viernes, 30 de noviembre de 2012

SEMAFOROS


Son las siete de la tarde menos un minuto.

Son las siete en punto de la tarde.

Etcétera.

 

Debo salir ya si quiero llegar a tiempo. Me gusta ser puntual, y lo seré si el tráfico no es muy intenso y los semáforos no se empeñen en dejarme como un maleducado: he quedado en recoger a una persona que es muy estricta en este sentido. Antes de subir al coche recuerdo con temor que este tiene a veces sus antojos, y no me refiero al motor, el sistema de propulsión ni las ruedas: eso siempre lo tengo a punto. No. Se trata de variaciones más sutiles que es capaz de improvisar cuando por lo que sea no está listo, o considera que hay razones objetivas para no llevarme donde, en su opinión, no se me ha perdido nada. Se trata de fallos en el depósito de gasolina o en los niveles de aceite, agua o líquido de frenos, que él es capaz de manejar a su antojo, supongo que por vías ordinarias o a través de espiches que desconozco, y que de suceder en esta ocasión me estropearían la velada.

Logro por fin arrancarlo después de varias algunos titubeos en la marcha atrás. Debe finalmente haberse convencido, posiblemente por mi empeño con el starter, que me interesaba mucho ir al teatro. Tenemos un tipo de comunicación subliminal mediante la cual llegamos con frecuencia a ponernos de acuerdo, aunque nuestras opiniones sean muy diferentes. Por ejemplo, poco antes de arrancar le dije (sin decirle) que no ir me supondría perderme una función que había estado largo tiempo esperando y, por si fuera poco, que las butacas me habían costado un ojo de la cara. Durante el camino, para demostrar finalmente su voluntad de complacerme, me llevó casi siempre por encima del límite de velocidad en población, e incluso en los semáforos fue temerario, pues se saltó tres en ámbar y dos en rojo, uno en plena Castellana. Recogimos sin dificultades a mi amiga María Antonia y ya en la zona donde está el teatro, por detrás del café Gijón, no tuvo inconveniente en detenerse en pleno paso de cebra y quedarse allí esperándonos. A pesar de ser muy tozudo, es muy fiel aunque tenga opiniones que no siempre comparto, y en esta ocasión se arriesgó a ser multado para que no me perdiera la función de la que  tan encomiásticamente me habían hablado. Sabe en buena medida que de su actitud depende mi formación como futuro autor teatral (creo que se lo sugerí alguna vez), del que indudablemente debe pensar que podría sacar algún beneficio, aunque no puedo adivinar cual.

Ya dentro de la sala, llegamos por los pelos, el público parecía impaciente  e incluso un poco histérico, pues a pesar de que no todas las críticas coincidían en la valoración de la obra (las había rematadamente malas también), resultaba evidente que era una de las “que había que ver”, una mezcla, si tal cosa es posible de Valle Inclán, Alfonso Paso y Harold Pinter. La función constaba de tres actos de poco más de media hora cada uno, con descansos entre ellos de cinco minutos, durante los cuales no se encenderían las luces y el público debía permanecer en sus butacas, pues tal cosa se hacía para cambiar el decorado detrás del telón, y que -también se decía por los altavoces- el público pudiera tomar conciencia de lo que acababa de presenciar. Al levantarse el telón para empezar el primer acto, podía verse el salón de una casa de un bloque de pisos, en el que una señora de mediana edad (ya no cumpliría los cincuenta), tocaba el piano delante de una librería cargada de volúmenes viejos y enciclopedias. En el lado derecho había un aparador descomunal repleto de cubiertos y diferentes tipos de vajillas, y en el izquierdo un tresillo frente a una televisión minúscula. La mujer, tras mirar inquisitivamente al patio de butacas dando la impresión de reprochar algo al público, atacó una serie de piezas que podían ser de Liszt o Chopin (pero que finalmente  resultaron ser de Schubert y Rachmaninov, según se hacía constar en el programa) con una mezcla de brío e indolencia, que esporádicamente interrumpía para gritar “¡no lo entiendo, no lo entiendo!”, lo que solía coger a los presentes desprevenidos y hacía que se mirasen con cierta perplejidad. Poco antes de terminar el acto, y tras una de las extemporáneas exclamaciones de la pianista, se oyó un solo de trompeta procedente de las candilejas. Durante el primer descanso la gente permaneció en silencio solo interrumpido por algunas toses y comentarios en voz baja, de los que en mis proximidades solo pude captar “…pues tú me dirás”, que ya me dio una pista. En el segundo acto, el escenario era prácticamente el mismo, con la variación de que el tresillo y la televisión habían intercambiado su lugar con el aparador. En el lugar de la pianista ahora podía verse a un señor con una trompeta que a los pocos instantes, tras mirar al público en plan desafiante, interpretó una serie de solos con una intención no del todo clara, pero con una potencia, eso sí, que hizo que algunos asistentes del patio de butacas abandonaran la sala con cierta precipitación. Poco antes de terminar, al igual que en el acto anterior y después de que el trompetista volviera a exclamar por última vez “¡pues todo está muy claro!”, se escucharon unas notas de piano en off, algo que hizo que el público rebullera en sus butacas. En el segundo descanso, los comentarios se hicieron ya más evidentes, y pudieron oírse algunos silbidos acompañados con aplausos y chitones. El tercer acto consistió en una especie de repetición de los dos anteriores, en el que los protagonistas situados en principio a cada lado del escenario interpretaban las mismas piezas y acababan juntándose en el centro, siendo muy celebrada, según pude comprobar mirando a mi alrededor, la maquinaria que hizo posible tal cosa para mover el piano de cola (se oyeron algunos aplausos). Después de caer el telón, durante unos segundos se oyó al piano y a continuación la trompeta, tras lo cual se hizo evidente que la función se había terminado, aunque los protagonistas ni siquiera saludaron al respetable, lo que, por la trifulca que se organizó de inmediato, yo interpreté como una medida de prevención. Cuando ya todos nos disponíamos a abandonar el recinto, la misma voz que al principio dio las normas para el desarrollo de la función, concluyó por los altavoces algo que desde luego yo interpreté como una sentencia cargada de moralina: “amigos espectadores: no hay nada irreconciliable cuando la voluntad de entendimiento es firme”. A continuación se encendieron todas las luces y pudo oírse a todo volumen “La consagración de la primavera” de Stravinsky, entrecortada por los pasaje más delirantes de “Noche transfigurada” de  Schönberg. Milagrosamente pude esquivar una butaca y dos banquetas que volaban hacia el escenario.

Al salir del teatro, María Antonia no me dirigió la palabra ni quiso cenar conmigo, y tuve que llevarla a su casa en taxi. Mi coche había desaparecido con alguna de sus famosas extravagancias, entre la que no era la menos probable haber ido al Depósito municipal de vehículos a motor.

 

Son las diez y media de la noche menos un minuto.

Son las diez y media de la noche en punto.

Etcétera.

                                                   

No hay comentarios:

Publicar un comentario