jueves, 31 de enero de 2013

ANTOJOS


Me despierto a las dos de la mañana. Me siento inquieto pero extraordinariamente lúcido, sensaciones que hasta ese momento había tenido por contradictorias. Enciendo la luz de la mesilla y puedo ver mi habitación como siempre, pero con esa sensación de irrealidad que  presta la semipenumbra a los rincones más familiares. Me doy cuenta que en esos instantes necesito ver con más claridad y verificar que todo está en su sitio. Enciendo por lo tanto la lámpara del techo, una imitación de araña que compré en el Rastro hace años y que no enciendo jamás, y compruebo que sus bombillas dan una luz potente, incluso hiriente, que sin embargo, viene bien a mis planes. Me levanto y verifico que todo está como lo recordaba, algo que me alivia aunque siempre tuve la certeza de que los objetos inanimados permanecen inmóviles a no ser que se les aplique una fuerza en cualquier sentido, en cuyo caso seguirían las leyes del movimiento de Newton, que no es el caso. Una vez inspeccionada someramente la habitación, y visto que todo sigue igual, me vuelvo a acostar y tengo de inmediato la seguridad de que esa noche no voy a dormir más. Me ahorro por lo tanto los esfuerzos inútiles que uno suele emplear en este tipo de ocasiones para volver a hacerlo, y prescindo de contar ovejas y ni siquiera recurro al somnífero que me ha servido en las ocasiones más agudas, leer dos páginas seguidas de “Ser y Tiempo”, que ya es decir. De entrada, trato de disimular y me conformo pensando que dado que en el planeta somos más de siete mil millones de individuos, es seguro que otros estarán viviendo una situación semejante y posiblemente peor (el famoso refrán de “mal de muchos, etc”, al que recurro aunque me avergüence mi falta de originalidad). No obstante, cuando siento el rebozo de la sábana acariciarme la mejilla hago un intento por abandonarme en brazos de Morfeo, algo que a los dos minutos veo que es inútil y  finalmente recostado pues sobre los almohadones, dejo vagar mi mente por los mundos procelosos que suelen presentarse a esas horas de la noche. Pero, de repente, guiado por un impulso desconocido por mí hasta esos momentos, siento la necesidad imperiosa de cortarme las uñas de los pies, algo a lo que procedo de inmediato, saltando de la cama como un resorte. Sentado en el taburete del cuarto de baño en las cercanías del inodoro, procedo a hacerlo con un fervor más propio de una final de la Liga de Campeones o un Congreso Mariano que de una tarea tan prosaica, lo que además de extrañeza, me provoca una alegría impropia de esas horas. Percibo como la cutícula cortada abandona su alojamiento en los dedos y salta con alborozo sobre la loza en un espectáculo que tiene algo de fuegos artificiales, teniendo en cuenta la casi fluorescencia de las uñas y el hecho de proceder con la luz apagada. Una vez realizada la faena para la que parezco haber sido convocado, me entran unas ganas irreprimibles de obrar de la misma manera con las uñas de las manos, que poco después y accediendo a mis deseos pasan a formar parte del torrente líquido que despide a todas ellas proveniente de la cisterna. Acostado de nuevo, soy consciente que he sido llamado a realizar misiones que tenía hasta entonces postergadas, y que, para ser sincero, jamás pensé que en algún momento volverían a llamar a mi puerta. Después de proceder a la poda de lo que otrora fueran llamadas garras, siento una necesidad imperiosa de depilarme. Depilarme totalmente, como si debiera alumbrar a un nuevo ser absolutamente apiloso y calvo, que puestos a buscar semejanzas recordaría a un neonato llegado a feliz término. Puesto de nuevo en pie, dudo durante unos instantes si proceder allí mismo, pero criterios de higiene elemental me recomiendan ducharme antes, para que el pelo y el vello que me cubren obtengan la flexibilidad adecuada para el filo de la cuchilla. Me doy cuenta de lo extravagante de mis intenciones, pero al mismo tiempo siento que no puedo prescindir de una auténtica necesidad de renovación, como si el próximo amanecer debiera acoger en mi lugar a un ser que siendo yo mismo no lo pareciera. Estaba harto de que el mundo y más concretamente sus habitantes me consideraran de la misma manera que yo pude momentos antes percibir a los enseres de mi habitación, cosas in mutables incapaces por si mismas de variar lo más mínimo. Finalmente llevé a cabo el trabajo metido en la bañera con agua bien caliente, que me permitió permanecer un rato adentro una vez que hubo culminado mi tarea de despojamiento. Después de afeitarme, ducharme y ponerme crema con generosidad, me miré de cuerpo entero en el espejo y pude experimentar el íntimo regocijo del trabajo bien hecho, pues haría falta una lupa para encontrar el menor rastro de un folículo piloso. Recordé en esos momentos a unos actores japoneses que había visto hacía tiempo en un teatro alternativo, y no pude impedir que una sonrisa aflorara a mi rostro repitiendo el comentario despectivo que hice entonces: “menuda pinta”. Me sentía bien, y una vez seco, me volví a meter en la cama totalmente desnudo, sintiendo de inmediato la agradable sensación de haber cambiado las sábanas, cuando lo que verdaderamente había sucedido es que había cambiado de piel. Estuve de esta guisa un buen rato, durante el cual tuve la sensación de haber hecho algo trascendente y podido dar al fin dar un sentido a mis frecuentes insomnios; no solo no había perdido el tiempo, sino que me había transmutado en otro ser que, quien sabe, a lo mejor era solo el primer paso para nuevas metamorfosis en el futuro inmediato. Tuve sin embargo un chispazo de pánico, al sentir unas ganas irracionales de continuar con la tarea que había iniciado, y reducir mi organismo a los elementos absolutamente imprescindibles para la consciencia. En concreto se me ocurrió que quizás no estaría mal continuar mi labor de desprendimiento de todo lo accesorio, y cortar mis extremidades empezando por los dedos para continuar luego con el resto de las articulaciones. Quedarme exclusivamente con ese órgano pensante que reposaba sobre mi almohada, sin la servidumbre añadida de unos órganos que no quería que siguieran obedeciendo a Darwin ni a las mutaciones aleatorias del ácido desoxirribonucleico. Ni tampoco a Mendel. Afortunadamente, me di cuenta a tiempo, pues ya con las tijeras en las manos, recordé que de continuar no podría contar a mis semejantes la ocurrencia de aquella noche, por lo que, aunque parezca mentira, me quedé beatíficamente dormido poco antes del alba, cuya luz empezaba a filtrarse tímidamente entre los visillos de la ventana. Afortunadamente al despertar todo me pareció un  mal sueño y no encontré la cabeza de un caballo en mi cama.

martes, 29 de enero de 2013

MANCOS


Como norma, no cojo taxis. Comprendo que, de saberlo, el gremio no me estaría agradecido, y me parece lógico. De la misma manera, espero que sus integrantes comprendan que no están mis bolsillos para tales dispendios. Es posible que el precio por una carrera sea el justo, y que cobrar menos supondría llevarles a la ruina, pero debo administrar mis escasas rentas, si no quiero terminar presentándome en los comedores municipales. La supervivencia, como es bien sabido, es la primera tarea de todo ser vivo, menos la de los suicidas, que hacen otra lectura de la realidad. Allá ellos. Dicho lo cual, debo de inmediato añadir que ayer me vi obligado a coger uno, echando así por tierra mis planteamientos apriorísticos, teniendo en cuenta que tenía una cita urgente en la comisaría de un barrio en el que no se me había perdido nada, pero los datos a mi nombre eran inequívocos, y no quería faltar, pues ya se sabe como se las gasta esta institución cuando se ve contrariada, considerando que las porras y la pistolas están en sus manos. El taxista era una señora de mediana edad, es decir: era una taxista. Tenía  aspecto de starlette y unas maneras desinhibidas, que me hicieron considerar si en tales circunstancias no sería preferible coger taxis con más frecuencia, pues nunca se sabe el grado de permeabilidad que estas mujeres pueden exhibir en un momento dado, ya que siendo un solterón empedernido y con pocas posibilidades de éxito, es conveniente estar a la que salta. Cuando le di la dirección tuvo dos reacciones antitéticas, pues si por un lado pareció alegrarse de hacer un recorrido largo, y en consecuencia cobrarme la tarifa máxima en circuito urbano, por otro, el hecho de que me reclamara la policía de un barrio con mala fama la inquietaba, pues, en sus propias palabras, no podía evitar identificarse con su pasaje (dijo “pasaje” y no “pasajeros”, sin una pizca de ironía, lo que me hizo suponer que tenía de su profesión un concepto decididamente marinero). O aeronáutico, claro está. Al poco de comenzar el recorrido me pidió permiso para salir un momento del vehículo por urgencias insoslayables, cosa que autoricé una vez detenido el contador. El asunto se resolvió con la rapidez habitual en estos casos, pero para mi sorpresa, Eva, que así se llamaba la taxista, regresó acompañada de un tipo agitanado al que iba a llevar con nosotros hasta un dispensario próximo porque sangraba por la nariz, y aunque parecía algo leve, dijo, “en estos casos nunca se sabe”, haciéndome un gesto breve pero significativo de que hay sustancias que no son ni rape ni desbloqueantes nasales. El individuo, con un pañuelo tapándole las narinas, trató de explicarme lo que le sucedía, hasta que pudo entender que yo o era mudo o no quería hablar. Poco antes del ambulatorio, cerca de la plaza de Manuel Becerra, Eva me pidió de nuevo permiso para bajar con urgencia, lo que yo empecé a interpretar como un caso claro de incontinencia, algo que no le iba nada a sus maneras de actriz secundaria en el Hollywood de los sesenta, pero volví a aceptarlo en homenaje, valga el paralelismo, a mi difunto padre, que en su día lo pasó muy mal con la próstata. El gitano salió del coche habiendo decidido hacer el tramo que le faltaba a pie, momento en el que intentó darme la mano como despedida y supongo que en señal de agradecimiento por el recorrido gratis que acababa de hacer, dándose cuenta, ante mi falta de respuesta, que posiblemente había hecho el trayecto en compañía de un mudo que, además, era manco. Esta vez Eva tardó algo más, pero tampoco fue nada exagerado, ya que al entrar en el vehículo se hizo evidente que estaba bastante achispada, lo que me hizo suponer que sus reiteradas paradas en los establecimientos de bebidas tenían más que ver con la sed, tomada en su acepción más genérica como ingesta de  cualquier tipo de líquidos, que con las urgencias que otrora sufriera mi querido padre. En esta ocasión, además, vino acompañada de dos individuos de difícil definición, pero dando la impresión inmediata de estar muy satisfechos, pues cantaban sin ningún tipo de inhibición, sentándose uno a su lado y el otro al mío. Este último enseguida me pidió que le acompañara haciendo la segunda voz de “Moon river”, se le veía melancólico, entrando ya en la tercera y definitiva fase de la ingesta alcohólica. Fue precisamente en ese momento en que ambos nos sentíamos transidos por una nostalgia de difícil resolución, cuando pude darme cuenta que a su lado, prácticamente empotrada contra la puerta, se encontraba una mujer negra y diminuta, que al notar que era consciente de su presencia, me saludó con un hola casi imperceptible, pero con un acento indudablemente caribeño. Así pues, rumbo a la comisaría éramos en ese momento cinco personas a bordo, número más que suficiente para estimar que al fin el taxi iba a completar el recorrido para el cual había sido alquilado. Error, sin embargo, garrafal, pues poco después de pasada la glorieta de rumbo al sur, Eva volvió a pedirme un tiempo para aliviar ciertas necesidades de las cuales parecían depender su integridad física. Esta vez, sin embargo, ni siquiera esperó a que le contestara, y dando a su puerta lo más parecido que puede haber a una patada, salió del habitáculo y se dirigió en compañía de sus amistades hacia un garito de mala muerte junto a la acera, donde pude percibir que le esperaban un grupo de personas que por su actitud podía tomarse por una coral de barrio, desapareciendo todos entre sus integrantes apenas alcanzado el umbral del chiringuito. La morena bajita, no obstante, antes de perderse se volvió y me dijo adiós levantando el brazo, haciéndome ver de esta manera que uno puede provenir de latitudes donde el presupuesto en Educación es mínimo, y sin embargo, ser más educado que otros donde el PIB no hace más que aumentar año tras año. Pasados quince minutos del desembarco, y cuando ya estaba al borde del ataque de nervios, la taxista tuvo la consideración de acercarse al vehículo para decirme que sintiéndolo mucho a partir de ese momento tendría que seguir a pie, porque su porcentaje de alcohol en sangre no le permitía conducir, aunque había tenido mucho gusto en conocerme, deseándome que lo de la policía del barrio del Cañaveral no fuera nada, y añadiendo que si lo que necesitaba era costo a buen precio, no dudara en acudir a ella o cualquiera de los elementos que nos habían acompañado hasta ese momento. Bajé pues del coche con su indicación de “a dos kilómetros, todo recto”, y durante el trayecto que finalmente me condujo a la Comisaría del distrito 47, tuve tiempo de reflexionar con cierta profundidad en el siguiente aforismo: “la vida no es lo que esperas, pero tampoco lo que no esperas, se desarrolla de acuerdo con criterios que pueden o no coincidir con determinados proyectos o fantasías que, en resumidas cuentas, tampoco tienen por qué realizarse en absoluto”. Afortunadamente delante del Comisario supe mantenerme en calma y con la boca cerrada, pues cuando me informó de que se trataba de un error, estuve a punto de hacerle partícipe de mis últimos pensamientos, y quizás no me hubiera soltado con tanta facilidad, teniendo en cuenta que el establecimiento contaba con botiquín y había un servicio de urgencias en un hospital de la acera de enfrente.

