Cazaron durante horas: eso era lo que a Paco le gustaba.
Empezó de niño con su padre, y ya de mayor y casado, siguió haciéndolo todos
los fines de semana como si se tratara de una ceremonia de la que no podía
prescindir. Sin embargo, nunca hasta ese día se había preguntado el por qué de
su afición; como tantos, lo seguía haciendo porque de no ser así no hubiera
sabido en qué emplear el tiempo esos días. Además, debía confesarse con cierta
vergüenza, que el mero hecho de apretar el gatillo se había convertido en algo muy
gratificante de lo que no le sería fácil prescindir. Afortunadamente tenía
otras aficiones (desde luego no equiparables a la caza), y durante la época de
veda podía entretenerse de otra manera. Era un buen corredor y jugaba al tenis
aceptablemente, por lo que al menos podía distraerse aquellas mañanas de sábados
y domingos que, sin ellas, le habrían resultado poco menos que insoportables.
De todas formas, siempre le quedaban los perros, dos setter y dos bretones, a
los que quería como a sus propios hijos (de hecho, no los tenía), y alguna que
otra vez durante ese tiempo, salía con ellos al campo para hacerlos correr y
mantenerlos en forma. Pero no fue precisamente hasta ese día que alargaron su
estancia en el coto hasta muy tarde, cuando se dio cuenta de que verdaderamente
aquello se había convertido en una evasión, o mejor dicho, en un ocultamiento
de otros aspectos de su vida nada satisfactorios.
Estaba repitiendo el esquema de su padre, y salía al campo no tanto por el
placer que le producía el hecho en sí de cazar, sino como una tapadera del fracaso de su matrimonio.
Trabajaba todos los días hasta casi la noche desde las ocho de la mañana, y de
vuelta a casa tenía el tiempo justo para cenar, ver un poco la tele y meterse
en la cama sin apenas intercambiar una palabra con Laura, su mujer, que hacía
patente su frustración con indirectas y suspiros, que estaban empezando a
desquiciarle. Prolongar su estancia en el campo era una manera de llegar tarde
a casa, y no tener que oír su perorata recriminándole el que la dedicara tan
poco tiempo y no la echara una mano. En ocasiones, para evitar esto, incluso
alquilaba una habitación en una casa de pueblo con el resto de los de la
partida, y el asunto se prolongaba hasta última hora del domingo, en que, de
vuelta en casa, estaba tan derrengado y lleno de alcohol (ese día se
atiborraban de lo que habían cazado y se ponían ciegos de vino del país), que
lo único que le quedaba por hacer era meterse en la cama y olvidarse de todo. A
partir de aquel día fue consciente que tenía delante de sí un asunto grave que
debía solucionar, pues cada vez se le hacía más difícil mantener el equilibrio
entre los dos extremos. Por un lado, la vida a la que se había comprometido con
su mujer cuando se casaron, y por el otro su necesidad de alejarse y tratar de
olvidar, pegando tiros a cualquier cosa que se moviese delante de él. Cuanto
más le daba vueltas tratando de encontrar una solución razonable, más complicado
se le hacía, como si ambas cosas formaran una antítesis perfecta, totalmente
incompatibles entre sí. Los acontecimientos se ocuparon, sin embargo, de poner
las cosas en su sitio de una manera que Paco nunca hubiera supuesto. Un
sábado volvió a casa antes de lo previsto aquejado por una indisposición estomacal,
y se encontró con que Laura no estaba;
de hecho, no volvió hasta cerca de las diez de la noche, que era la hora
habitual de su regreso. Se justificó diciéndole que era lo normal, que había
salido con sus amigas, y que, de todas maneras, en adelante no esperara que
estuviese allí tranquilamente con la cena y las zapatillas preparadas. Se
sintió sorprendido y hasta cierta medida, conmocionado, pues a pesar de sus
quejas habituales, hasta aquel día su mujer siempre había sido muy complaciente,
y como mucho iba al cine a primera hora de la tarde con su amiga María, una
vecina a la que sin duda debía la estabilidad de su matrimonio. Desde aquel día
la situación cambió radicalmente, y se le metió en la cabeza la posibilidad de
que Laura no solo fuera al baile por la tarde con “sus amistades”, como ella
decía, sino que se estuviera cocinando algo más de lo que nunca llegó a prever.
En resumidas cuentas, tenía la sensación de que debía existir otro tipo con el
que su mujer mantenía una relación a sus espaldas cuando salía de caza. Le
resultaba evidente que los signos de infidelidad se multiplicaban, no solo
únicamente por su hora de llegada, sino por su forma de arreglarse, y un cierto
aire de suficiencia que empezaba a inquietarle. Sin prescindir de su afición,
empezó a introducir algunos cambios en su forma de tratarla, solía estar más
atento y sobre todo intentaba charlar con ella de los temas que sabía que la
interesaban, aunque se daba cuenta que entonces era ella la que parecía de
alguna forma desimplicada, como si en aquellos momentos ya no la importara. Aprovechando el
puente de la Purísima en Diciembre, le dijo que se iba un par de días a los
montes de Toledo, era época de caza mayor y no se lo quería perder, sus
amistades habían insistido y no le quedaba otro remedio si no quería quedar
mal. Laura pareció protestar en primera instancia, pero con un gesto que
parecía de resignación acabó diciéndole que lo comprendía, y que no quería que
les decepcionase. Efectivamente sus compañeros se iban de caza, pero él ya les
había dicho que tal y como estaban las cosas, sintiéndolo mucho lo mejor era
que se quedara, por lo que tras despedirse de Laura pasó la noche del sábado en
una pensión del centro. La mañana del domingo estuvo paseando por el Retiro y
el Jardín Botánico cavilando si merecía la pena acercarse por casa y comprobar
lo que ya temía hace tiempo. Antes de decidirse le hizo una llamada por el
móvil y cuando ya iba a colgar, Laura lo cogió y estuvieron hablando apenas un
minuto. La notó bien aunque un poco sorprendida. Decía que estaba en casa y que
como de costumbre a primera hora de la tarde saldría con María. Sabía lo que se
estaba jugando, pero al final ayudado por dos vermuts, se decidió y se acercó a
casa. Como temía estaba vacía, y Laura no regresó durante la tarde ni la noche.
Se sentía terriblemente humillado, aunque en su fuero interno se dijese que se
lo merecía y que se lo había ganado a pulso. No obstante, estuvo bebiendo hasta
tarde y a última hora salió a dar una vuelta por los alrededores y despejarse.
No admitía lo que estaba sucediendo y no podía impedir sentirse como una
víctima, algo que si por un lado le hacía verse como un pobre desgraciado y
tratado injustamente, por otro le hacía surgir desde muy adentro una furia que
le hubiera gustado desfogar abatiendo venados o corzos con sus compañeros de
partida. Claro que, de repente, como si fuera una revelación, sintió en su
interior una nueva posibilidad que nunca hubiera imaginado. Después de todo era
temporada de caza mayor y era tan fácil como apretar una vez más el gatillo.
(*) de “Cazadores en la nieve”, de Tobías Wolf (Alfaguara)
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