-Al entrar en el
estanco debo guardar cola. Por poco creíble que parezca, las leyes restrictivas
y el encarecimiento del tabaco, ha hecho que las ventas se disparen, pues la
gente en general y los fumadores en particular, han debido suponer que algo
bueno se esconde tras esas de normas. Además, ha aumentado exponencialmente la
venta de habanos, pues los más cautelosos han decidido que al no ser preciso
tragar el humo, sus pulmones se resentirán menos, olvidando, sin embargo, que
el aparato respiratorio comienza por la boca, que, a su vez, alberga a los
labios, los dientes, la lengua, el paladar y la úvula, además de otras menudencias
que podrían resentirse igualmente. Cuando me llega el turno, le digo a la
estanquera que quiero un paquete de tabaco, sin darle más detalles, y cuando
ella me indica que precise, me veo obligado a explicarle mi situación de
catecúmeno que quiere iniciarse en el vicio, llevado por una serie de
consideraciones estéticas, después de ver en la televisión varios documentales
sobre la elaboración de los cigarrillos y cigarros puros en la isla de Cuba a
mediados del siglo pasado, que me encantaron. La estanquera parece
intranquilizarse, pero sin darle tiempo a que me diga nada, le añado que
también le agradecería que me diera cuenta pormenorizada del porcentaje medio
de nicotina por cigarrillo según el tabaco fuera negro o rubio, así como su
tasa del alquitrán y la calidad y textura de la hebra de la hoja en origen. En la cola que se ha formado detrás de mí, se
oyen unas voces, entre las que la más educada es una que me anima a entrar en
google y buscar en wikipedia, a lo que contesto que no tengo ordenador ni lo
pretendo, pues después de todo, eso es una cosa de tenderos. “Dónde se habrá
visto, le señalo, que un Director General se pase el día delante de una pantallita
dándole al teclado, con lo cómodo que resultaba una secretaria para tales
fines”. A pesar de mi disculpa, en la cola se empieza a percibir una agitación
que pronto da lugar a empellones, cargados de una agresividad que no me anima a
continuar con razonamientos de ningún orden, por lo que con una voz melosa que
trata de calmar los ánimos de los presentes, acabo solicitando de la
dependiente un paquete de picadura y una libretilla de papelinas, algo que es
acogido con un sonoro “¡acabáramos!” de una colectividad a punto de amotinarse.
Al salir, me dirijo a un anciano y le doy el paquete de picadura, acompañando
el acto de un comentario sentimental e intimista, diciéndole “¡por los viejos
tiempos!”(seguro que tiene en mente el caldo de gallina y los ideales). Luego,
encarándome con los otros, que me contemplan con la mezcla de estupor e
incredulidad que provoca la ira, y levantando en alto el librito con las
papelinas, les digo “deberían pasarse al chocolate: es mucho más agradecido”.
-Habíamos
entrado en el Casino sin ser socios, pero antes de ser sorprendidos nos había
dado tiempo para apreciar a la gente tan variopinta que lo habitaba. Por un
lado, jóvenes vestidos a la antigua usanza, unos con chaqueta y corbata, y
otros con ternos en colores claros o marengos, y desde luego, todos con zapatos
de cordones y cuero de la mejor calidad. Por otro lado, casi sin transición,
una serie de ancianos, prácticamente carcamales, normalmente empotrados en unos
sillones antiquísimos, de los cuales en algunas ocasiones solo sobresalía una
cabeza rala, propiedad sin duda de alguien entregado en brazos de Morfeo. Los
había también que parecían pertrechados para una puesta de largo o a la espera
de una autoridad de cierto rango, pues era evidente que se habían embutido en
sus mejores trajes con los arreos más distinguidos, especialmente trajes de
hilo color tabaco, dado que estábamos en verano. Los componentes de un pequeño
núcleo aparte, recluido en un rincón, parecían casi avergonzados y lucían una
indumentaria bastante astrosa, dando
toda la impresión de estar a punto de acostarse amortajados en una especie de
pijamas que desde luego necesitaban plancha. En la barra, donde nos refugiamos
al poco de entrar, la fauna era más heterogénea, y era allí donde acampaban
unas señoritas con buen aspecto y trajes estampados con flores y motivos
hípicos, que parecían darse un tono pseudointelectual, según pronto pudimos
captar al oír en una de sus conversaciones una referencia al estructuralismo
francés de los años sesenta, que en opinión de una de ellas “era una majadería
hecha para uso y disfrute de pedantes y panolis”. Fue precisamente poco
después, en el momento en que yo estaba a punto de intervenir para resaltar
algunos aspectos positivos en la teoría de Derrida, cuando se presentó uno de
los porteros con un perro del tamaño aproximado de una ternera, y dirigiéndose
a nosotros al tiempo que señalaba al animalito, nos invitó a acompañarle, algo
cuyo sentido comprendimos mucho antes de llegar a la puerta de salida. Al
abandonar el lugar, no pude reprimir echar una mirada postrera al can, y si
debo decir la verdad, sentí pena por él, me pareció triste y hasta decaído,
como si acabara de realizar una función con la que básicamente no estaba de
acuerdo.
-La primera
persona con la que me tropecé al llegar al pueblo después de treinta años de ausencia
fue Alvarito. Le recordaba como un chico esmirriado pero fibroso y corajudo,
que en el patio del colegio cuando jugábamos al fútbol, destacaba por sus
chilenas, que casi llegaron a hacerle un ídolo entre nosotros. No me reconoció,
y debo confesar que aunque traté de encajarlo con buena cara, su
desconocimiento me afectó, y me dije para mis adentros que debía ponerme a
dieta de inmediato. La cierto, sin embargo, es que yo tampoco le había
reconocido, y me aventuré a identificarle y dirigirme a él exclusivamente porque
era medio bizco, lo que le hacía irrepetible, incluso entre gemelos
univitelinos. Intercambiamos pocas palabras, evitando toda alusión a nuestro
aspecto físico, que no difería demasiado, aunque en aquellos momentos fui
consciente de los esfuerzos que hacía el hombre para parecer más esbelto, a
base de meter la barriga y apretarse el cinturón, lo que poco antes de
despedirnos estuvo a punto de complicar nuestro reencuentro, causándole una
congestión, algo que finalmente pudo evitar, girándose y dando rienda suelta a
una humanidad, sin duda laboriosamente forjada durante treinta años, a base de
grasas saturadas e hidratos de carbono a granel.
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