lunes, 28 de enero de 2013

DESTRUCCIONES


Al poco de vernos me desnudó, y me dijo que me dejase hacer y me estuviera quieto. Al principio me sentí molesto porque no comprendía por qué tenía que prestarme a tales juegos, y tuve que hacer un verdadero esfuerzo para aceptarlo y no dejarla allí sola con sus fantasías. Sin embargo, poco después consentí, y al poco de sentir la firmeza de sus manos sobre mi pecho, supe que de la misma manera que constituían una prisión de la que no podía huir, eran el único aliciente que tenía para seguir vivo, como si con su movimiento me fueran destruyendo y creando al mismo tiempo.  Era una sensación especial y un tanto absurda de la que  quería desembarazarme, pero que finalmente acepté, pues no era posible la una sin la otra. Inesperadamente mi vida dependía de aquella dualidad. Ella, de todas maneras, se comportó siempre como una auténtica profesional, cuyo único cometido en aquellos momentos parecía ser, más que mi satisfacción, la conciencia de una tarea hecha como Dios manda, pues la situación, a pesar de prestarse a otras interpretaciones, jamás se salió de los límites en una sesión de ese tipo. Cuando ya llevábamos así un buen rato, se dirigió a mí y me dijo que no era bueno que me dejase vencer por el sopor que sin duda alguna me iría invadiendo, sino que en todo momento tratara de ser consciente de las sensaciones que experimentaba, lo que efectivamente me hizo reaccionar y volver a una realidad que paulatinamente se me estaba haciendo ajena. Aprovechando sin duda verme más espabilado, me pidió que hiciera el favor de dirigirme a ella hablándola de las cosas más abstrusas y complejas que me vinieran a la cabeza, aquel momento, en su opinión, era para ella el más indicado para la comprensión de los aspectos del mundo que desconocía. Debía hablarle, por ejemplo, como lo haría un científico de renombre dirigiéndose a sus colegas en un congreso. Me quedé un tanto perplejo, pues en tal coyuntura podía imaginar cualquier cosa excepto precisamente esa. Dudé como es natural durante unos instantes, hasta que presión ascendente de sus manos sobre mi cuello, me hicieron ver que estaba hablando en serio. En principio, para salir del paso como buenamente pude, le hablé en inglés, lengua que a pesar de lo corriente en la actualidad, tenía la seguridad de que no manejaba con facilidad por algunos datos previos que tenía sobre ella. En cualquier caso, teniendo en cuenta que el mío también era muy elemental, no dudé ni por un instante en inventarme las palabras o alocuciones necesarias para completar una frase y que diera la impresión de ser auténtico. A continuación, y sin solución de continuidad, eché mano de mis conocimientos elementales de física moderna y astronomía, poniéndola al día de conceptos tales como relatividad especial y general, física de partículas, caos y fractalidad, emergencia y estructuras disipativas, aprendidas en revistas de divulgación de dudosa credibilidad, pero que, no obstante, parecieron tranquilizarla. La situación, sin embargo, no se quedó ahí, pues como si se estuviera tratando de otra situación, la masajista empezó a pedir más, con una voz entre paroxística y lastimera, dando la impresión de estar alcanzando un clímax no estrictamente científico. Finalmente, cuando ya me tenía al borde de la asfixia por estrangulamiento, algo debió pasar por su cabeza y aflojó la presión, sentándose de inmediato en un sillón de orejas que había en la proximidad de la camilla, y prorrumpiendo en un llanto que si cabe me dejó aún más confundido. Me vestí como buenamente pude aprovechando su aparente ausencia mental, y en el preciso momento que me dirigía hacia la puerta para salir, pude oír con toda claridad como me daba las gracias por aquellos momentos pasados en mi compañía “ha sido maravilloso, dijo, la próxima vez quiero me pongas al corriente de los conceptos elementales de la lingüística, y dentro de ellos, de la gramática generativa y el post estructuralismo”.

domingo, 27 de enero de 2013

CAMPANARIOS BIS


Al final decidimos que no podíamos seguir allí escondidos más tiempo, y por la mañana temprano nos pusimos en marcha. Bajar desde el campanario de la iglesia no fue sencillo, pues tuvimos que utilizar una vieja escalera metálica de caracol totalmente oxidada, con el riesgo de que los peldaños pudiesen partirse, y como consecuencia, caernos y rompernos la crisma. Sin embargo, el espectáculo que una vez abajo pudimos gozar desde el coro, mereció el riesgo que corrimos. A pesar de no ser aún las siete de la mañana, la nave central estaba abarrotada de un público muy especial, que en nada recordaba a los feligreses habituales, pues si en estos la norma suele ser la modestia y discreción de sus atuendos, los que formaban aquella multitud, estaban todos aviados con trajes y vestidos fantasiosos y multicolores, con gorros, sombreros y tocados variopintos y exóticos, por lo que lo que tuvimos la impresión de estar asistiendo a algún tipo de carnaval secreto, del que desconocíamos su sentido. Pasado cierto rato, durante el que oímos un tanto atónitos las voces y murmullos que nos llegaban desde la nave (desde luego no parecían oraciones), pudimos ver la salida desde detrás del altar de un individuo cubierto con una casulla litúrgica de celebración, en la que parecía refulgir cierta pedrería que la hacía aún más llamativa. Al cura apenas podía distinguírsele el rostro, pues llevaba la cabeza embutida en una especie de tiara estridente, que brillaba ostentosamente en la oscuridad que poco a poco fue instalándose en la iglesia. Cuando esta se hizo total, el órgano del coro detrás del cual estábamos ocultos, se lanzó a tocar una música desasosegante, una mezcla inverosímil de la filigrana barroca de Bach y la sombría que Badalamenti compone para películas, en las que el crimen suele ser su leit motif. Inmediatamente vimos descender desde el techo de crucería sobre el altar, un gigantesco cangrejo fluorescente absolutamente blanco, que se descolgaba por un hilo que él mismo parecía tejer en su descenso. Al llegar al suelo, el animal se dirigió de inmediato hacia el sacerdote, y sin ninguna ceremonia se abalanzó sobre él, que desapareció de inmediato entre sus patas, sin duda alguna, devorado. Luego con unos movimientos ágiles que en nada recordaban a los del familiar crustáceo, se encaró con la multitud, instante en el que se encendieron todas las luces y los asistentes prorrumpieron en un griterío ensordecedor y se pusieron a bailar frenéticamente alrededor del animal, que permaneció inmóvil durante varios minutos. Finalmente los asistentes se desprendieron de toda la ropa lanzándola sobre el cangrejo que pareció engullirla con un apetito salvaje. Cuando la representación  parecía haber terminado, el cangrejo empezó a temblar con unas convulsiones aterradoras acompañadas de unos bramidos lastimeros. Al parecer, como luego comprobamos, el animal estaba sufriendo una dolorosa metamorfosis que terminó convirtiéndolo al cabo de unos minutos en quien, por su aspecto, todos supusimos San Juan Bautista. Los asistentes parecían inmersos en una bacanal mística y erótica, pues mientras algunos, con el gesto próximo a la beatitud, se fueron metiendo en un nuevo Jordán surgido al pie del altar, otros se entregaron al desenfreno y la orgía de Sodomas y Gomorras redivivas, que nadie hubiéramos podido imaginar en nuestro refugio del campanario.

viernes, 25 de enero de 2013

CÓMODAS (relato surrealista cursi)


Finalmente nos hemos despedido. Ha sido duro, sobre todo para mí, que al fin y al cabo soy el que ha mantenido el interés hasta el último momento, y quien sin duda ha salido más beneficiado de nuestra relación. Por su parte, que duda cabe, hubo en principio cierto interés, pero yo creo que más que nada porque en aquel momento se dio cuenta de mis dificultades. Siempre he sido un solitario, y mis amistades se han limitado a las cuatro personas del bar de abajo, y dos mujeres que pronto pusieron tierra de por medio. No sé exactamente el motivo, pues en mi opinión siempre fui educado y atento con ellas, pero al parecer necesitaban algún otro ingrediente que yo no les proporcionaba. Lo acepté con una tristeza cargada de escepticismo, pero ni siquiera me planteé preguntarles el por qué: yo no iba a cambiar por mucho que me dijeran. Con la cómoda, sin embargo, ha sido diferente, y sé que esto puede extrañar a quienes no están acostumbrado a relacionarse con seres inanimados, pero se equivocan y con toda seguridad no han intentado hacerlo con los de madera. Ya sé que no es lo mismo un mueble que un árbol, pero no debe olvidarse que después de todo, desde la silla de tijera más modesta hasta el más suntuoso de los armarios están hechos de ella. Nuestra relación comenzó una noche en mi habitación, después de que mi segunda mujer me abandonara. Yo me había entregado a un llanto desconsolado, que al poco rato se vio interrumpido por una serie de ruidos procedentes de la cómoda, que por su desacostumbrada armonía y musicalidad, enseguida tomé por el principio de una conversación que  comenzó una vez que comprendí y pude responderle. Aquí debo rápidamente aclarar que no se trataba de una conversación en el sentido literal de la palabra, sino de un tipo de comunicación que pronto comprendimos, y de la que ambos sacamos alguna conclusión favorable, aceptando ella sin problemas un lenguaje que en aquellos momentos afloró de mi boca con toda naturalidad. Se trataba de un viejo armatoste (me duele llamarla así) heredado de mis padres y bastante deteriorado por el paso de los años, aunque al parecer todavía con suficiente savia en sus vetas antiguas como para transmitirme una sabiduría ancestral de la que entonces pude servirme. Desgraciadamente nuestra relación también duró poco, y aunque tengo que estarle muy agradecido, lo cierto es que días atrás enmudeció y ha sido inútil tratar de reanimarla, lo que he interpretado como una manera elegante aunque algo desabrida de decirme adiós. Me sirvió para mitigar el dolor del abandono que por entonces encogía mi pecho, pero al mismo tiempo me ha dejado un vacío que no sé como podré llenar. No ha habido forma de hacerla regresar, y mis intentos con los otros muebles han resultado fallidos a pesar de prodigarles los mejores cuidados. Se limitan, como por otro lado es natural, a cumplir la función doméstica para la que han sido concebidos. En ese sentido, el tránsito sucesivo por mi habitación de las estanterías del salón, el armario de doble puerta, las sillas y el galán de caoba que adquirí en una tienda de antigüedades, ha sido inútil por más que me empleara a fondo con ellos con barnices, óleos y finalmente palabras que resultaron inútiles. Estoy de nuevo condenado a las largas noches de insomnio en las que añoraré los amores que me han sido negados. Espero sin embargo que algún día ella regrese y mitigue mi dolor con su voz de cerezo, de roble o de palo de rosa.    

