Al despertarme por la noche, como por otro lado suele ser
habitual al ser yo una persona con muchas inquietudes, me he podido dar cuenta
de que se habían producido algunos cambios que podían obedecer a distintas
razones. La primera, que yo no fuera estrictamente yo en el sentido habitual de
la palabra, y se hubieran operado en mi ciertos cambios sin haberme dado
cuenta. La segunda, que me hallaba en otro lugar o que estaba soñando, porque
no tenía la impresión de que cuanto me rodeaba tuviera nada que ver conmigo, y
la tercera y más probable hasta el momento, que los enseres de mi habitación, y
de hecho de toda mi casa como poco después pude comprobar, hubieran cobrado
vida propia y estuvieran dotados de una voluntad que hasta ese momento yo
desconocía. El mero hecho de abrir los ojos en la oscuridad me resultó
complicado, como si al hacerlo se tratara de otra cosa, por poner un ejemplo,
descorrer una cortina o subir una ventana, que no es lo mismo, aunque ambas
acciones puedan ser consideradas cono metáforas de la primera. En el cuarto de
baño, el inodoro se había transformado en un cubo, más bien caldero metálico,
que parecía jugar con mis excedentes en algo parecido al tiro al blanco, con
resultados que más vale no especificar, pero que no se escaparán al lector
menos avezado. De vuelta a mi habitación, al intentar abrir la puerta (siempre
la cierro) para volver a la cama, me di cuenta de que estaba tapiada, hecho del
que mis narices fueron más conscientes que nadie. Conseguido el acceso mediante
un elaborado proceso de dribbling y gambeteo (la engañé), me sorprendió mi
cuarto, pero no de forma agradable, pues todos los muebles se habían amontonado
en una esquina, yo juraría que presas de pánico o como mínimo con un miedo
evidente. Logré tranquilizarlos con buenas palabras, que sin embargo no hicieron
ningún efecto al galán, que parecía temblar y acabó haciendo caer al suelo mi
vestuario habitual al completo. Logré tumbarme en la cama después de varios
intentos fallidos, pues el somier, y lógicamente el colchón, parecían obedecer
a órdenes ajenas a la mía, pero al final logré hacerle entrar en razón
sujetándole por las patas. A todo esto, los cajones de la cómoda parecían
presas de un baile de San Vito desaforado, y se abrían y cerraban de continuo
haciendo que mi impedimenta saltara con frecuencia de los cajones,
especialmente los calcetines, que parecían comportarse como unos hamsters mal
domesticados (luego pensé que a esos bichos raramente se les domestica). Cerré
los ojos tratando de conciliar el sueño de nuevo, pero mi entorno en esos
momentos se convirtió en una vorágine poco recomendable en la que todo giraba
en sentido dextrógiro, aunque en ocasiones lo hacía en sentido contrario (levógiro)
para más INRI. Recordé entonces si lo que quizás me pasaba es que la tarde
anterior me había pasado en la ingesta del Jumilla Reserva de 1975 XPZ-42, un
vino extraño no tanto ya en su denominación, que también, sino en su color y sus características generales, pues
aparte de sus variadas notas de especias y vainillas y de que dejara en la boca
un sabor bien estructurado, con un ligero gusto afrutado retronasal, creí
recordar entonces que lo que sobre todo destacaba era una proporción inusual de
sulfitos, y un innegable aroma a gasolina sin plomo de 95 octanos. Tal hallazgo
intelectual, fruto de una capacidad perceptiva propia de los estados pre
comatosos, me salvó sin duda la vida, pues pude desplazarme hasta el teléfono
del salón (el inalámbrico me parece muy hortera), y llamar al Samur, que me
socorrió en primera instancia y levantó acta de los acontecimientos antes de
trasladarme al Hospital Provincial, donde al llegar y entreverlo por la
ventanilla de la ambulancia me dio cierta congoja, pues me recordó de inmediato
a una construcción de principios del siglo anterior, entre la casa de Drácula o
Psicosis y el edificio de apartamentos de Blue Velvet, la película del afamado
director David Lynch, en la que la protagonista (Isabella Rosellini) es sometida
a todo tipo de vejaciones, de las que yo esperaba librarme por haber mantenido
hasta entonces una conducta intachable y estar al corriente de mis relaciones
con la Hacienda Pública. Por otro lado, si fuera así, del mal el menos: adoraba
la canción de Tony Bennet.
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