La urraca revolotea alrededor de mi ventana. Podría ser un
cuervo, en la distancia el blanco no es tan evidente. De todas maneras, no es
un alimoche. Aparece y desaparece como por encanto llevada por la brisa de la
tarde, y supongo que por sus impulsos naturales. Se posa con frecuencia sobre
la verja un tanto desvencijada de mi vecino; se trata de un chalet antiguo de
cuando esta calle aún no había sido invadida por las excavadoras, es pues un
reducto de un tiempo que se escapa. Otra vez la melancolía, me digo, como si
todo tiempo pasado hubiera sido mejor. Ilusiones retroactivas que nos permiten
situarnos en la realidad con cierta sensación de superioridad y desapego. La
urraca, a todo esto, no ha vuelto a aparecer, quien sabe si su reconocida
inteligencia le ha aconsejado buscar otros horizontes. El día es gris y un
tanto opaco, pero estas aves tienen un sexto sentido que les orienta allá donde
el porvenir todavía es posible. FIN
La antena de televisión se yergue a trescientos metros de mi
casa. Está desprovista de toda belleza, es tan rígida como alta, y nada hay en
ella que destaque, a no ser que alguien valore las minúsculas antenas que la
habitan en su mástil y sus plataformas. Además es blancuzca y se confunde con
el cielo grisáceo de la tarde. Nada destaca en ella, y solo en su punta
sobresale la espiga de un pararrayos, atenta a los días que finalmente se
enturbian, y acaban descargando un aguacero con gran aparato eléctrico. No obstante,
en algunas ocasiones me quedo mirándola ensimismado, pues sé que oculta mucho más
de lo que su apariencia expresa. Espero así el zigzag de los electrones
llenando la diferencia de potencial entre la nube y la tierra, ese instante
mágico que ilumina el horizonte y nos dice, a pesar de nuestro escepticismo,
que todo es aún posible. Luego, cuando el viento de la tormenta cesa y el rayo
ha agotado su trallazo, cierro tranquilamente la ventana y me recojo en tareas
mínimas dentro de casa, a las que trato de investir de un fulgor que aún
persiste. FIN
Llamaron a mi puerta desde la calle, y cuando respondí con
pereza esperando que se tratara del cartero o de un vendedor de ilusiones, oí
una voz templada y un tanto monocorde que me recordó que el tiempo pasaba y que
debería tomar las medidas oportunas. “Tempus fugit”, me dijo en primer lugar y
a continuación, como si fuera una letanía que tenía bien aprendida, “carpe
diem” (“el tiempo pasa, aprovéchalo”, aproximadamente), con lo cual supuse que
se trataría de un representante de algún nuevo credo, tratando de convencerme
de su verdad. No obstante, algo en el tono de su voz me hizo abrirle, y poco
después dejarle entrar en casa. Era un tipo joven que aún no llegaba a los
treinta, bien parecido, con una belleza ambigua, pues a sus rasgos
indudablemente varoniles, añadía detalles más propios de un gineceo, un cuerpo
sensual que una se sentía tentada de investigar, unas manos delicadas que al
hablar se perdían delante de sus ojos como mariposas, y sobre todo unos ojos
extraordinarios, oscuros y profundos, en los que una sentía perderse, como si
detrás de ellos se escondiera la promesa de un porvenir dichoso. No podía dejar
de mirarle, y sé que permanecimos así durante horas, en las que si no recuerdo
mal, después de saludarnos no volvió a abrir la boca hasta que inopinadamente
se levantó y se fue. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero aún le sigo
esperando. FIN
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