miércoles, 23 de enero de 2013

ALIENÍGENAS


Al parecer, soy un extraterrestre. Yo personalmente no tengo ningún dato, y por lo tanto. me limito a transmitir lo que me ha comunicado mi primo Indalecio, al que tengo en gran estima y valoro mucho, porque si algo le caracteriza es ser un hombre cabal, y de palabras, las justas. Quiero con esto decir que si él no tuviera la certeza de lo que afirma, no se hubiera molestado en informarme, porque no le gusta llamar la atención sin sentido. Dice que tiene la convicción de que soy un alienígena por ciertas características psíquicas que solo persona enteradas como él pueden percibir, por lo que ni siquiera merece la pena especificarlas. De todas maneras, una vez enterado del asunto, y considerándome una persona con la cabeza encima de los hombros, sometí a mi cuerpo a un examen exhaustivo y verdaderamente no encontré nada escandaloso, aunque si debo decir toda la verdad, sometiéndome a un segundo escrutinio más riguroso, observé por primera vez cerca de las ingles unas varices tornasoladas virando al verde que me resultaron sorprendentes, y me inquietaron de inmediato. En cualquier caso, en opinión de Indalecio después de comentarle el hallazgo, tal cosa no debería preocuparme, pues tiene la certeza de que mucha gente es extraterrestre, aunque lo ignore y carezca de lobanillos o marcas de nacimiento. Como es una persona con la que me veo al menos un par de veces por semana, debió darse cuenta de que su confesión me había afectado más de lo que a él le parecía razonable, porque ayer mismo trató de tranquilizarme asegurándome que era posible “que la mayor parte del género humano” fuera alienígena, aunque tanto La Casa Blanca, el Pentágono, la CIA, el FBI y la Santa Sede hubieran optado por el silencio para que no cundiera el pánico. Y no digamos nada de El Kremlin. “Considera-me dijo a continuación en un excurso tranquilizador-,que ni siquiera el agua de los mares ni, por supuesto, la que bebemos, es realmente terrestre, sino que proviene de la infinidad de cometas y asteroides que nos han bombardeado durantes millones de años. “Javier-me dijo al despedirnos-desengáñate, somos todos marcianos o algo peor, pero en tal caso, si lo piensas de verdad, los verdaderamente extraterrestres serían los de aquí”. Luego se fue sin esperar ningún comentario por mi parte, momento en el que pude observar con toda nitidez en la parte posterior de sus orejas una vetas verdosas, que de inmediato relacioné con las varices de mis ingles, lo que me tranquilizó al saber que al menos por su parte no iba a desatarse una caza de brujas. Quien sabe si incluso podíamos ser parientes cercanos.

jueves, 17 de enero de 2013

ESTANCOS BIS


-Al entrar en el estanco debo guardar cola. Por poco creíble que parezca, las leyes restrictivas y el encarecimiento del tabaco, ha hecho que las ventas se disparen, pues la gente en general y los fumadores en particular, han debido suponer que algo bueno se esconde tras esas de normas. Además, ha aumentado exponencialmente la venta de habanos, pues los más cautelosos han decidido que al no ser preciso tragar el humo, sus pulmones se resentirán menos, olvidando, sin embargo, que el aparato respiratorio comienza por la boca, que, a su vez, alberga a los labios, los dientes, la lengua, el paladar y la úvula, además de otras menudencias que podrían resentirse igualmente. Cuando me llega el turno, le digo a la estanquera que quiero un paquete de tabaco, sin darle más detalles, y cuando ella me indica que precise, me veo obligado a explicarle mi situación de catecúmeno que quiere iniciarse en el vicio, llevado por una serie de consideraciones estéticas, después de ver en la televisión varios documentales sobre la elaboración de los cigarrillos y cigarros puros en la isla de Cuba a mediados del siglo pasado, que me encantaron. La estanquera parece intranquilizarse, pero sin darle tiempo a que me diga nada, le añado que también le agradecería que me diera cuenta pormenorizada del porcentaje medio de nicotina por cigarrillo según el tabaco fuera negro o rubio, así como su tasa del alquitrán y la calidad y textura de la hebra de la hoja en origen.  En la cola que se ha formado detrás de mí, se oyen unas voces, entre las que la más educada es una que me anima a entrar en google y buscar en wikipedia, a lo que contesto que no tengo ordenador ni lo pretendo, pues después de todo, eso es una cosa de tenderos. “Dónde se habrá visto, le señalo, que un Director General se pase el día delante de una pantallita dándole al teclado, con lo cómodo que resultaba una secretaria para tales fines”. A pesar de mi disculpa, en la cola se empieza a percibir una agitación que pronto da lugar a empellones, cargados de una agresividad que no me anima a continuar con razonamientos de ningún orden, por lo que con una voz melosa que trata de calmar los ánimos de los presentes, acabo solicitando de la dependiente un paquete de picadura y una libretilla de papelinas, algo que es acogido con un sonoro “¡acabáramos!” de una colectividad a punto de amotinarse. Al salir, me dirijo a un anciano y le doy el paquete de picadura, acompañando el acto de un comentario sentimental e intimista, diciéndole “¡por los viejos tiempos!”(seguro que tiene en mente el caldo de gallina y los ideales). Luego, encarándome con los otros, que me contemplan con la mezcla de estupor e incredulidad que provoca la ira, y levantando en alto el librito con las papelinas, les digo “deberían pasarse al chocolate: es mucho más agradecido”.   

 

-Habíamos entrado en el Casino sin ser socios, pero antes de ser sorprendidos nos había dado tiempo para apreciar a la gente tan variopinta que lo habitaba. Por un lado, jóvenes vestidos a la antigua usanza, unos con chaqueta y corbata, y otros con ternos en colores claros o marengos, y desde luego, todos con zapatos de cordones y cuero de la mejor calidad. Por otro lado, casi sin transición, una serie de ancianos, prácticamente carcamales, normalmente empotrados en unos sillones antiquísimos, de los cuales en algunas ocasiones solo sobresalía una cabeza rala, propiedad sin duda de alguien entregado en brazos de Morfeo. Los había también que parecían pertrechados para una puesta de largo o a la espera de una autoridad de cierto rango, pues era evidente que se habían embutido en sus mejores trajes con los arreos más distinguidos, especialmente trajes de hilo color tabaco, dado que estábamos en verano. Los componentes de un pequeño núcleo aparte, recluido en un rincón, parecían casi avergonzados y lucían una indumentaria bastante astrosa,  dando toda la impresión de estar a punto de acostarse amortajados en una especie de pijamas que desde luego necesitaban plancha. En la barra, donde nos refugiamos al poco de entrar, la fauna era más heterogénea, y era allí donde acampaban unas señoritas con buen aspecto y trajes estampados con flores y motivos hípicos, que parecían darse un tono pseudointelectual, según pronto pudimos captar al oír en una de sus conversaciones una referencia al estructuralismo francés de los años sesenta, que en opinión de una de ellas “era una majadería hecha para uso y disfrute de pedantes y panolis”. Fue precisamente poco después, en el momento en que yo estaba a punto de intervenir para resaltar algunos aspectos positivos en la teoría de Derrida, cuando se presentó uno de los porteros con un perro del tamaño aproximado de una ternera, y dirigiéndose a nosotros al tiempo que señalaba al animalito, nos invitó a acompañarle, algo cuyo sentido comprendimos mucho antes de llegar a la puerta de salida. Al abandonar el lugar, no pude reprimir echar una mirada postrera al can, y si debo decir la verdad, sentí pena por él, me pareció triste y hasta decaído, como si acabara de realizar una función con la que básicamente no estaba de acuerdo.

 

-La primera persona con la que me tropecé al llegar al pueblo después de treinta años de ausencia fue Alvarito. Le recordaba como un chico esmirriado pero fibroso y corajudo, que en el patio del colegio cuando jugábamos al fútbol, destacaba por sus chilenas, que casi llegaron a hacerle un ídolo entre nosotros. No me reconoció, y debo confesar que aunque traté de encajarlo con buena cara, su desconocimiento me afectó, y me dije para mis adentros que debía ponerme a dieta de inmediato. La cierto, sin embargo, es que yo tampoco le había reconocido, y me aventuré a identificarle y dirigirme a él exclusivamente porque era medio bizco, lo que le hacía irrepetible, incluso entre gemelos univitelinos. Intercambiamos pocas palabras, evitando toda alusión a nuestro aspecto físico, que no difería demasiado, aunque en aquellos momentos fui consciente de los esfuerzos que hacía el hombre para parecer más esbelto, a base de meter la barriga y apretarse el cinturón, lo que poco antes de despedirnos estuvo a punto de complicar nuestro reencuentro, causándole una congestión, algo que finalmente pudo evitar, girándose y dando rienda suelta a una humanidad, sin duda laboriosamente forjada durante treinta años, a base de grasas saturadas e hidratos de carbono a granel.

