a una humanidad, sin duda laboriosamente forjada durante treinta años, a base de grasas saturadas e hidratos de carbono a granel.

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