miércoles, 14 de noviembre de 2012

INJUSTICIAS


Sería injusto, pero en la vida uno no puede andar continuamente preguntándose si lo que tiene que hacer se ajusta o no se ajusta a determinados principios éticos. Además, eso es algo muy discutible, pues, después de todo ¿quien fija las normas que se acaban derivando de ellos? La mayoría de las veces unos tipos que se creen muy listos, y que acaban haciendo unas leyes que les favorecen a ellos mismos, así que no iba a andarme con zarandajas y actuaría como a mí me conviniese. Lo único que me interesaba era conservar mi puesto de trabajo. No era cuestión de ir a ver al jefe contándole mis prejuicios, después de todo, la misma empresa era prácticamente inmoral de arriba abajo, y sin embargo estaba registrada en el Ministerio del Interior y era totalmente legal. Por algo sería. La cuestión era seguir a un pobre tipo casado con una fulana que quería comprobar si la engañaba para divorciarse de él y no dejarle un duro. El primer día que vino a verme me sentí tocado de inmediato. Se trataba de ese tipo de mujeres que te enganchan desde primer instante, y ante las que resulta complicado permanecer indiferente o recurrir a lo de la zorra y las uvas para tranquilizarse. Debe tener algo que ver con el adn o esas historias bioquímicas contra las que es inútil rebelarse, porque están enraizadas en nuestras propias células y los razonamientos o la pura lógica no sirven para nada. Me contó que se casó muy jovencita enamoradísima de un tipo que a la larga le estaba complicando la vida. Era hija única, había heredado una fortuna de su padre (un coleccionista de obras de arte), y quería divorciarse de quien a la larga había resultado ser “un ladrón y un impotente” (sic). El problema es que él no estaba de acuerdo (como es natural), y como tenían bienes compartidos, quería cogerle en un renuncio para ir por lo penal y no dejarle nada. Cuando a partir de aquel día me venía a ver y empezaba a desgranarme toda su lista de agravios, enseguida me di cuenta que la realidad, fuera cual fuera, le traía sin cuidado, y que lo que en el fondo la interesaba era destruir a aquel pobre diablo, como si la hubiera hecho un daño irreparable del que tenía que vengarse. Comencé pues a trabajar siguiendo a aquel individuo, y pronto la pude poner al corriente de la inocuidad de sus  actividades, pero aquella mujer insistía en que no me fiara de su aparente rectitud y buen comportamiento, pues ella tenía la certeza de que aquel individuo la engañaba, pues si durante un tiempo había insistido en dormir en su misma habitación, hacía ya meses que parecía tenerle sin cuidado, y aceptaba de buenas maneras hacerlo en otra, como ella le había propuesto tiempo atrás. No era normal y decía sentirse terriblemente vejada: “aquel bastardo” (sic) tenía que haberse echado una amante o “qué quiere que le diga a usted, se va de putas” (sic). O lo que es lo mismo, aquella desgraciada reprochaba al marido lo que ella misma le negaba. Total, que aunque yo hasta ese momento no había observado nada que apuntara a lo que Isabella me sugería, seguí espiándole un par de días a la semana para ver si en algún momento su conducta reflejaba lo que al parecer para ella más que una seguridad parecía un deseo. Una tarde después de salir del trabajo Martin entró en el Tony´s, un piano bar de la calle Almirante, donde suelen ir varones talluditos para ver si aún queda algo para ellos en el mercado. Me quede fuera, y salió igual de solo que entró, lo que confirmaba mi idea de que aquel hombre no se comía una rosca en ningún sitio. A pesar de todo, le seguí en el coche por si antes de volver a casa se le ocurría hacer una estación en otro abrevadero parecido, y mi sorpresa fue grande cuando se detuvo frente al D´Angelo en los altos de la Castellana, un bar de señoritas de la buena vida, muy conocido de los habituales de tales establecimientos en la capital de España. El asunto fue que, rompiendo todas las reglas del manual del buen investigador privado, yo también entré tras de él y me situé en sus inmediaciones