ODIOS BIS


Le odiaba demasiado como para seguir soportando su presencia con indiferencia. El hecho era, sin embargo, que ni yo mismo podía decir exactamente la razón, lo que hacía que me sintiera terriblemente culpable y tratara de evitarle. Durante un tiempo lo conseguí simplemente aceptando no ir al comedor de la empresa, lo que por otro lado también me hería y suponía, además de una molestia, un esfuerzo suplementario para mi bolsillo, pues por los alrededores no existía ningún restaurante con un menú tan barato. Esto fue haciendo que, paulatinamente, el odio que desde un principio sentía por aquel individuo, se fuera incrementando por la vejación que me suponía tratar de evitarle a expensas de mi nómina. Llegó un día en que ya no me fue posible aquella maniobra, pues lo enviaron a trabajar a la sección donde estaba yo, y para más inri, en una mesa a escasos cinco metros. Su actitud hacia mí, paradójicamente, era en todo momento cordial, de hecho, excesivamente cordial, y eso era algo que no entraba en mi cabeza, como si, a pesar de mi actitud, por su parte fuera totalmente ajeno a la inquina que su mera existencia me provocaba. Yo trataba de permanecer tranquilo en sus proximidades sentado a mi mesa, y sin mirar en absoluto hacia su lado, lo que empezó a provocarme un tortícolis de aúpa, que me obligó a llevar collarín durante dos semanas. La situación pues se estaba volviendo insufrible, y decidí que debía tomar alguna medida práctica para acabar con aquel tormento ridículo, pues, si debo ser sincero, aunque aquel tipo me resultaba inaguantable, no podía saber verdaderamente el por qué, si se trataba de su expresión y su gesticulación exagerada, en la que sin venir a cuento movía los brazos como aspas de molino, o si más bien estaba relacionado con su forma de caminar, a mi modo de ver impropia de un varón adulto por el contoneo que imprimía sus caderas. Quizás se trataba de una mezcla de todo ello, acompañado de una voz excesivamente grave, que sin embargo en ocasiones se le disparaba con unos agudos incomprensibles, dignos en todo caso de una vicetiple (¡no de una soprano ni un castratti, ojo!). Debo confesar, y lo hago sobre todo para justificarme interiormente ante mi familia por la situación que la he originado, que lo intenté, pero que no fui capaz, pues todas mis tácticas fracasaron, hasta el punto de que mi rigidez postural me causó una severa cervialgia que ni los antiinflamatorios más eficaces han sido capaces de mitigar. Tan es así, que para mi vergüenza, acabé operándome de una espondilitis rebelde, originada según me dijo el traumatólogo, por una inadecuación postural prolongada. Y que conste, que me encaminé a la mesa de operaciones con el pleno convencimiento de que todo aquello era un camelo debido a mi sobreactuación reactiva ante Baldomero, pero me dejé hacer esperando que de esa manera no acabara descubriéndose que lo que yo padecía era una auténtica neurosis fóbica ante aquel tipo, que, para decirlo todo, se hizo cargo de mi puesto, una vez que me dieron la baja laboral indefinida. Lo que ya en última instancia me empieza a resultar verdaderamente insoportable es que el tipo, llevado posiblemente por un sentimiento agudo de culpa, venga a visitarme a casa todas las semanas, pues no sé como voy a poder evitar que cualquier día me dé un ataque y termine en el psiquiatra. En cualquier caso, espero que esta situación no acabe conmigo en una silla de ruedas, algo no descartable según algunos agoreros que piensan que con la espalda lo mejor es no jugar.

miércoles, 16 de enero de 2013

RIOS BIS


-Voy nadando río arriba con una energía que me es desconocida, pues siendo de tierra adentro ni siquiera estoy acostumbrado al agua. La conciencia de este hecho hace que me sienta aún mejor y redoble mis esfuerzos, llevado además por un sentimiento estético que espero que quienes me observen sean capaces de valorar. El agua baja revuelta y turbia, y la situación puede volverse en cualquier momento peligrosa, pues según avanzo a contracorriente, veo pasar río abajo los cadáveres de  todo tipo de animales, desde vacas a gallinas, lo que hace evidente de que se trata de una riada, algo que enseguida me confirman grandes troncos de árboles y maleza, sin duda abatidos por la lluvia y la tormenta en las montañas. Sin embargo, no me importa, y para mi sorpresa, tales hechos me infunden un nuevo aliento, y me capacitan para remontar el río a contracorriente sin perder la compostura. Varío los estilos, y según la velocidad de la corriente y los remolinos, echo mano de la braza, el crawl o la mariposa, lo que acaba sumiéndome en un estado de euforia que finalmente hace que me entregue a las aguas enfurecidas, y descienda con ellas como un leño más abatido en un bosque que desconozco, pero que sin duda acabarán llevándome en poco tiempo mar adentro, a un lugar que, supongo, tengo bien merecido.

 

-Cuando trabajo, me cuesta aceptar que los que están a mi alrededor se dediquen con frecuencia a actividades que nada tienen que ver con la tarea que nos corresponde. Ni siquiera me conforta el hecho de que al final de la jornada, la misma se haya llevado a cabo eficazmente. Para mí, el trabajo tiene un valor intrínseco, lo que trae aparejado una determinada manera de llevarlo a cabo. No entiende la necesidad de los otros de salirse de lo estrictamente encomendado con supuestas bromas o distracciones, que al parecer les causan un regocijo íntimo, como si así pudieran zafarse de lo que al fin y a la postre tenemos que llevar a cabo obligatoriamente. Ahora se ha puesto de moda entretenerse con los teléfonos móviles y los ordenadores para ver videos pornográficos o meterse en chats que forzosamente tendrán que dejar su impronta negativa en la calidad del trabajo. Mis compañeros me lanzan ciertas miradas mezcla de reproche de conmiseración, soy consciente de ello, como si al ser como soy me estuviera perdiendo algo imprescindible, cuando son ellos los que nunca podrán experimentar el íntimo deleite de las frases bien estructuradas, con una sintaxis perfecta, el léxico adecuado y el empleo meticuloso de las figuras literarias más brillantes.

 

Estoy tirado en la calle. No sé que me ha sucedido, pero debo decir de inmediato que me encuentro bien. Llueve a mares y, sin embargo, ni siquiera me siento mojado, pero lo que resulta sin duda más sorprendente es que los transeúntes que pasan por la acera me miran pero no hacen nada para ayudarme, tras un breve gesto de despreocupación. Supongo que estoy borracho o que algo en mí no resulta de fiar, y por eso prefieren pasar de largo. Intento ponerme de pie, pero enseguida me doy cuenta de que no puedo, o al menos tengo la impresión de que no puedo, que no es exactamente lo mismo. En todo caso, sigo tirado en el suelo y llego a la conclusión de que, independientemente de lo anterior, verdaderamente no puedo. Siendo esto así, tratando de razonar y no perder los nervios, me digo que debe sucederme algo que me impida hacerlo; es posible, por ejemplo, que no tenga piernas y tal cosa resulte imposible (no puedo levantar la cabeza ni mover los brazos para comprobarlo), pero en tal caso los peatones me habrían socorrido o habrían llamado a una ambulancia. A pesar de todo, me siento bien y, aunque algo confuso, llego a la conclusión de que quizás lo que sucede es que tengo fiebre, y eso me impide percibir la humedad y el frío que debe hacer, teniendo en cuenta que estamos en febrero, pero entonces temblaría o sentiría un calor intenso, cosa que tampoco es el caso. Pasa el tiempo y los viandantes se hacen cada vez más escasos pero  igual de indiferentes, momento en el que me pregunto dos cosas, la primera, si me voy a quedar allí tirado toda la noche, y la segunda cómo es posible que ningún vehículo me haya atropellado, teniendo en cuenta que en esa avenida, el tráfico suele ser intenso. Me siento confundido y pienso que quizás las cosas no son exactamente como las percibimos, y que por lo tanto el mundo dista mucho de ser lo que podemos esperar de él en determinados momentos. Pero, insisto, no estoy mal, e incluso cuando las luces de los inmuebles empiezan a apagarse y las farolas ya solo iluminan la calle tenuamente, tengo la impresión de sonreír ante lo agudo de mis apreciaciones, viendo la luna en un cielo, sin embargo, demasiado oscuro que lo justifique.

martes, 15 de enero de 2013

DISPAROS BIS


-Estamos en Dinamarca, o al menos esa es mi impresión por algunos carteles que he visto en la carretera. No sé como he llegado aquí, porque lo cierto es que, que yo recuerde, no tenía coche ni sabía conducir. Quizás esté soñando, pero en este preciso instante no puedo aseverarlo. Me detengo en un descampado lamentable junto al arcén, algo impropio de estos tiempos en los que ya son habituales las zonas de servicio bien acondicionadas. Está anocheciendo y el tráfico es escaso, pero poco después llega un Chevrolet antiguo con las luces de cruce encendidas, y se detiene a pocos metros de donde me encuentro. Bajo del coche y sin darles tiempo a que desciendan,  abro fuego y les impido hacer lo que sin duda tenían en la cabeza. Miro en el interior y veo cuatro cadáveres, de los cuales dos son niños de corta edad, y una mujer bellísima que aún respira y debo rematarla para que no me delate. El conductor es un tipo con pinta de árabe que reconforta mi conciencia. Seguramente se trataba de un terrorista y doy por bien empleado el consumo de una munición, que sin duda me hará falta en el futuro. Vuelvo al coche, pongo las luces largas y me alejo con la satisfacción del deber cumplido.

 

-Ayer, Adelaida y yo cenamos en un restaurante de lujo, y luego, llevados por un impulso casi adolescente, nos metimos en una boîte y bailamos hasta la madrugada. Quizás habíamos bebido demasiado, pero siendo expertos bailarines mantuvimos el ritmo hasta el punto de que el disc-jockey nos felicitó, aunque al finalizar cometió un error que le ha costado caro, pues cuando ya nos alejábamos camino de la mesa, ha añadido “bailáis bien, y más a vuestra edad”. Le esperamos afuera, cuando ya todo el mundo había salido y las luces de neón del local se habían apagado, y justo al doblar la esquina, le he descerrajado dos tiros a bocajarro después de saludarle con la cordialidad que aún es posible a esas horas tan intempestivas. Ha tenido tiempo de mirarnos con cara de asombro, seguramente incrédulo ante lo que acababa de suceder, pues siendo aún un hombre joven, sin duda esperaba una vida prometedora que ha visto inesperadamente truncada. Ya en el suelo, ha balbuceado algo que ha hecho que, más por curiosidad que por otra cosa, acercara mi oreja a su boca. Decía “lo siento, lo siento, lo siento…”, consciente sin duda de  que con personas de cierta edad, como mínimo hay que guardar las formas y tener un mínimo de cortesía.

 

-Mi padre, después de hablar durante un buen rato con mamá, decidió que al día siguiente todos iríamos a visitar a la prima Encarna y su marido. Le habían llegado noticias de que ambos estaban atravesando ciertas dificultades de las que quería enterarse de primera mano, además de manifestarles colectivamente (somos ocho de familia), que estábamos con ellos con independencia del mal que les afligiera, pues sus padres, es decir mi tío y su mujer, fallecidos hace tiempo en un accidente de automóvil, “siempre se habían portado muy bien con nosotros”, algo que sin embargo no especificó, aunque siendo pobres de solemnidad, tampoco era necesario, caía por su peso. Nos recibió la criada, una chica joven que, como novedad, no tenía aspecto de sudamericana, asiática o rusa, por lo que supusimos que se trataba de alguien del lugar, a pesar de que por sus maneras resultara evidente que intentaba parecer extranjera. Al entrar en la habitación donde se encontraba mi prima, vimos a la pareja acostada con muy mal aspecto, ambos tremendamente flacos y con el rostro más que lívido, cerúleo. Nos quedamos mirándoles estupefactos, mientras la criada se fue y cerró la puerta. Papá, siguiendo un impulso que posiblemente le vino directamente del homo heilderbengesis, se echó sobre ellos y sin darnos tiempo a reaccionar, les ahogó apretando una almohada sobre sus caras. Los ya extintos, patalearon durante unos instantes, pero pronto cejaron en su instinto de supervivencia y se quedaron rígidos. La familia no supimos qué decir. Papá era un hombre de impulsos y casi siempre acertaba en sus decisiones. Cuando abandonamos la habitación todo quedó en orden, y la chica que intentaba hacerse pasar por extranjera, nos acompaño amablemente hasta la puerta, ignorando la tragedia que acababa de desarrollarse a sus espaldas. Antes de subir al autobús, papá se dirigió hacia nosotros y siguiendo un rasgo didáctico muy típico de su carácter, nos dijo “llevo pistola, pero hubiera resultado demasiado aparatoso”.

