jueves, 15 de noviembre de 2012

VIDAS


La vida no tiene sentido, decía aquel tipo. No había más que mirar alrededor nuestro para darse cuenta de ello. Si eres viejo porque eres viejo, y si eres joven porque vives una quimera de la que pronto te desengañarás, etcétera, etcétera. Para echar más leña al fuego, yo poco después, estuve a punto de mencionar  el famoso “Vanidad de vanidades, que todo es vanidad” de “El Eclesiastés”, pero me contuve, porque tenía claro que aquel tipo más que sentir lo que decía, se estaba haciendo el interesante ante una audiencia a la que pretendía tener motivada. Julián no solo era una persona con buena presencia y millonaria, sino que además quería hacerse pasar por culto, y de alguna manera romántico y decadente, una mezcla muy valorada en aquellos tertulias literarias, en las que se podía perdonar cualquier cosa, pero no que uno no cultivase su vena lírica o dramática. O al menos lo pareciera. Nos reuníamos una vez cada quince días, normalmente los jueves por la tarde en “El león enajenado”, un pub propiedad de Damián, otro literato excéntrico que efectivamente tenía más de enajenado que de cualquier otra cosa, algo de lo que, sin embargo, se enorgullecía, como si el hecho de no estar de todo en sus cabales fuera una distinción que pocos se merecían. Por otro lado, de león no tenía nada. A mí pronto se me hizo evidente que los tertulianos al poco de entrar en el establecimiento sufrían una metamorfosis momentánea, adoptando una actitud que tenía que dejar bien a las claras que con ellos se “trataba de otra cosa”. El recinto donde tenía lugar la reunión era una especie de anexo al bar, que en algún momento algunos de los más antiguos y Damián, habían decorado sucintamente con algunas señas distintivas, entre las que destacaban varios retratos de escritores famosos y algunos libros usados en un estado lamentable sobre una estantería cochambrosa, que pretendía dar al lugar un toque bohemio, aunque alguien no avisado se lo tomaría sin duda como un lugar de compra/venta de segunda mano. La tertulia solía empezar con un repiqueteo de campanilla seguido por unas palabras del propietario del local, que desde un atril leía unos versos que en su opinión eran los más indicados para aquel día, pero que en mi opinión había elegido aquella misma tarde al buen tuntún de alguno de los libros cochambrosos allí expuestos. A continuación los tertulianos voluntarios se subían al atril colocado al efecto sobre una peana que dominaba el espacio circundante, y decían lo que les venía en gana, eso sí relacionado con el mundo literario en el que estaba bien visto la mención de las novedades de cierto nivel (según ellos, por supuesto) y la lectura o recitado de algún párrafo o poemario de lo que estuvieran leyendo en esos momentos. Era de buena nota la mención de obras desclasificadas o malditas, que (siempre según ellos) daban al ambiente del lugar una atmósfera en donde todavía era posible cualquier cosa. También tenían cierto impacto en la audiencia las intervenciones, en las que el orador (por decir algo) parecía recogerse y mantenerse en silencio, como si lo que sentía en aquellos momentos fuera algo inefable. Sorprendentemente tal actitud solía surtir mucho efecto, y por momentos la tertulia parecía convertirse en una sesión de meditación de un ashram, donde, como mucho, podían echarse en falta el pachuli y los palitos de incienso. En resumidas cuentas, toda actuación que pudiera identificar aquel sitio como un lugar especial era bienvenida, algo que con frecuencia justificaba la cara de perplejidad de algunos visitantes, que solían despedirse a los pocos minutos de llegar, con un gesto que dejaba bien a las claras su opinión sobre lo que acababan de ver. Las intervenciones de Julián, el romántico millonario mencionado al inicio de estas líneas, tenían mucho predicamento sobre la parroquia, pues teniendo en cuenta que debía hacerse perdonar el hecho de ser rico (algo anunciado por él desde el primer día, aunque no comprobado científicamente), multiplicaba sus dotes histriónicas hasta extremos difícilmente imaginables. Era, por ejemplo, frecuente, el que se dirigiera al resto a base de lenguajes no verbales, entre los que destacaban el empleado entre los sordomudos, y uno del que afirmaba con rotundidad que provenía de ciertas tribus pigmeas africanas, a base de chasquidos linguo/labio/palatales. A pesar de que estuve asistiendo a la tertulia durante meses, me costó mucho decidirme, hasta que una tarde en la que me encontraba sereno y con unas pulsaciones por debajo de mi ratio habitual, subí al estrado y me dirigí al público asistente sin presentación previa.  Quise comenzar con sencillez, apoyándome en unos ripios y aleluyas que aprendí de mis ancestros (concretamente de mi abuela Elisa), que lamentablemente dejaron a los asistentes un tanto fríos, pues, por mis manifestaciones previas debían considerarme como un personaje lírico y apasionado, una mezcla del rimbombante Rubén Darío de “La Marcha triunfal” (“¡Ya viene el cortejo, ya viene el cortejo!...”) y el arrebatado Neruda de “Cien poemas de amor y una canción desesperada” (Puedo escribir los versos más tristes esta noche…). Irritado por esta mala acogida, y para seguir mortificándoles, les leí algunos pasajes de “La crítica de la Razón pura” de Kant y “Ser y tiempo” de Heidegger, tratando de hacerles ver que si bien es cierto que somos “seres para la muerte” (Heidegger dixit, y en esto coincidía con Julián), no por ello dejaba de ser de vital importancia vivir cada instante cultivando las aficiones comunes al resto de los mortales, por más pedestres que pudieran parecer, como, por ejemplo, el balompié. Mis palabras, que tampoco trataban de ser definitivas y admitían réplicas de cualquier orden, sentaron lo suficientemente mal para que aquel grupo de literatos en ciernes se disolviera casi de inmediato, sin que haya tenido noticia de ellos desde entonces. Por otro lado, el ínclito león enajenado traspasó el local poco después, y hasta el momento se halla en paradero desconocido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario