miércoles, 7 de noviembre de 2012

BARRACONES


A la mañana siguiente, cuando Lewis se despertó lo primero que percibió fue que los demás no estaban allí. Tenía sin embargo la certeza de que por la noche habían vuelto juntos a los barracones después de una tarde de farra. Incluso creía recordar que antes de acostarse definitivamente, estuvieron un rato charlando sentados en las literas, comentando que el baile al que fueron era un sitio al que debían volver, pues había buena música y muchas chicas, algo nada habitual en aquel tipo de pueblos. De todas maneras la cabeza se le iba, y llegó a la conclusión de que el alcohol en determinadas cantidades vuelve los recuerdos borrosos o los anula definitivamente, hasta el punto que uno puede haber degollado a su mejor amigo e ignorarlo totalmente al día siguiente. La espera se le estaba haciendo más dura de lo imaginado, y aunque una vez por semana les dejaban desfogarse, el resto de los días les  machacaban y les daban unas palizas tremendas. Todo como entrenamiento para matar “chinos”, o como poco para que no fueran estos los que les cortasen el pescuezo, por decirlo con una metáfora que incluso podía sobrar, porque la realidad podía ser exactamente esa. Era voluntario, y por lo tanto quejarse era un tanto absurdo, pero el derecho al pataleo siempre le pareció fundamental, y en su opinión, la única  ventaja de una democracia. Tenía claro que aquello (se refería al ejército), desde luego no lo era, y en su caso concreto se le hacía difícil soportar al Sargento Rivers, en su opinión un hijo de puta analfabeto que con los galones se creía el presidente del país y Einstein al mismo tiempo, cuando lo cierto es que lo más cultivado que sabía hacer era pegar coces. A todo esto, se acordó de nuevo de sus compañeros y su ausencia en aquellos momentos, algo que sin embargo pasó a ser irrelevante cuando vio inclinarse sobre él una cara con una  mascarilla, que intentaba tocarle el pecho con lo que más tarde resultó ser un estetoscopio, que  recordaba de su época de niño, cuando ante el mínimo incidente sanitario, lo primero que hacía el galeno para auscultarlos, era sacar aquel horrible aparato y pedirles que respiraran profundamente o que tosieran. A continuación el tipo de detrás de la mascarilla le dijo si recordaba como me llamaba, a lo que respondió que “Jason”, momento en el que ya llegó a darse cuenta de que se trataba del médico, que punto seguido se quitó aquel artilugio de la cara, y volviéndose hacia los que estaban detrás de él exclamó “lo que me temía, además, pérdida de memoria”, para añadir de inmediato “esperemos que sea temporal”. Luego desapareció, y tras de él una retahíla de individuos con bata blanca y un tipo malencarado de uniforme, que se detuvo unos instantes y le espetó con toda claridad “¡qué vergüenza!”. Casi inmediatamente llegó un monstruo negro como el betún, que le dijo que se estuviera quietecito y que intentara respirar profunda y tranquilamente, que así le irían mejor las cosas, y luego, para despedirse después de hacer varios ajustes en la cama, añadió mirándole fijamente a los ojos “es la mayor cogorza que hemos visto en años”. No entendía lo que estaba pasando, pero como era una persona de inteligencia media, tuvo la impresión de que estaba en la enfermería, algo que pudo ratificar casi de inmediato viendo un poco más lejos a un tipo en la cama que no paraba de toser, y una serie de vitrinas y estanterías llenas de cajas de medicinas y algunos artefactos de uso común en tales dependencias, como jeringuillas, vendas, apósitos, esparadrapo y todo ese tipo de quincallería con la que se pretendía curarles para mandarles enseguida a Asia o donde hiciera falta para morir por la patria. La borrachera debió ser de aúpa, al parecer había tenido algunas complicaciones respiratorias que hicieron preciso su ingreso en la enfermería, según le contó algo más tarde el enfermero. Cuando al día siguiente regresó la comisión de visita a las bajas, y el médico volvió a preguntarle como se llamaba, acertó a responderle “Lewis”, lo que, según le pareció oírle cuando se alejaban, era algo favorable pero no suficiente. Poco después se enteró que a raíz de la borrachera, al hacerle unas radiografías, le habían descubiertos en los pulmones unas manchas que había que investigar, posiblemente no se trataba de nada grave, pero le inhabilitaba para el campamento y desde luego para estar disponible para Vietnam. A los cuatro días le dieron el alta con un informe médico y le pusieran de patitas en la calle, con la ferviente recomendación de dirigirse a la mayor brevedad posible a un dispensario de salud o donde su seguro médico le permitiera ir, una vez recobrada su condición de civil.  No pudo ni despedirse de sus compañeros que aquellos días estaban de ejercicios en otra zona, por lo que al alejarse en un jeep que pusieron a su disposición para acercarle hasta el pueblo, tuvo un sentimiento agridulce, pues si por un lado se alegraba de reunirse pronto con Alice,  por el otro sentía que perdía definitivamente la oportunidad de hacer algo diferente, y por qué no confesarlo, le hubiera gustado enviarle una foto con uniforme de marine desde el frente. En el fondo, aunque le costara reconocerlo, tenía madera de héroe.

 

(*) De “Ladrón de cuarteles”, de Tobías Wolf (ed. Alfaguara)

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