HÉROES


- Hay mucho por hacer, dice mansamente sentado en la silla, desde donde todas las tardes del verano, disfruta de los atardeceres en el jardín de su casa. Permanece así hasta que el sol se oculta, y el horizonte es ya poco más que una línea de luz tras las colinas. Entonces se levanta y regresa con el paso certero de quien no tiene dudas. No le molestó que otros hayan disfrutado a su lado del ocaso, o que por el contrario, cuando estaba abstraído contemplándolo, se hayan dirigido a él ignorando que en esos momentos no estaba allí, aunque su cuerpo pareciera demostrar lo contrario. Después de todo, son juegos que acepta con la benevolencia de quien sabe que el trayecto es largo, y que muchos todavía están en el camino. Cuando llega a casa y se enciende la luz del salón, da una palmada enérgica exigiendo que la cena le sea servida sin dilación. Para él, que tiene un concepto aristocrático de la existencia, tales formas de actuar, aunque parezcan antitéticas, son las expresiones de una profunda convicción en la que el caviar y las porcelanas de Sèvres no están en absoluto reñidos con una fina sensibilidad para emocionarse con las puestas de sol, y la diligencia del servicio doméstico.

 

-Tiene un sentido épico de la vida, y los días transcurren para él como una batalla antigua, en la que más allá de la victoria, lo que cuenta es el honor que se desprende de su empeño. Esa es sin duda la razón por la que, una vez inmerso en la lid, que a la postre será la que le defina, se ofusca en combates que no tienen demasiado que ver consigo mismo. En tales circunstancias, más allá de la victoria, su única ambición es representar ante sí mismo una odisea en la que quede claro que él es el héroe, pues en su actitud nunca consideró el resultado, y sabe que Penélope siempre le esperará, pues la paciencia que la adorna es fruto de esa misma pasión, siendo evidente además que las ruecas bien utilizadas, no tienen en cuenta la longitud del hilo que  manejan.

 

Soy una institución, eso que quede claro antes de proseguir, y que de esta manera quien me lea no llegue a confundirme con un cuerpo y sus limitaciones. Soy por lo tanto algo parecido a una metáfora, que nadie se atrevería a definir con precisión, pero ante la cual todos saben a que atenerse. Cada cual se inviste de aquello de lo que es capaz o de lo que le conviene para sobrevivir, y que los otros harían bien en no confundir, pues aunque de todos es sabido que entre las instituciones las hay más y menos prestigiosas, suelen en cualquier caso haber alcanzado una estructura que, por lo general, las preserva de los ataques impensados o excesivamente simples. Por eso, a lo largo de mi vida he superado avatares y circunstancias que no hubiera soportado la humildad de mi constitución física. Siempre me ha resultado curioso observar como otros a quienes en realidad desconozco, se aferran a conceptos que según ellas me son propios, cuando la realidad es que nunca hablo de mi mismo. Encarno valores que otros me atribuyen, y que de esta manera se atribuyen a sí mismos para colgarse medallas de dudosa valía. Otros vendrán y harán de mí algo nuevo o demasiado añejo. Yo sigo aquí, mudo y ajeno. Me necesitan, no saben vivir sin héroes o villanos.

viernes, 11 de enero de 2013

PROCESOS


Por un proceso que en puridad no tenía demasiado que ver con la estricta aplicación de su voluntad, José Manuel consiguió al cabo del tiempo que los aconteceres de su cuerpo, y lo que es aún más importante, de su mente, le parecieran ajenos a sí mismo, como si verdaderamente le sucedieran a otra persona. Había logrado que todo lo que le resultara inquietante o simplemente molesto, no tuviera nada que ver con él, teniendo la sensación de asistir a una película cómodamente instalado en el patio de butacas. Después de todo, tal forma de estar en el mundo no era nada novedosa, y había sido aconsejada desde mucho tiempo atrás por los sabios orientales y los expertos en sofrología, aunque, si todo hay que decirlo, también era bastante común en ciertas salas de psiquiatría, e incluso había llegado a incorporarse al saber popular bajo la frase de “hacerse el loco”. Desimplicarse. El problema surgió cuando, con independencia de su facilidad para zafarse de cualquier tipo de molestia, empezó a tener la sensación de que todo se le empezaba a hacer extraño, y el mundo pasó a convertirse en una película en la que él tenía poco que ver. Los primeros que empezaron a mirarle con cierta suspicacia fueron su propia mujer e hijos, con quienes mantenía una relación aparentemente normal, pero con los que, en su fuero interno, tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no tratarles de “usted”. Las rutinas de la vida cotidiana, en las que antes participaba con cierto fervor, muy bien visto por el conjunto de la familia, se transformaron de repente en una especie de comedia de costumbres del neorrealismo italiano, o lo que era peor, en una película de segunda o tercera fila del cine americano de serie B. Dentro de casa transitaba de aquí para allá como si fuera un mero figurante, al que las voces de sus propios hijos le sorprendían como si no tuviera nada que ver con ellos, y más aún la de Elena cuando pretendía que le echara una mano en la cocina, donde la vajilla, los cubiertos y demás utillería empezaron a representársele como una chamarilería de formas extrañas, que le costaba identificar como un plato o un tenedor, por poner un ejemplo sencillo. Para que su situación no se hiciera demasiado evidente, y acabaran aconsejándole que se pusiera en manos del estamento sanitario, se solía recluir en su habitación, donde se enfrascaba en la lectura de cualquier libro cogido al azar de las estanterías, exigiendo de los otros un silencio, que verdaderamente no necesitaba para nada, porque no entendía nada de lo que fingía leer, ya que sus ojos se deslizaban sobre el texto de la misma manera que lo hubieran hecho ante una procesión de hormigas, pues esa y no otra era la manera como él acabó percibiendo las letras. Se mantuvo en esta situación durante un tiempo suficientemente prolongado para que sus familiares se sobresaltaran, después de unos años en los que su máxima afición habían sido los crucigramas y la prensa deportiva, pero todo su entramado estuvo a punto de venirse abajo con estrépito, cuando Elena le sorprendió en días sucesivos con dos libros (por otro lado, cogidos al revés) titulados “Posibilidad del baobab en Almería” e  “Hipertensión y hemodiálisis: problemas”. Sin embargo, su mujer, posiblemente con buen criterio, no dijo nada, pero fue consciente de inmediato de que su marido no era aquel joven y apuesto doctor Ingeniero de Caminos con el que se había casado lustros atrás, sino un individuo vulgar, con menos pelo desde luego, y cuya mente había tomado una deriva que no sabía donde podía acabar llevándole. A pesar de ello, como el sueldo llegaba puntualmente a fin de mes, decidió ser prudente y no remover la situación, pues las cosas de la cabeza se sabe donde empiezan pero no donde acaban, y si José Manuel era capaz de seguir construyendo puentes sin que si vinieran abajo, quizás era preferible que lo siquiera haciendo aún no estando en sus cabales, ya que si visitaba al alienista, era más que probable que acabara encerrado y cazando moscas. Los hijos, que fueron informados por la madre del grado de deterioro de su progenitor, se unieron a ella en su decisión, estando de acuerdo en que, después de todo, lo fundamental era que el peculio les siguiera permitiendo llevar la vida muelle y desenfadada de la que gozaban. Todos, por lo tanto, coincidían en que José Manuel Martínez era en aquellos momentos lo más parecido a un zombi, pero mantuvieron una conspiración de silencio que hubiera asombrado al mismísimo Spencer Tracy (*). El estado de José Manuel le originaba, posiblemente como consecuencia secundaria a su inhibición emocional, algunos períodos alternativos de ataxia y ataraxia, que el hombre solo podía aliviar cuando salía a la calle y visitaba el bar de copas de toda la vida, donde eran suficientes dos vodkas bien servidos para hacerle regresar al mundo de los vivos.  De esa manera recobraba su identidad habitual, hecho que de momento le satisfacía, pero que, una vez doblada la dosis, le sumía al poco rato en un estado de melopea rutinaria que, aunque en opinión de la clientela habitual era lo suyo, hacía que de inmediato empezara a sentir todo tipo de dolores erráticos y sensaciones extrañas, que le impulsaban a refugiarse de nuevo en su estupor de los últimos tiempos. Esta es hasta hoy la historia del ingeniero Martínez, que no sabe como gestionar el dilema que se le ha planteado, pues, dado lo visto, debe elegir entre permanecer en un estado próximo al coma etílico permanente, o dedicarse en adelante a la lectura de libros de autoayuda y la construcción de caminos, canales y puertos de estructura y eficacia más que dudosas.

 

(*) “La conspiración del silencio”, película de John Sturges interpretada por Spencer Tracy.

martes, 8 de enero de 2013

ANDARES


-Podría haber sido otra cosa, marinero, por ejemplo. Y se puede afirmar que al ser natural de La Rochelle tenía todo a su favor: un puerto recoleto con una flota notable de embarcaciones variadas, y un mar que se prestaba a todo tipo de aventuras (siendo además, como había sido, un gran lector de escritores navegantes como Conrad, Stevenson, Melville, y Pierre Loti). Pero decidió ser de tierra adentro, y acabó perdiéndose en el páramo sin que hasta la fecha se haya vuelto a tener noticia de él.
 
-Ando, y por un instante pienso que si mi línea evolutiva hubiera seguido otros derroteros, en estos momentos podría ser un ave y volar, aunque, dado el tiempo transcurrido, en ningún caso podría ser un pterodáctilo, lo único que verdaderamente me hubiera interesado, por lo que me siento bastante aliviado y aprieto el paso.

-“Andares, andares, quien dice andares dice Andalucia” (Andonio Machado) (*)

Más claro: “and-ares, and-ares, quien dice and-ares, dice and-alucía” (And-onio Machado)

-Pues usted dirá. Iba andando y de repente me topé con un muro y tuve que detenerme. Quizás tenía otras opciones, pudo retroceder y salir por los lados. Es cierto, o practicar la escalada o la espeleología. O salir volando, si fuera el caso, y usted fuera un ave o un pterodáctilo, según ha manifestado en alguna ocasión.

-“Esa obsesión por la coherencia”, rumiaba por lo bajo, evitando al caminar los árboles y las bocas de riego, mediante un sofisticado sistema de pasos laterales y pequeñas aceleraciones, tratando de romper de esa manera la monotonía de los pasos regulares, a razón de setenta y cinco centímetros la zancada.

-Me siento desestructurado y trato de recomponerme mediante la repetición de palabras con un significado preciso y unívoco. Aquellas que de ninguna manera se presten a confusiones ni dobles sentidos, y constituyan en sí mismas una entidad irreductible de la misma naturaleza, de momento, que las partículas elementales. Pongamos el quark.

 -Al caminar observo mis pies sobre el asfalto, con la certeza de que son entes ajenos a mi voluntad, y que si prosiguen no es por un deseo expreso de mi corteza cerebral, sino de de un centro de decisiones que en cualquier caso rebasa escasamente la altura de mis tobillos.

