lunes, 3 de diciembre de 2012

BUHARDILLAS


Nunca había entrado en la buhardilla y sin embargo estaba allí al lado: su puerta a pocos pasos de la de mi habitación. No es que no tuviera la curiosidad de ver lo que había dentro, ni siquiera de que no me atreviera. Se trataba mas bien de una especie de tabú familiar transmitido  a través de los años, que hacía que aquella puerta cerrada fuera un hecho que ni debía considerarse, de la misma manera que una persona respira y nunca se pregunta por la composición química del aire. A pesar de todo, un día inesperadamente la encontré entornada, y no pude resistir la curiosidad de saber qué había dentro. Entré pues finalmente en aquel sancta sanctorum al cabo de muchos años, y me encontré en un lugar angosto y un tanto inquietante, pues el techo, sostenido por unas gruesas vigas de madera oblicuas bajo el tejado, hacía el recinto un tanto agobiante, por el que uno debía desplazarse doblando el espinazo. De todas maneras, lo que más llamaba la atención enseguida, era la enorme cantidad de polvo acumulada sobre los muebles y enseres allí depositados, entre los que, como en algunas películas de terror, destacaba un caballito de madera sobre un balancín, con el que me tropecé y me dio un buen susto poco después de entrar. Lo más sorprendente, sin embargo, fue encontrar al final del habitáculo, tras doblar una esquina en ángulo casi recto, un bicho que tenía todo el aspecto de ser un pavo, pero que sorprendentemente ni siquiera se movió al verme. El pobre no parecía estar para muchos trotes, y cuando echándole valor me acerqué, apenas emitió una especie de cacareo lamentable que no había que ser muy avispado ni veterinario, para concluir que estaba en las últimas. El espectáculo a la vista era un tanto decepcionante para un chico como yo, que por entonces no había cumplido los dieciséis, y que pudo imaginar que en aquel lugar secreto podrían encontrarse algo más estimulante: a esos años la realidad se combina con mucha facilidad con la imaginación. En el suelo, cerca del pavo, se hizo evidente a pesar de la penumbra un tazón muy grande, que yo había vista hacía algún tiempo en la cocina, y del que nunca me había preguntado su utilidad. Sin embargo, ahora estaba allí, como si finalmente hubiera encontrado el uso para el que estaba destinado. Un ente, por lo tanto, teleológico, como todos, y cuya existencia a partir de las manos del alfarero que lo hizo, debía estar perfectamente definida para encontrar en aquella buhardilla su verdadero destino. Se acercaba la Navidad, y viendo el cuchillo al lado del tazón, no me fue complicado llegar a la conclusión de que a aquel ave no le faltaba mucho tiempo para pasar al otro lado del espejo. Entonces fue el momento en que se me hizo diáfanamente claro el significado por aquellas fechas de los cacareos y carreras en el piso de arriba, cuando, estando reunidos en el salón, mi madre se empeñaba en subir el volumen de la radio o el tocadiscos. El matarife, como pronto pude darme cuenta, era Josefa, la criada. Una persona abnegada y entregada en cuerpo y alma a la familia, que, no obstante, era al mismo tiempo un ser sensible, para quien hacer pasar a alguien al otro mundo suponía casi una tarea insuperable, algo que, a pesar de todo, vencía finalmente, llevada por atavismos serviles, después de decenas de generaciones en las que había aprendido que, de todas maneras, lo fundamental era llevarse bien con los señoritos. Así pues, aquella tarde pude ver por primera y última vez a aquel animalito acobardado al fondo de la buhardilla (y posiblemente drogado para que su resistencia no se saliera de los límites de lo que podría considerarse de buena educación). Pronto el tazón recibiría la ofrenda para la que estaba destinado desde que fue concebido, una sangre de la que nadie se acordaría cuando en la Nochebuena todos celebráramos en familia la llegada al mundo de nuestro Redentor.

1 comentario:

  1. Como si fuera ayer mismo, esta imagen o la he sollado o la he vivido. La buena de la Pepa, pavos en la buhardilla, pollos en la cocina ...

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