domingo, 4 de noviembre de 2012

PIERNAS


Cuando sus piernas entraron (*) por primera vez en la oficina, tuve la sensación de que desde ese momento en adelante ya nada sería igual. Y digo piernas, porque en ese preciso instante yo estaba mirando hacia abajo para recoger un papel que se me acababa de caer de la mesa. Era, según enseguida me informaron, la nueva secretaria del Presidente en sustitución de la pobre Julita, retirada apenas un mes antes por problemas que nunca nos quisieron explicar pero que todos suponíamos, especialmente desde que poco antes, le diera por escribir las cartas del Presidente con faltas (todas las letras en minúsculas, sin puntuación ni acentos). Según ella, tal cosa era una pérdida de tiempo, algo que un tipo de la categoría del jefe no debía permitirse. En aquellos momentos, sin embargo, lamentando la baja de Julita, estoy convencido de que todos los varones heterosexuales y creyentes del lugar dieron gracias al Altísimo, pues aunque solo fuera como objeto decorativo o como oscuro objeto de deseo (que era mi caso), María Isabel era bienvenida. Injusticias de la madre naturaleza, quizás, pero de la que se alegran hasta los mismísimos abuelos. A partir de ese momento puse todo mi empeño en relacionarme con aquella persona, que todos los días a las ocho y media de la mañana hacía el paseíllo rumbo al despacho de D. Eulogio Ramirez Revirado, Presidente Director General de la firma. En los primeros tiempos, tomando en consideración el nulo interés que María Isabel parecía mostrar hacia mí (sin embargo, Oficial administrativo de 1ª), recurrí a la famosa fábula de la zorra y las uvas, que me dio resultado durante una temporada en la que pude contemplar con la frialdad (no exenta de admiración, eso es cierto) con la que se contempla una estatua femenina de Praxíteles o Fidias. Pero no pasó demasiado tiempo para que un día tras otro tuviera que confesarme que las uvas de la zorra, de verdes no tenían nada, e inicié determinadas maniobras de aproximación. La primera de ellas consistió en ser extremadamente educado pero distante, como si al saludarla estuviera cumpliendo con una obligación de tipo exclusivamente social, algo que según me habían contado que solía surtir efecto a medio plazo, pues no hay nada que aprecien más este tipo de mujeres que el ser valoradas por cualidades ajenas a las evidentes. Paso seguido, traté de acercarme a ella a base mostrar interés por su trabajo, y  proponerle con mucho tacto puntos de vista propios que pudieran colaborar a hacer más eficaz su labor en la Dirección de la empresa, e incluso que el Presidente llegara a la conclusión de que aumentarle el sueldo era de justicia. Para mi sorpresa fue ella la que un día tomo la iniciativa, y un día me propuso acompañarla a comer, momento el que tuve que ponerme buena nota, considerando que mi estrategia había dado sus frutos, aunque si he de ser sincero, nunca pensé que fuera a ser ella quien dijera la primera palabra. La comida resultó muy agradable, y después del primer plato mi corazón pudo recuperar las pulsaciones habituales, sin duda ayudado por el vino tinto que como se sabe en cantidades discretas actúa como tónico cardíaco. Afortunadamente, ella también era aficionada y entre los dos nos trasegamos una botella de crianza fuera del menú. Al parecer, según me confesó en tono de confidencia, era muy aficionaba, y de hecho consideraba que la vida no podía ser vivida en plenitud sin el fruto de la vid después de varios meses en una barrica de roble, otra cosa eran las copas de licor, aspecto en el que ella se consideraba rigurosamente abstemia. A partir de aquel día, y siempre que el  Presidente no la retenía para almuerzos de trabajo o visitas a otras empresas a las que quería que le acompañase, María Isabel y yo iniciamos una relación, que si en principio pudo ser considerada como de compañeros laborales o pseudo administrativa, pasó a ser otra cosa cuando una tarde a la salida me dijo si podía llevarla a casa pues tenía el coche averiado, los taxis eran una lata y no estaba ella para transportes colectivos, algo que agradecí desde lo más profundo de mi corazón. Esos fueron los comienzos de mi relación con Chabela, como empecé a llamarla desde aquella tarde. De su casa no puedo decir gran cosa, solamente que como la gran mayoría estaba compuesta por habitaciones, cocina, cuarto de baño y salón, de los que puedo asegurar que solo conocí su cuarto que, eso sí, tenía una cama. Como suele suceder en los acontecimientos que son vividos con cierta euforia y una sensación de felicidad que no parece de este mundo, los hechos poco después se precipitaron, y cuando quise darme cuenta éramos una familia numerosa (entonces el número mínimo de hijos era cuatros) y Chabela conservando una figura notable para una otoñal, no podría ya ser esculpida por los famosos escultores mencionados más arriba, aunque sí podría sobradamente servir como modelo para una talla de una Venus prehistórica. La aventura continúa.

(*) “La aventura del tocador de señoras” de Eduardo Mendoza (Seix Barral).

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