-Me detengo de repente para recomenzar de inmediato una carrera alocada que no sé adonde puede conducirme. Soy guiado por espasmos de mi musculatura estriada que no obedecen a mi voz de mando, ni siquiera a los impulsos nerviosos que trato de transmitir a mis extremidades inferiores mediante el consabido proceso de axón-sinapsis-dendrita, por lo que en un momento dado desisto de todo afán de control y me siento llevado por un vehículo que en cualquier caso me es ajeno.

-Definitivamente tendré que tomar alguna decisión que me saque de este marasmo, consistente en una velocidad de crucero que ni remotamente alcanza a la de una tortuga los días en que se siente fatigada. Calla de una vez, me digo, y no reflexiones más allá de lo estrictamente necesario. Verás como de inmediato tus pies inician unos pasos de baile que te llevaran de la parálisis del chotis a la agilidad de la cumbia, el tango y las revoleras del toreo a pie.

Antares, Antares, quien dice Antares, dice An(s)tronomía.

 
(*) Hay un problema, porque “Cantares, cantares ¿quién dice cantares? dice Andalucía”, no es de Antonio sino de Manuel Machado, y decir M-and-chado, ya parece excesivo.

jueves, 3 de enero de 2013

INTERNADOS DOS


Finalmente, después del verano decidí volver al internado a pesar del recuerdo nada estimulante del año anterior, y de que las cocineras se desvivieran para lograr una repostería que me convenciera en el último minuto de que no merecía la pena ser diabético. Pero ni por esas. Llevado posiblemente por un espíritu de sacrificio que me ha traído hasta aquí, me embarqué en el segundo año de permanencia en la meseta castellana, donde de alguna manera esperaba que se acabara produciendo un milagro, que me convenciera de que en el fondo yo no era un ser hecho para la renuncia y los sacrificios no solicitados. Se trataba del segundo año de bachillerato, un periodo que con el siguiente suponía el paso definitivo a la edad en la que uno deja de ser definitivamente un niño, para acabar aceptando con cierta aprensión una pelusilla incipiente sobre el labio superior que anuncia transformaciones para las que uno no siempre está preparado. Fue en aquella época cuando el cura al que anteriormente aludí como a una hiena desalmada, cobró una relevancia sobresaliente, pues al poco de llegar me anunció de forma oficial, que había sido nombrado mi tutor, por lo que se veía obligado a mantener sobre mí una vigilancia permanente, con objeto de que guardara estrictamente las normas que se nos tenían encomendadas. Una de sus obligaciones, al parecer, era  ser mi padre confesor, de manera que como mínimo todas las semanas tendría que ponerle al corriente de mis actividades supuestamente pecaminosas, a lo que por cierto yo siempre me negué, a pesar de haber iniciado tímidamente por entonces ciertas relaciones autoeróticas, de las que de ninguna manera quería hacerle partícipe. No fue sencillo, pues el padre Gabriel, que así se llamaba aquel tipo, insistía una y otra vez como si tuviera el convencimiento de que a mi edad se despiertan ciertos demonios de los que uno no puede renegar, a no ser que como él (de acuerdo con su nombre), formara parte del coro de los arcángeles que no cesan de entonar himnos de alabanza al Señor. No era desde luego mi caso, pero no me daba la gana de que aquel individuo estuviera al corriente de unas actividades exclusivamente personales que él parecía esperar con cierta ansiedad, sobre todo los días que tras preguntarme, tenía la impresión de escuchar al otro lado del confesionario unos jadeos inquietantes. Meses después, ya casi finalizando el curso, me volvió a llamar y habló conmigo en privado, para decirme que dejaba de ser mi tutor en vista de que a pesar del tiempo transcurrido “no había podido llevarme por el sendero virtuoso”, despidiéndose de mí con un capón, que me hizo ver bien a las claras que de alguna manera se sentía muy decepcionado. Al padre hiena le sucedió como tutor el padre Agustín, un cura joven y un tanto mantecoso a quien yo parecía tenerle sin cuidado, siendo lo más reseñable de él su evidente indiferencia, cumpliendo conmigo una función que le había sido encomendada pero de la que se desimplicaba totalmente. Se fue pronto por algunos problemas que nunca supimos a ciencia cierta, aunque alguien comentó que tenían relación con la intendencia del centro, del que al parecer cumplía las funciones de tesorero. A partir de entonces ya no tuve a nadie asignado de forma permanente, pero de vez en cuando alguno de los curas me llamaba para soltarme algún discurso, o indicarme lo indebido de las acciones impuras, algo de lo que yo entonces empezaba a enterarme. Recuerdo a uno de ellos poco antes de finalizar el curso, que al tiempo que hablaba chasqueaba la lengua como si tuviera dificultades para moverla, algo posiblemente relacionado con el frenillo de la misma, según más tarde me contaron, pero que en cualquier caso hacía recomendable mantenerse fuera de su línea de tiro. El tiempo empezó a correr más deprisa de lo imaginable, y cuando quise darme cuenta había ingresado en el Seminario de Monte Beltrán después de aprobar la reválida de cuarto, momento en el que decidí que quería ser sacerdote, para estupor de mi padre y alegría de mi madre, que siempre pensó que tener a alguien cerca de Cristo era una forma bastante segura de ir al cielo. De mi estancia de dos años en el seminario no tengo demasiadas cosas que reseñar, aunque dos de ellas se me han quedado grabadas por razones que no tienen que ver estrictamente con tal institución, pues podrían haber sucedido en cualquier lugar (un instituto de segunda enseñanza o el propio internado), aunque hay que reconocer que ambas tienen un carácter más propio de organizaciones religiosas que de otro sitio.  Lo que recuerdo con especial regocijo fue el día en que el profesor de filosofía, un tipo achaparrado con unas gruesas gafas de pasta, saltó desde su tarima a una de las mesas de los seminaristas, y a continuación se puso a caminar sobre las demás al tiempo que, mientras todos recogían precipitadamente el material escolar que tenían encima, afirmaba con vehemencia panfletaria que la principal característica del espíritu era su aptitud para el vuelo, y que por eso se representaba como una paloma al propio Espíritu Santo. Poco después, con el mismo tono de arenga, nos advirtió que, dijera lo que dijera la teología oficial, Santo Tomás de Aquino estaba muy equivocado con sus cinco vías probatorias de la existencia de Dios, pues Él estaba por encima de cualquier postulado racional, y no era ningún teorema que hubiera que demostrar. Dicho lo cual, descendió de una de las mesas de la última fila dando un salto que casi lo desgracia, y salió dando un portazo. Poco después oímos la alarma de una ambulancia y nadie tuvo duda de qué se trataba. El otro tema  que aún hoy en día recuerdo con frecuencia cuando siento ciertos remordimientos, es el que trató el profesor de Ética y Moral cristiana, cuando afirmó que no debíamos preocuparnos si algunas mañanas al despertar encontrábamos las sábanas menos aseadas de lo que sería de desear, pues ya Dios en su infinita sabiduría había previsto para nuestra edad, la posibilidad de que la naturaleza facilitara las poluciones nocturnas, de tal manera que aún así siguiéramos conservándonos castos a pesar de los requerimientos de una desproporcionada presencia de testosterona en nuestro torrente sanguíneo, afirmación que tengo el convencimiento que buena parte de los futuros ministros del Señor allí presentes, interpretamos como una autorización encubierta a la más querida de las aficiones de Onán. La virginidad, en su opinión, era el más bello regalo que podíamos hacer a Nuestro Señor, y en eso superábamos a quienes, aun sin concupiscencia, debían abdicar de la misma, una vez que contraen sagrado matrimonio con el fin de preservar la especie. Mi estancia en el Seminario duró el tiempo preciso para que mis estudios fueran equiparados con el bachillerato superior, momento en el que afortunadamente me convencí de que con vuelo o sin él, mi camino en este mundo no seguiría la inspiración del espíritu en el sentido religioso del término, algo que mi padre aceptó con cierto regocijo, pero que dejó terriblemente abatida a mamá, posiblemente porque ya no tenía tan claro que con las misas y los rosarios fuera suficiente para alcanzar el paraíso. De hecho, poco tiempo después, cuando me incorporé al servicio militar en el año sesenta y cinco, se podía decir que era absolutamente ateo, pues habían caído en mis manos algunas publicaciones comunistas de Marx y Lenin que me convencieron de la realidad del materialismo dialéctico inspirado en Hegel, aunque lo que resultó definitivo fue leerme los textos del príncipe Krotopkin, y sobre todo de Bakunin, de quien me entusiasmó una máxima, que hice mía, “ni dios ni amo”. Es evidente que durante el tiempo que permanecí en el Ejército mantuve todo esto en el mayor de los secretos, e incluso fui lo suficientemente cínico como para ser monaguillo en la misa de los domingos, y hacer la pelota al capitán, diciéndole cuando me exigió que le hablara con franqueza, que en mi opinión la principal misión de España en aquellos tiempos era la invasión de Gibraltar, algo que me sirvió para dejar de montar guardias y que se me concediera de inmediato un pase de pernocta fuera del cuartel, a pesar de no tener familia en aquella localidad. Hace ya cinco años que terminó mi servicio a la patria en el seno de las Fuerzas Armadas, de las que guardo un recuerdo más afectuoso que otros, que al parecer hubieran preferido entrar en combate en lugar de pelar guardias y desfilar en las juras de banderas, la fiesta de la patrona y las patrióticas, que en aquella época, a pesar de que su Excelencia empezaba a dar síntomas de agotamiento, aún proliferaban. Allá cada cual con sus gustos, reconozco que siempre he sido un vago y que soy un cobarde de tomo y lomo. De vuelta a casa, en la familia se había producido una auténtica revolución. Mi madre no abría la boca y se había internado voluntariamente en una asilo (posiblemente como consecuencia de mi deserción religiosa), mi padre tenía un Parkinson agudísimo y estaba totalmente medicado, a cargo de mi hermana y Francisca (la otra criada se fue),  mis hermanos mayores, como es natural, se habían independizado, y los dos pequeños estaban terminando el bachillerato después de repetir varios cursos. Ante tal panorama, a los veintisiete años de edad, y siendo ya un hombre hecho y derecho, he decidido dar un giro radical a mi vida, y me he venido a vivir a un pueblo abandonado en el desierto de Almería, cuatro casuchas derruidas que sin embargo me prestan un techo que me resguarda de los meteoros atmosféricos, aunque aquí, todo hay que decirlo, la lluvia brilla por su ausencia. No sé cuanto aguantaré con las provisiones que me he traído, aunque puesto a marcar un hito más en una existencia que ha tenido poco de azarosa, tengo buena disposición para arrostrar hasta cuando sea posible, una vida de anacoreta a base de los insectos y las bayas que proliferan por los alrededores. No hay problemas de agua, pues cerca existe un pozo que llega directamente de una capa freática donde su calidad, según la opinión de algunos lugareños, es excelente. Quizás este ascetismo en ciernes hubiera sido del agrado del cura aquel que me quería mal y tenía cara de hiena.

