lunes, 5 de noviembre de 2012

PORCHES


Hoy, inesperadamente, un chaparrón (*) de verano nos ha sorprendido en el porche y nos ha impedido salir durante un rato. Hacía, sin embargo, mucho calor, y hemos preferido quedarnos esperando a que escampara. Afortunadamente Justine había instalado las sillas y la mesita del jardín allí, y hemos tratado de relajarnos durante un rato después de la comida. Ella ha empezado a hablar de la próxima llegada de Edouard, un amigo de la familia a quien sus padres habían invitado el invierno pasado, durante la visita que hicieron en Navidades a su familia en Grenoble. Al parecer es un tipo extremadamente simpático y jovial, al que todo el mundo se disputa como compañía. La verdad es que a mí la situación no me hacía mucha gracia, pues compartir el tiempo con mi novia y tener siempre revoloteando a un personaje así, no me parecía de lo más indicado. Justine y yo habíamos formalizado nuestra relación apenas en primavera, y lo nuestro, si se puede decir así, estaba poco menos que empezando. Los dos contábamos con la aprobación de nuestros padres, pero eso no era algo que me tranquilizase, pues ya se sabe que esta especie de donjuanes no tiene reparos en inmiscuirse en temas que le son ajenos, especialmente si se trata de un asunto de faldas. Verdaderamente no entendía por qué teníamos que coincidir, pues Edouard podía haber venido en otro momento en el que Justine no estuviera allí, por ejemplo en Agosto en la que los dos estaríamos con mis padres de vacaciones en Niza. Aprovechando aquel rato tuve ganas de decirle todo esto a Justine pero no me atreví, sobre todo cuando ella con una sonrisa de lo más inocente me dijo, precisamente en aquellos momentos, que se alegraba mucho de que coincidiéramos, porque era un tipo encantador que me iba a gustar y con quien iba a encontrar un duro rival en las pistas de tenis. Oír aquello era lo que me faltaba, pues al parecer no solo iba a tener que soportarle por la mañana en la playa, sino que la cosa podría prolongarse por las tardes en el club y posiblemente por la noche en el casino. La lluvia se prolongó más de lo esperado, por lo que finalmente nos tuvimos que quedar más de lo previsto, algo que aproveché para tomarme un coñac tratando de calmarme, pues según pasaba el tiempo, sentía subir por mi interior una furia que de ninguna manera podía permitir que se hiciera evidente en el exterior. Afortunadamente, al poco rato aparecieron por allí los padres de Justine, y pude distraerme con las banalidades de las que comenzaron a hablar, sobre todo del tiempo terrible que estábamos teniendo aquel verano en La Rochelle, y de las amistades que ya habían llegado a veranear y de las que vendrían más adelante. Eran temas tan triviales que lo cierto es que me exasperaban un poco, aunque preferibles a la introducción que Justine me estaba haciendo poco antes del petulante que iba a llegar en apenas un par de días. Lo que en esos momentos no me esperaba para nada es que  ellos enseguida se pusieran también a hablar de Edouard, un tipo, según ellos al que muchos de su edad quisieran parecerse, instante en el creí percibir que Adèle, la madre de Justine, me echaba una mirada solapada con una sonrisa indefinida, que lo mismo podía tomarse por una broma (de mal gusto a mi parecer) como una advertencia en toda regla al novio de su hija, es decir a mí mismo. Me levanté sin darle aparentemente importancia al comentario, y me puse a pasear a lo largo y ancho del porche, mientras padres e hija seguían haciendo la elegía del adonis aquel con un pie ya en el andén. La tarde se oscureció de pronto y comenzó a soplar una fuerte brisa del mar que, como si fuera un estallido, se transformó súbitamente en un vendaval que levantó el mantel de la mesita y acabó tirando por el suelo las tazas de café, el azucarero, las copas y los cubiertos. Todos se levantaron y pronto el viento lanzó contra la pared las sillas y la mesa en un caos absolutamente imprevisto. De repente, frente a nosotros, sobre la chimenea de una fábrica cercana pudimos percibir el latigazo de un rayo y su estruendo. Nos miramos desorientados e incrédulos, como si no entendiéramos nada, pero para mí fue como una revelación, pues  tuve justo entonces la absoluta certeza de que algo había cambiado entre Justine y yo irremisiblemente.

 

(*) de “JUSTINE”, novela de Lawrence DURREL, del “Cuarteto de Alejandría”.

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