La vida no tiene sentido, decía aquel tipo.
No había más que mirar alrededor nuestro para darse cuenta de ello. Si eres
viejo porque eres viejo, y si eres joven porque vives una quimera de la que
pronto te desengañarás, etcétera, etcétera. Para echar más leña al fuego, yo
poco después, estuve a punto de mencionar
el famoso “Vanidad de vanidades, que todo es vanidad” de “El
Eclesiastés”, pero me contuve, porque tenía claro que aquel tipo más que sentir
lo que decía, se estaba haciendo el interesante ante una audiencia a la que
pretendía tener motivada. Julián no solo era una persona con buena presencia y
millonaria, sino que además quería hacerse pasar por culto, y de alguna manera
romántico y decadente, una mezcla muy valorada en aquellos tertulias literarias,
en las que se podía perdonar cualquier cosa, pero no que uno no cultivase su
vena lírica o dramática. O al menos lo pareciera. Nos reuníamos una vez cada
quince días, normalmente los jueves por la tarde en “El león enajenado”, un pub
propiedad de Damián, otro literato excéntrico que efectivamente tenía más de
enajenado que de cualquier otra cosa, algo de lo que, sin embargo, se
enorgullecía, como si el hecho de no estar de todo en sus cabales fuera una
distinción que pocos se merecían. Por otro lado, de león no tenía nada. A mí
pronto se me hizo evidente que los tertulianos al poco de entrar en el
establecimiento sufrían una metamorfosis momentánea, adoptando una actitud que
tenía que dejar bien a las claras que con ellos se “trataba de otra cosa”. El
recinto donde tenía lugar la reunión era una especie de anexo al bar, que en
algún momento algunos de los más antiguos y Damián, habían decorado
sucintamente con algunas señas distintivas, entre las que destacaban varios
retratos de escritores famosos y algunos libros usados en un estado lamentable
sobre una estantería cochambrosa, que pretendía dar al lugar un toque bohemio,
aunque alguien no avisado se lo tomaría sin duda como un lugar de compra/venta
de segunda mano. La tertulia solía empezar con un repiqueteo de campanilla
seguido por unas palabras del propietario del local, que desde un atril leía
unos versos que en su opinión eran los más indicados para aquel día, pero que
en mi opinión había elegido aquella misma tarde al buen tuntún de alguno de los
libros cochambrosos allí expuestos. A continuación los tertulianos voluntarios
se subían al atril colocado al efecto sobre una peana que dominaba el espacio
circundante, y decían lo que les venía en gana, eso sí relacionado con el mundo
literario en el que estaba bien visto la mención de las novedades de cierto
nivel (según ellos, por supuesto) y la lectura o recitado de algún párrafo o
poemario de lo que estuvieran leyendo en esos momentos. Era de buena nota la
mención de obras desclasificadas o malditas, que (siempre según ellos) daban al
ambiente del lugar una atmósfera en donde todavía era posible cualquier cosa.
También tenían cierto impacto en la audiencia las intervenciones, en las que el
orador (por decir algo) parecía recogerse y mantenerse en silencio, como si lo
que sentía en aquellos momentos fuera algo inefable. Sorprendentemente tal
actitud solía surtir mucho efecto, y por momentos la tertulia parecía
convertirse en una sesión de meditación de un ashram, donde, como mucho, podían
echarse en falta el pachuli y los palitos de incienso. En resumidas cuentas,
toda actuación que pudiera identificar aquel sitio como un lugar especial era
bienvenida, algo que con frecuencia justificaba la cara de perplejidad de
algunos visitantes, que solían despedirse a los pocos minutos de llegar, con un
gesto que dejaba bien a las claras su opinión sobre lo que acababan de ver. Las
intervenciones de Julián, el romántico millonario mencionado al inicio de estas
líneas, tenían mucho predicamento sobre la parroquia, pues teniendo en cuenta
que debía hacerse perdonar el hecho de ser rico (algo anunciado por él desde el
primer día, aunque no comprobado científicamente), multiplicaba sus dotes
histriónicas hasta extremos difícilmente imaginables. Era, por ejemplo,
frecuente, el que se dirigiera al resto a base de lenguajes no verbales, entre
los que destacaban el empleado entre los sordomudos, y uno del que afirmaba con
rotundidad que provenía de ciertas tribus pigmeas africanas, a base de
chasquidos linguo/labio/palatales. A pesar de que estuve asistiendo a la
tertulia durante meses, me costó mucho decidirme, hasta que una tarde en la que
me encontraba sereno y con unas pulsaciones por debajo de mi ratio habitual,
subí al estrado y me dirigí al público asistente sin presentación previa. Quise comenzar con sencillez, apoyándome en
unos ripios y aleluyas que aprendí de mis ancestros (concretamente de mi abuela
Elisa), que lamentablemente dejaron a los asistentes un tanto fríos, pues, por
mis manifestaciones previas debían considerarme como un personaje lírico y
apasionado, una mezcla del rimbombante Rubén Darío de “La Marcha triunfal” (“¡Ya
viene el cortejo, ya viene el cortejo!...”) y el arrebatado Neruda de “Cien
poemas de amor y una canción desesperada” (Puedo escribir los versos más
tristes esta noche…). Irritado por esta mala acogida, y para seguir
mortificándoles, les leí algunos pasajes de “La crítica de la Razón pura” de
Kant y “Ser y tiempo” de Heidegger, tratando de hacerles ver que si bien es
cierto que somos “seres para la muerte” (Heidegger dixit, y en esto coincidía
con Julián), no por ello dejaba de ser de vital importancia vivir cada instante
cultivando las aficiones comunes al resto de los mortales, por más pedestres
que pudieran parecer, como, por ejemplo, el balompié. Mis palabras, que tampoco
trataban de ser definitivas y admitían réplicas de cualquier orden, sentaron lo
suficientemente mal para que aquel grupo de literatos en ciernes se disolviera
casi de inmediato, sin que haya tenido noticia de ellos desde entonces. Por
otro lado, el ínclito león enajenado traspasó el local poco después, y hasta el
momento se halla en paradero desconocido.
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