Estoy en los Pirineos. O para ser más preciso: creo que estoy
en los Pirineos. No tengo datos concretos y me resisto a comprobarlo bajando
hasta el valle. Me gustan las alturas y por aquí nada puede corroborar lo dicho
más arriba, con lo fácil que sería salir de dudas haciéndolo. Si abajo hablan,
por ejemplo, francés, aunque fuera con un fuerte acento del midi, estaría
verificada mi tesis, caso que también se daría si hablaran en español, catalán,
euskera o aranés. Por cierto, en el caso del francés podría suceder que en
realidad me encontrase en los Alpes, que si no recuerdo mal, tiene vertientes
hacia varios países. Supongo pues que me encuentro en las cumbres de los
Pirineos, o quizás de sus estribaciones porque la altura no parece exagerada.
Lo primero que me viene a la cabeza es la película “Sonrisas y lágrimas”, y
recuerdo algunas escenas emotivas de la familia Trapp, en las que el capitán y
Julie Andrews cantan juntos alborozados por el triunfo de la familia numerosa.
Puede parecer una contradicción, pero a partir de cierto nivel casi todas las
montañas se prestan a estas ensoñaciones, y deja de ser importante la toponimia
del lugar. En un cierto rellano entre crestas inicio unos pasos de baile,
animado por el recuerdo mencionado con anterioridad, y trastabillo peligrando
mi integridad física, por lo que decido sentarme y disfrutar del paisaje,
especialmente de las cumbres nevadas a cierta distancia, y de paso, de unas
nubes con formas muy precisas por encima de mi cabeza. Las miro con añoranza,
aunque no llego a calibrar el por qué de tal sentimiento, nunca he sido
especialmente aficionado a las nubes, pero en esos momentos me evocan una
juventud ya lejana, posiblemente por la celeridad con las que ambas pasan (siempre he sido muy aficionado a
las metáforas). Intento hacer coincidir
la forma de las nubes con algunos objetos conocidos de la vida ordinaria, pero
me resulta imposible y me siento bastante frustrado, pues siendo amante de la
pintura figurativa, me veo obligado a afirmar que en la naturaleza la
abstracción y las formas difusas tienen también su importancia. A pesar de todo
me tumbo de espaldas y permanezco así un rato largo mirando al cielo, pienso en
mi mismo y me digo que debo componer una imagen bucólica e incluso romántica
que quisiera enviar a mi prometida en la meseta, algo que me resulta imposible
por no tener móvil ni otro aparato que me lo facilite. El cielo, aparte de las
nubes susodichas, está completamente despejado y es intensamente azul, lo que
me remite en primer lugar a la obra de Georges Bataille (*), y de inmediato al
concepto de “vacío” y sus implicaciones estéticas y de la Mecánica cuántica.
Respecto a la primera de ellas recuerdo a Velázquez y sus azules del Guadarrama,
y respecto a las segunda soy consciente- dada mi afición a la física- de que el
vacío en si mismo no existe, porque no hay nada que no esté ocupado por las
partículas subatómicas, desde los electrones a los neutrinos hasta llegar a los
quarks y toda esa familia de alguna forma relacionada con James Joyce (*). Me
chifla suponer que todo proviene de las fluctuaciones cuánticas. A continuación
y sin solución de continuidad recuerdo a mis allegados, pero no como conceptos
bajo los cuales pudieran reunirse sus rasgos más sobresalientes, sino en
detalles muy minuciosos de su anatomía. Por ejemplo, de mi padre soy incapaz de
recordar nada que no sea precisamente su bigote. A mamá, por el contrario y
como excepción, la percibo “en conjunto”, como si de alguna manera formara
parte del mundo ideal platónico. Cosas. Cuando llevo un rato largo en esta
posición, me doy cuenta de que empiezo a tener frío y que la luz decrece,
síntomas indudables de que ya no debe quedar mucho para que anochezca, de lo que
deduzco que debo darme prisa en descender hasta el valle si no quiero que a
partir de mañana se hable de mí en los telediarios. Podré así darme cuenta
definitivamente en qué lugar me hallo, algo que tendrá una importancia
definitiva en la configuración de mi identidad, pues aunque de vez en cuando
digo palabras supuestamente en castellano, al no tener un oyente cualificado,
carezco de criterios que puedan corroborarlo. Es a esto que podríamos llamar “falta
de referencias”. Afortunadamente, poco después de ponerme en pie y estirarme
sin complejos, puedo captar el lejano sonido de unas esquilas, lo que de
inmediato me hace pensar en rebaño, perro guardián y pastor. Y poco después en
granja, tejado y “una columna de humo que se eleva lentamente hacia el cielo”.
Estoy a salvo me digo cuando finalmente inicio el descenso, y me aferro con
todas mis fuerzas a la idea de una sopa bien caliente y una buena compañía al
amor de la lumbre.
(*) Georges Bataille: “El azul del cielo”. James Joyce: en “Finnegan´s wake”
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