miércoles, 2 de enero de 2013

SOBRINOS


El sobrino de Wittgenstein (*) no era, propiamente hablando, su sobrino. De hecho, en su familia nadie se apellidaba así, con lo que queda clara la afirmación con la que dan comienzo estas líneas. Antes de continuar, conviene, sin embargo, precisar que dicha persona insistía en ser llamada de tal manera, y que incluso cuando era presentado por su nombre de pila, él añadía de inmediato “sobrino de Wittgenstein”, como si de esta forma quien acababa de conocerle tuviera una referencia más evidente de su auténtica personalidad. Esto podía suceder en algunas ocasiones en las que este tenía algunas nociones de la filosofía del siglo XX, pero la mayoría de las veces tal aclaración añadía una confusión que solía desembocar en una situación bastante embarazosa. En este último caso era frecuente, que ambos se enzarzaran en una conversación auténticamente surrealista, tratando cada cual de hacerse entender, uno dando a conocer al famoso filósofo, y el otro simulando como buenamente podía su desconocimiento. A esto debe añadirse que el sobrino de Wittgenstein, de patronímico Paul, no contestaba a las preguntas del otro con explicaciones claras y concisas, sino que solía echar mano de algunos de los aforismos o sentencias del Tractatus Logicus Philosophicus del famoso filósofo, para darle a entender que, después de todo, el lenguaje era lo de menos. Ni que decir tiene, que tal cosa sumía a sus interlocutores en una perplejidad, que normalmente  trataban de solventar alejándose a buen paso. Estas situaciones, sin embargo, solían resolverse sin mayores problemas cuando uno de ellos pasaba a otro tema como forma de evadir una confrontación que, después de todo, no les llevaría a ningún lado. Por otro lado, Paul era un tipo simpático y con buen humor, pero en tales ocasiones no podía evitar actuar como acaba de describirse, pues, al parecer, según llegó a confesar en un momento de debilidad, era una forma de darse a valorar, habiendo incorporado tal puntualización como un latiguillo del que no podía prescindir. En algunas ocasiones se explayaba sobre el asunto, introduciendo algunas aclaraciones que a decir verdad no le importaban a nadie, pero que en esos momentos a él le parecían imprescindibles. Precisaba, si la ocasión se prestaba a ello, que había decidido ser sobrino y no estrictamente hijo del famoso filósofo, porque la descendencia del mismo en línea directa sin duda le hubiera acarreado complicaciones a las que no se quería prestar. Ya se sabe -puntualizaba- que tal herencia supone recibir un cincuenta por ciento de los genes de los progenitores, y que en tal caso, y a pesar de las leyes de Mendel, había preferido una línea lateral que a buen seguro le traería menos complicaciones. Y al decir esto, normalmente guiñaba un ojo, dando a entender que las metáforas pueden tener en ocasiones la misma fuerza que la realidad. Ya se sabe que los filósofos, por inteligentes y agudos que sean, no dejan de ser unos individuos encerrados en una serie de conceptos que con frecuencia ni ellos mismos entienden, por lo que muchas veces acaban enredados en la telaraña que han tejido motu propio, y aquí solía poner el ejemplo de Nietzsche, al que acabaron matando los dolores de cabeza. Prefería por lo tanto identificarse como un pariente lejano, que conservando algo de su genialidad, pudiera disfrutar de otras cualidades que le hicieran la vida más llevadera. En todo caso eligió tener con Wittgenstein una relación transversal e incluso tangencial, que le permitiera ser estrictamente Paul en los momentos que le viniera en gana. Leyó a su filósofo predilecto un tanto por encima, ya que aunque tenía el Tractatus sobre la mesilla de noche y de vez en cuando echaba mano de él, no comprendía realmente casi nada y lo empleaba, dada su estructura, a modo de somnífero. Creía además que la crítica radical que Wittgenstein hacía de la filosofía, y especialmente de la metafísica, se atenía a la estructura de su discurso, en tanto que el continente (las palabras) servían para camuflar la inanidad del contenido (el significado), cayendo él mismo en la trampa que denunciaba, pues también lo hacía de una forma parecida. Para salir de tal situación, era frecuente que el sobrino de Wittgenstein recurriera a determinadas ardides no criticables con tal criterio. En concreto, cuando estaba de humor recurría a figuras literarias y tropos entre los que destacaban el oxímoron, las apócopes, las sinalefas, las aliteraciones, las hipérboles, los retruécanos, las onomatopeyas y las perífrasis, utilizando los días que verdaderamente estaba inspirado el dequeísmo y la ecolalia, lo que solía resultar bastante desquiciante, y hacía que más bien pronto que tarde se quedara solo. Esas ocasiones, que a otros le hubieran resultado difíciles de soportar en la medida en que los seres humanos somos animales sociales, a él, admirador de Knut Hamsun ( y en concreto de “Hambre”), no le importaban demasiado, y echaba a andar por las calles de su ciudad, ayudado por una botella de ginebra y redoblando su afán crítico respecto a su tío, recurriendo para ello el resto de tropos y figuras literarias no utilizadas con anterioridad, en concreto insistía en las aféresis, los apócopes, las diástoles, las anáforas, las sindéresis, las elipsis, los quiasmos, las hipérboles, los pleonasmos, las antítesis y la prosopopeya, lo que posiblemente hubiera dejado a su tío sumido en una confusión que le hubiera llevado a conclusiones diferentes, teniendo en cuenta que con frecuencia empleaba además cambios de tono de acuerdo con la fonética china, acompañados por ciertos tics y muecas que hubieran tenido un éxito notable en el teatro de títeres y el kabuki japonés. Y en esas se encuentra en la actualidad el sobrino de Wittgenstein. Seguiremos informando.

(*) “El sobrino de Wittgenstein” de Thomas Bernhard.

martes, 1 de enero de 2013

ACAECERES


El óbito debió acaecer ya de madrugada. Me había levantado como todos los días en plena noche, pero con mal cuerpo y un ligero temblor, que, sin embargo, no me impidió realizar lo que en mí era habitual a esas horas. Luisa dormía profundamente y no me pareció adecuado despertarla, por lo que, tras unos instantes de duda, creo que me volví a dormir, y supongo que poco después debió suceder lo que me ha traído hasta aquí. De verdad que lo siento por ella, la pobre está bastante delicada del corazón y debió asustarse mucho al verme, aunque imagino que de inmediato debió llamar a nuestros hijos para que se hicieran cargo de la situación. Todavía me duele pensar en ello. No se lo merecía, después de tantos desvelos como pasó para sacarnos a todos a delante, y asumo ese “todos” sin el menor reparo, yo era su marido, pero durante bastante tiempo fui un lastre para ella, sin trabajo y lleno de achaques. Pero, en fin, debo adaptarme a la nueva situación y no darle demasiadas vueltas, sería inútil y no ayudaría a nadie. Si debo ser sincero, aquí no se está mal, no es desde luego lo que uno podría esperar, pero teniendo en cuenta que verdaderamente yo no esperaba nada, al fin y al cabo debo dar gracias y sentirme agradecido. Para ellos ya pasó el tiempo del luto y deberán seguir viviendo sus vidas, después de todo es lo que tienen, y harían bien en aprovecharlas lo mejor que puedan. Me acuerdo de ellos todos los días, pero no es un sentimiento de falta o doloroso, en todo caso, si tuviera un sentimiento de culpa, que nunca me fue propio, podría sentirme egoísta, pero tampoco es así. Les recuerdo con un cariño teñido de esperanza, como si pronto les fuera a ver, y no valiera la pena exagerar. Mientras tanto, aquí paso el tiempo (o como aquí pueda llamarse a esa sensación en la que a una cosa le sigue otra) como buenamente puedo, es un lugar agradable, donde todo transcurre con mucha placidez, sin grandes alegrías pero sin sobresaltos, lo que hace que nuestros días se puedan sobrellevar sin complicaciones. Verdaderamente no sé donde estoy, pero si tuviera que decir algo, a mi esto me parece muy parecido al limbo del que nos hablaban cuando éramos niños, aunque creo recordar que luego ese lugar lo suprimió oficialmente la Santa Sede. En cualquier caso, me siento agradecido, pues desde luego no se trata del infierno, y si es el cielo, aunque no sea lo espectacular que podía esperarse, sí es un lugar donde uno puede eternizarse sin mayores problemas. No siento el llamado “mal de ausencia”, esa falta terrible de Dios que al parecer sufren los que en vida no le consideraron, y puedo decir que las horas transcurren tranquilamente sin que se eche de menos ninguna presencia irremplazable. Al parecer, somos muchos, pero vivimos unas vidas bastante independientes agrupados por afinidades de acuerdo con nuestras aficiones, concretamente los que estamos en este área nos dedicamos a los juegos de azar, la escritura y la música. Son muchas horas en compañía de los demás que resultan muy gratas, pues durante el juego, por ejemplo, en ningún caso se dan discusiones ni desacuerdos violentos, ya que en las situaciones que podían resultar desagradables, todos nos comprendemos y tenemos la certeza de que nadie obra de mala fe. En cualquier caso, preferimos no hablar, aunque debe quedar claro que nos entendemos perfectamente mediante gestos mínimos que hacen inútiles las palabras. De vez en cuando, sin embargo, hay quien llevado sin duda por algún tipo de añoranza, dice algo en un idioma que no todos comprendemos, pero del que, paradójicamente, logramos captar su sentido, pues aquí el lenguaje es prescindible, algo demasiado elemental para seres que nos movemos en otra dimensión. Seguro que a los del otro lado nuestra actitud les parecería sorprendente, e incluso les causaría un gran dolor, pero en este lugar todo está lo suficientemente claro para que no sea necesario desvivirse con explicaciones ni argumentos sofisticados: es todo muy sencillo. Debo, no obstante, decir que en ciertas ocasiones, siento en mi interior un deseo irrefrenable de transmitir a los demás mis sentimientos más profundos, y que hago un esfuerzo casi sobrehumano para reprimirme y no estallar y gritar a voz en cuello mi alegría o mi congoja, pero dura poco tiempo, y enseguida me sumerjo de nuevo en cualquiera de mis actividades preferidas. Debo decir también que llevo un diario, y que buena parte de la mañana la paso escribiendo en él los pequeños pormenores de mi vida aquí, que aunque pueda parecer un tanto monótona, tiene unos matices sutilísimos que de ninguna manera quiero que se me escapen y acabe olvidándolos. De todas maneras, en este punto quiero resaltar la voluntad que pongo en escribir con buena caligrafía, independientemente del tema de que se trate que, por lo que ya he dicho, nunca tiene demasiadas variaciones, sin que esto quiera decir que ocasionalmente no haya asuntos reseñables. En concreto, últimamente hago bastante hincapié, y esto se lo señalo a los demás, en las deficiencias del sonido de la megafonía. Hay ocasiones que está muy bien, y  es de agradecer, pues incluso podría decirse que es de alta fidelidad, pero a veces se convierte en una chicharra insoportable, algo verdaderamente difícil de comprender si es cierto que estamos donde suponemos. Esto se hace especialmente hiriente en los momentos en los que a través de ella oímos algunas cantatas y partitas de Juan Sebastián Bach, al que siempre he adorado, y que me hace recordar con especial emoción el día de mi boda, cuando más allá de Mendelssohn, en algunos momentos se podía oír su Tocata y Fuga en re menor. Entonces pienso en la pobre Luisa y lo sola que se ha quedado, y mis ojos se llenan de lágrimas, pero debo ser muy discreto y disimular, porque pienso que es lo que corresponde en un lugar  tan discreto como este, al que le llaman cielo.

