Hoy, inesperadamente, un chaparrón (*) de verano nos ha
sorprendido en el porche y nos ha impedido salir durante un rato. Hacía, sin
embargo, mucho calor, y hemos preferido quedarnos esperando a que escampara.
Afortunadamente Justine había instalado las sillas y la mesita del jardín allí,
y hemos tratado de relajarnos durante un rato después de la comida. Ella ha
empezado a hablar de la próxima llegada de Edouard, un amigo de la familia a quien
sus padres habían invitado el invierno pasado, durante la visita que hicieron
en Navidades a su familia en Grenoble. Al parecer es un tipo extremadamente
simpático y jovial, al que todo el mundo se disputa como compañía. La verdad es
que a mí la situación no me hacía mucha gracia, pues compartir el tiempo con mi
novia y tener siempre revoloteando a un personaje así, no me parecía de lo más
indicado. Justine y yo habíamos formalizado nuestra relación apenas en
primavera, y lo nuestro, si se puede decir así, estaba poco menos que empezando.
Los dos contábamos con la aprobación de nuestros padres, pero eso no era algo
que me tranquilizase, pues ya se sabe que esta especie de donjuanes no tiene
reparos en inmiscuirse en temas que le son ajenos, especialmente si se trata de
un asunto de faldas. Verdaderamente no entendía por qué teníamos que coincidir,
pues Edouard podía haber venido en otro momento en el que Justine no estuviera
allí, por ejemplo en Agosto en la que los dos estaríamos con mis padres de vacaciones
en Niza. Aprovechando aquel rato tuve ganas de decirle todo esto a Justine pero
no me atreví, sobre todo cuando ella con una sonrisa de lo más inocente me
dijo, precisamente en aquellos momentos, que se alegraba mucho de que
coincidiéramos, porque era un tipo encantador que me iba a gustar y con quien
iba a encontrar un duro rival en las pistas de tenis. Oír aquello era lo que me
faltaba, pues al parecer no solo iba a tener que soportarle por la mañana en la
playa, sino que la cosa podría prolongarse por las tardes en el club y
posiblemente por la noche en el casino. La lluvia se prolongó más de lo
esperado, por lo que finalmente nos tuvimos que quedar más de lo previsto, algo
que aproveché para tomarme un coñac tratando de calmarme, pues según pasaba el
tiempo, sentía subir por mi interior una furia que de ninguna manera podía
permitir que se hiciera evidente en el exterior. Afortunadamente, al poco rato
aparecieron por allí los padres de Justine, y pude distraerme con las
banalidades de las que comenzaron a hablar, sobre todo del tiempo terrible que
estábamos teniendo aquel verano en La Rochelle, y de las amistades que ya
habían llegado a veranear y de las que vendrían más adelante. Eran temas tan
triviales que lo cierto es que me exasperaban un poco, aunque preferibles a la
introducción que Justine me estaba haciendo poco antes del petulante que iba a
llegar en apenas un par de días. Lo que en esos momentos no me esperaba para
nada es que ellos enseguida se pusieran
también a hablar de Edouard, un tipo, según ellos al que muchos de su edad
quisieran parecerse, instante en el creí percibir que Adèle, la madre de
Justine, me echaba una mirada solapada con una sonrisa indefinida, que lo mismo
podía tomarse por una broma (de mal gusto a mi parecer) como una advertencia en
toda regla al novio de su hija, es decir a mí mismo. Me levanté sin darle
aparentemente importancia al comentario, y me puse a pasear a lo largo y ancho
del porche, mientras padres e hija seguían haciendo la elegía del adonis aquel
con un pie ya en el andén. La tarde se oscureció de pronto y comenzó a soplar
una fuerte brisa del mar que, como si fuera un estallido, se transformó
súbitamente en un vendaval que levantó el mantel de la mesita y acabó tirando
por el suelo las tazas de café, el azucarero, las copas y los cubiertos. Todos
se levantaron y pronto el viento lanzó contra la pared las sillas y la mesa en
un caos absolutamente imprevisto. De repente, frente a nosotros, sobre la
chimenea de una fábrica cercana pudimos percibir el latigazo de un rayo y su
estruendo. Nos miramos desorientados e incrédulos, como si no entendiéramos
nada, pero para mí fue como una revelación, pues tuve justo entonces la absoluta certeza de que
algo había cambiado entre Justine y yo irremisiblemente.
(*) de “JUSTINE”, novela de Lawrence DURREL, del “Cuarteto de
Alejandría”.
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