entre aquel revuelo de mujeronas y gallináceas de todo tipo, que hacían el lugar poco menos que intransitable. El tipo estaba solo acodado en una esquina de la barra y había adoptado una pose desimplicada y soñadora, como si aquel sitio no tuviera nada que ver con él, o por el contrario, se encontrase en un lugar de ensueño que le hacía evocar vaya usted a saber qué paraísos. De alguna manera su actitud me llamó la atención y decidí ponerme a su lado, algo que prácticamente hacía inviable en adelante su seguimiento, pues iba a conocer mi cara con la misma facilidad que la de su padre, suponiendo que no hubiera nacido ya huérfano. No me importaba, había obedecido a un impulso irrefrenable de contactar con aquel tipo, que justo en ese momento acababa de despachar con cierta desgana a una mulata que daba miedo. “Muy buenas”, le dije al situarme a su lado, a lo que me respondió con un sucinto “qué hay” sin casi mirarme, que en principio no prometía demasiadas alegrías verbales. Pedí un cuba libre para darme ánimos, y una vez mediado me volví a dirigir a él, dispuesto a charlar a tontas y a locas sobre lo que me viniera a la cabeza. En primer lugar me presenté como un comerciante de un pueblo de León de paso por Madrid, y le dije que era evidente que en la capital de España “había buen ganado” (sic), subrayando le expresión agropecuaria a la espera de su reacción, que no se produjo, aunque tuve la impresión de que levantaba las cejas un momento, como si le hubiera sorprendido o no entendiera por qué un tipo como yo que no le conocía de nada, se dirigía a él con tanta naturalidad y chabacanería. Con el segundo cuba libre, y ya lanzado, me ratifiqué en mi opinión anterior y quise si cabe hacerla más zafia, afirmando ante su mirada entre atónita y escéptica que “jacas como estas no las hay en mi pueblo” (sic). En esos momentos hizo un amago de irse, pero le agarré firmemente por el codo, y ya empezando la tercera colación bien cargada, le amenacé “como intentes largarte te hago un agujero, so cabrón”, y aprovechando un meneo del personal de la zona le enseñé la pipa en la sobaquera. Martín cambió de color, se quedó rígido como una mojama y se puso a temblar, por lo que me temí que aquel desgraciado me armara allí mismo un follón de cuidado, y el asunto se me fuera de las manos. Cuando después de echarle una mirada benevolente logré que se tranquilizara, le dije que no tenía que preocuparse, pues lo que él no sabía era que en realidad en aquellos instantes tenía en mí al mejor de sus amigos. Le dije a continuación, levantando ya la cuarta o quinta copa, que de todas maneras comprendía que no me entendiera,  porque él era un ser esencialmente estético, y yo una persona para quien solo contaba la ética y la lealtad a unos valores morales que de llevarse a cabo, harían que este mundo discurriera por unos cauces bien diferentes a los actuales. Me respondió con una voz aflautada y apenas perceptible, que estaba totalmente de acuerdo con mis puntos de vista.  “Crees que estoy borracho”, le dije, “y tienes toda la razón, pero lo que no sabes es que estás casado con un penco que quiere darte pasaporte” (sic) (cuando bebo más de la cuenta no puedo evitar que aflore en mi discurso mi alma proletaria y barriobajera, que le vamos a hacer).

No le dije más, y previendo complicaciones, logré escabullirme en dirección a la salida entre aquel amasijo de carne a la venta, y enseguida creí percibir a mis espaldas cierto alboroto del no me molesté en verificar su naturaleza. Podría tratarse de que Martín había dado la voz de alarma o de que se había desmayado. Ya nunca lo sabré. Al día siguiente, antes de que mi jefe me despidiera con cajas destempladas, aún tuve tiempo de ver por última vez a Isabella, y aún recuerdo con cierto regocijo su cara de asombro cuando le enseñé mi foto junto a su marido en la barra del D´Angelo. Me gustaría saber como termina la historia.
 
 

basada en "Fantasmas" de la "Trilogía de Nueva York" de Paul Auster ( Ed. JUCAR)

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