Escribo, escribo sin parar, como si el mero hecho de
encadenar palabras fuera una especie de respiración que me mantiene con vida.
Comprenderás ahora este alud de cartas que te llegan y posiblemente te
desbordan. Tienes razón en sentirte agobiada, pero qué puedo hacer si toda lo
que me pasa por la cabeza debe al instante verse reflejado sobre una hoja en
blanco. Ya sé que podría buscar alternativas a esta compulsión, por ejemplo
atarme el brazo a la silla, o no abrir el ordenador o no disponer de cuartillas
o bolígrafo, pero tal cosa me haría enloquecer declamando en alta voz lo que me
llega de ahí arriba, y tampoco es cuestión de que me encierren. Sé, a pesar de
todo, que esta afluencia epistolar trata paradójicamente de decir una sola cosa,
para la cual no encuentro la palabra ni la expresión adecuada. Podría tratarse
simplemente de un vocablo que lo abarque todo, o de una frase con la que podría
ser clausurado cualquier discurso posterior, porque ya estaría dicho de
antemano. En el fondo, tengo el convencimiento que todo lo que sale de nuestra
boca trata de llegar al otro y subsumirlo, hacerlo uno mismo, quizás por la
inquietud que nos produce el hecho de seguir divididos. ¿Qué otra cosa son esas
largas veladas al amor de la lumbre, en las que una trata de ahondar en el otro
buscando una fusión que nunca llega? ¿Qué otra cosa es la sexualidad más allá
de un intento desesperado de poseer al otro definitivamente? Nos hubiera
bastado con la bipartición o la partenogénesis, por ejemplo. No te angusties,
por favor, ni te sientas asediada, pues conociéndome, sabes bien que no es eso
lo que pretendo aunque sea incapaz de obrar de otra manera. Incluso para
tranquilizarte y no resultarte una carga demasiado pesada, se me ocurren
algunas ideas que no por ser mías espero que deseches de inmediato. Por
ejemplo, y esta es la primera manera con la que trato de ayudarte, cuando veas
un correo mío, mételo de inmediato en la papelera o deshazte de él, verás como
cualquiera de ambas acciones te proporcionan una satisfacción que no esperabas,
(hasta el punto, y ese es el peligro, que estés deseando que llegue el
siguiente para poder hacer lo mismo). No soy en absoluto responsable de tus
actos, aunque te conozca lo suficiente para aventurar que no sería extraño que
cayeras en la tentación. Creo que sería más adecuado, y perdona mi presunción,
que no leyeras nunca mis mensajes, y que como mucho los imprimieras cuando te
venga en gana, es decir, de inmediato o pasados unos días cuando el agobio sea
menor. Después, sola o en compañía, podrás leerlos en alta voz. Te recomiendo,
eso sí, que al hacerlo des a cada palabra y cada frase la entonación precisa,
considerando que ningunas han sido escritas al azar o sin intentar poner en
ellas su auténtica valía, fonética, sintáctica o literaria. Ese sería todo el
homenaje que podrías rendir al esfuerzo desinteresado de quien compartió
contigo bellos momentos que no volverán a repetirse. Y aún te digo más, no
tengo inconveniente que si tal situación sucede en un lugar acogedor (al amor
de la lumbre, por ejemplo, como te dije más arriba) en compañía de alguien con
quien ya compartes tus días, que no te resistas a la tentación de, una vez
leída cada hoja, lanzarla al fuego con una sonrisa o una carcajada. Nada hay
más dulce que oír crepitar un papel donde el amor ya es puro sinsentido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario