lunes, 26 de noviembre de 2012

INSTANTÁNEAS


La urraca revolotea alrededor de mi ventana. Podría ser un cuervo, en la distancia el blanco no es tan evidente. De todas maneras, no es un alimoche. Aparece y desaparece como por encanto llevada por la brisa de la tarde, y supongo que por sus impulsos naturales. Se posa con frecuencia sobre la verja un tanto desvencijada de mi vecino; se trata de un chalet antiguo de cuando esta calle aún no había sido invadida por las excavadoras, es pues un reducto de un tiempo que se escapa. Otra vez la melancolía, me digo, como si todo tiempo pasado hubiera sido mejor. Ilusiones retroactivas que nos permiten situarnos en la realidad con cierta sensación de superioridad y desapego. La urraca, a todo esto, no ha vuelto a aparecer, quien sabe si su reconocida inteligencia le ha aconsejado buscar otros horizontes. El día es gris y un tanto opaco, pero estas aves tienen un sexto sentido que les orienta allá donde el porvenir todavía es posible. FIN

 

La antena de televisión se yergue a trescientos metros de mi casa. Está desprovista de toda belleza, es tan rígida como alta, y nada hay en ella que destaque, a no ser que alguien valore las minúsculas antenas que la habitan en su mástil y sus plataformas. Además es blancuzca y se confunde con el cielo grisáceo de la tarde. Nada destaca en ella, y solo en su punta sobresale la espiga de un pararrayos, atenta a los días que finalmente se enturbian, y acaban descargando un aguacero con gran aparato eléctrico. No obstante, en algunas ocasiones me quedo mirándola ensimismado, pues sé que oculta mucho más de lo que su apariencia expresa. Espero así el zigzag de los electrones llenando la diferencia de potencial entre la nube y la tierra, ese instante mágico que ilumina el horizonte y nos dice, a pesar de nuestro escepticismo, que todo es aún posible. Luego, cuando el viento de la tormenta cesa y el rayo ha agotado su trallazo, cierro tranquilamente la ventana y me recojo en tareas mínimas dentro de casa, a las que trato de investir de un fulgor que aún persiste. FIN

 

Llamaron a mi puerta desde la calle, y cuando respondí con pereza esperando que se tratara del cartero o de un vendedor de ilusiones, oí una voz templada y un tanto monocorde que me recordó que el tiempo pasaba y que debería tomar las medidas oportunas. “Tempus fugit”, me dijo en primer lugar y a continuación, como si fuera una letanía que tenía bien aprendida, “carpe diem” (“el tiempo pasa, aprovéchalo”, aproximadamente), con lo cual supuse que se trataría de un representante de algún nuevo credo, tratando de convencerme de su verdad. No obstante, algo en el tono de su voz me hizo abrirle, y poco después dejarle entrar en casa. Era un tipo joven que aún no llegaba a los treinta, bien parecido, con una belleza ambigua, pues a sus rasgos indudablemente varoniles, añadía detalles más propios de un gineceo, un cuerpo sensual que una se sentía tentada de investigar, unas manos delicadas que al hablar se perdían delante de sus ojos como mariposas, y sobre todo unos ojos extraordinarios, oscuros y profundos, en los que una sentía perderse, como si detrás de ellos se escondiera la promesa de un porvenir dichoso. No podía dejar de mirarle, y sé que permanecimos así durante horas, en las que si no recuerdo mal, después de saludarnos no volvió a abrir la boca hasta que inopinadamente se levantó y se fue. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero aún le sigo esperando. FIN

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