INTERNADOS


Mis padres nunca entendieron por qué a los ocho años quise que me metieran en un internado. De todas maneras, hasta los diez no fue posible porque esa era la edad mínima, y tuve que esperar hasta entonces para ver cumplido mi deseo, algo a lo que ellos finalmente accedieron bastante consternados. Supongo que el mero hecho de que un vástago tan joven quiera abandonar el hogar familiar, debe resultar duro de encajar en cualquier familia, sobre todo en una como la nuestra, compuesta por ocho hermanos, dos abuelas, una tía, dos criadas y ellos mismos, papá y mamá, todos bien avenidos, un auténtico clan, pero mi decisión fue firme poco después de haber hecho la primera comunión. Lo cierto es que aún hoy en día cuando reflexiono sobre ello, todavía no lo tengo claro, y creo recordar que entonces tampoco, aunque si he de decir algo que pueda aproximarse a lo que sentía, es que tenía la impresión de que yo allí sobraba. Éramos muchos, es cierto, pero en aquella época en la que se premiaba a las familias numerosas, tampoco era tan raro, y por lo tanto, mi deseo debía tener más que ver con mi forma de ser que con la propia realidad. Creo que lo que verdaderamente sentía era que yo allí no encajaba, no porque los demás tuvieran algo contra mí (¿como se puede tener algo contra un niño de ocho años?), sino porque en mi interior yo imaginaba un lugar diferente donde podría ser yo mismo, aunque entonces tampoco debía tener muy claro lo que eso significaba. Supongo que era un niño raro, y tal cosa no era sino una más de  mis características, aunque posiblemente la más sorprendente. De hecho, una de las abuelas, Elena, me quería muchísimo, y el día que mis padres me llevaron a su cuarto para que me despidiera, se cogió un berrinche tremendo que por poco la manda al otro barrio. Mis padres, todavía lo recuerdo con cierta emoción, trataron de disuadirme con argumentos que imagino suponían disuasorios, como la lejanía de la familia, las largas tardes de soledad en compañía de niños desconocidos, e incluso con la amenaza de unos profesores muy estrictos que no me harían la vida muy fácil. Pero todo fue inútil, y a mediados de septiembre de mil novecientos cincuenta y cinco, mi padre me llevó en uno de los escasos taxis por entonces disponibles allí, después de un último intento disuasorio de Francisca, una de las criadas, que como postre aquel día me había preparado un bollo riquísimo para decirme de inmediato que tendría que olvidarme de ellos hasta las Navidades, algo que para su congoja, yo acepté sin pestañear respondiéndole que “seguro que en el internado harán otros tan buenos o mejores”. Lo cierto es que nunca pude explicarles el por qué de mi decisión, aunque con el tiempo, lo que me sorprendió todavía más fue el hecho de que finalmente la aceptaran, pues hubiera sido suficiente su negativa para que no hubiera tenido más remedio que quedarme en casa. Pero tampoco quiero dar a esto demasiadas vueltas. La tarde que llegamos al internado, a tres horas largas en coche, papá estuvo charlando mucho tiempo con el director, supongo que era el método habitual de admisión y porque mi caso no era corriente, pues los chicos solían ir allí por otro tipo de problemas, familiares, educativos o de conducta (aunque no era un reformatorio). Después de la conversación privada, entré yo con papá, y el director, un cura alto, muy delgado y con gafas, me dijo que estaba convencido que allí iba a estar estupendamente y que iba a ser muy bien acogido entre mis nuevos compañeros, algo que él no sabía que a mí me tenía sin cuidado, pues en la medida de lo posible, pensaba hacer mi vida. Así pues, me quedé allí solo, y mentiría si no dijese que en aquellos primeros días me di cuenta de que quizás había medido mal mis fuerzas, pues aquel sitio era lo más parecido a un cuartel que uno se pueda imaginar. “Niños por aquí, chicos por allá, arriba, abajo, silencio, come, calla, adelante, atrás”, en fin, una retahíla de órdenes que yo ya esperaba, pero desde luego no con tanta intensidad. Para más inri, al cabo de dos semanas se presentó allí mi familia al completo, excepto los dos pequeños que se quedaron con las tatas. Habían venido en tren hasta un pueblo próximo, y desde allí en un armatoste antediluviano con ruedas que les habían alquilado. Se trataba de un esfuerzo desesperado de mis padres para reintegrarme al ámbito familiar, y vive Dios que estuvieron a punto de conseguirlo, pero finalmente les pude despedir con la mano en alto desde las escaleras del edificio del internado, en compañía del director y un cura más joven con cara de hiena (hecho que el tiempo no haría sino confirmar por su cinismo y mal genio). Cuando por fin me dejaron solo y el coche de la familia se convirtió en un punto en el horizonte de la carretera, los curas se pusieron a hablar entre ellos con toda naturalidad sin importarles mi presencia, pues el director le dijo al otro “es un chico muy especial, vigílelo bien y no le permita demasiadas tonterías”, para a continuación echarme apenas una mirada, y señalándome las escaleras que daban a las aulas decirme “¡hala, para arriba!”. Francamente, no sé que tonterías podía esperar de mí aquel larguirucho malencarado, a no ser que el mero hecho de intentar hacerme invisible fuera una de ellas.

Mi vida en el internado comenzó de una manera bastante natural, pues al parecer los alumnos llegaban o se iban con cierta frecuencia, lo que ya daba una idea de que aquel lugar era un sitio especial, sujeto a criterios que no tenían mucho que ver con el rendimiento escolar. Yo empezaba el bachillerato y formaba parte del grupo de los llamados “pequeños”, supongo que por razones que tenían que ver esencialmente de desarrollo psicofísico, entre que la más evidente era la entrada en la pubertad de los “mayores”, y sus necesidades directamente proporcionales a la irrupción abrumadora de pelo por todas partes, y lo que tal hecho traía aparejado. Todos coincidíamos en el comedor, donde la algarabía era tremenda, y donde yo solía buscar un el lugar más apartado posible para concentrarme en mis cosas, siendo de ellas la principal que los otros no me dieran la tabarra. No he dicho hasta ahora que el internado era exclusivamente para chicos, pero eso es algo que cae por su propio peso, sobre todo cuando llegamos al punto siguiente de este rápido recorrido por aquella institución, los dormitorios. Se trataba de unas salas enormes, situados en alas diferentes de los tres pisos del edificio de acuerdo con nuestras edades, por razones en las que no creo que deba insistir. En general fui bien acogido y no tuve ninguna complicación especial, excepto que al poco tiempo me enteré de que me llamaban “cabezón”, al principio de una forma soterrada, pero enseguida de forma directa, algo a lo que me resistí hasta que me di cuenta que sulfurarme me suponía un desgaste mayor que aceptarlo estoicamente. La verdad es que en el fondo tenían bastante razón, pues al mirarme en el espejo de los aseos, no tenía más remedio que estar de acuerdo, tenía un cuerpo bastante enclenque y una cabeza que, como contraste, surgía de un cuello esmirriado como si fuera un melón. La situación no tenía solución, y solo me quedaba tener paciencia y esperar que las fuerzas de la evolución hicieran que con el tiempo me convirtiera en alguien más presentable. A pesar de la monotonía de los días, el tiempo transcurrió más rápido de lo previsto (aunque de hecho, yo no tenía nada previsto) y cuando quise darme cuenta, mi padre me vino a buscar en Navidad en el mismo taxi, convirtiéndose mi llegada a casa en un acontecimiento parecido a la vuelta al hogar del hijo pródigo, o posiblemente en una historia de Dickens donde un niño abandonado es recuperado después de pasar una temporada trabajando en las carboneras de cualquier suburbio londinense (¿Oliver Twist?). Creo que mi reacción les decepcionó, pues esperaban que me echara llorando en sus brazos como si acabara de salir de la cárcel, y al no ser así se quedaron un tanto frustrados, tratando de sonsacarme escenas y situaciones desgraciadas que me hicieran  volver al hogar definitivamente. Pero no fue así, y siguiendo mi costumbre me limité a hacer mi vida y disfrutar de la celebración de la venida de Nuestro Señor al mundo y del Año Nuevo, con una seriedad que les preocupaba, lo que no me impidió comer dulces y pavo como el que más. Las navidades se pasaron rápido y soy sincero si digo que en el momento de regresar al internado tuve un sentimiento agridulce, pues ya era consciente de lo que me esperaba, aunque finalmente me metí de nuevo en el coche con papá rumba al destierro. Aquí cabe añadir que, como la primera vez, Francisca elaboró una tarta si cabe mejor que la anterior, hecho que yo agradecí pero no me hizo cambiar de opinión, aunque esta vez en un rapto de sinceridad tuve que confesarle que estaba mejor que las del internado, por otra parte inexistentes. El invierno pasó con una rapidez lastrada por la rutina del horario escolar, que no cambiaba ni un ápice de un día para otro, excepto los fines de semana, que estábamos algo más libres y podíamos hacer competiciones deportivas (como es natural, fútbol). Algunas veces nos sacaban por las poblaciones de los alrededores y nos enseñaban monumentos o lugares históricos que, como es lógico, a nuestros años nos tenían sin cuidado a pesar de los esfuerzos de algunos de los profesores por explicarnos de qué se trataba. Nuestro mayor interés era que llegara la hora de la comida, normalmente a base de bocadillos de tortilla y filetes como suelas, con una manzana como postre. Ni que decir tiene que lo devorábamos. Una hora especialmente complicada era la de acostarse, no porque no nos apeteciera, sino porque los días de mucho frío nos quedábamos casi tiesos en las literas, con una única manta cuartelera como abrigo, sobre la que echábamos encima la ropa diaria, las toallas y el albornoz con objeto de sobrevivir. Me agarré unos sabañones de aúpa, a pesar de unos guantes de hilo que no abrigaban nada. La llegada de la primavera supuso un alivio considerable en este sentido, aunque ya se sabe que en la meseta, hasta bien entrado mayo, hay que andarse con ojo si uno no quiere acabar como una mojama al menor descuido. La semana santa, que ese año se celebró en abril, fue muy especial, porque por razones que todavía desconozco, mis padres me dijeron que era conveniente que me quedara en el internado, donde en su opinión, reinaba un clima espiritual muy indicado para aquellas fechas. Quizás ese clima especial hacía referencia al hecho que la veintena de chicos que nos quedamos, estuviéramos tres días participando en las procesiones de varios de los pueblos de los alrededores vestidos de penitentes, con capirotes y túnica hasta las sandalias (al parecer varias Hermandades estaban escasas de personal y nosotros disimulábamos su ausencia). Por fin llegó el verano con toda su parafernalia de calor, moscas y chicharras, momento en el que regresé a casa con el primer curso aprobado y con serias dudas internas de si merecía la pena regresar después de la experiencia pasada, y ya con el convencimiento experimental que aquel lugar que yo había idealizado de una manera un tanto inexplicable, no era sino un sitio más en donde tratan de hacer la vida imposible a la gente joven, a la que al parecer hay que adoctrinar para que siga haciendo lo que a los mayores se les antoja. En este caso se trataba de unos extraños señores vestidos de negro y con sotana que se empeñaban no solo en que estudiáramos y fuéramos buenos, sino en imbuirnos unas creencias que sin ser nuevas (la Biblia, la misa, la comunión, el demonio y todas esas cosas), sí adquirían con ellos un valor que en casa solo era parte de un teatro de obligado cumplimiento, pero del que uno podía zafarse sin demasiadas complicaciones. De hecho, en alguna ocasión creí oírle a mi padre decirle a mamá que, después de la experiencia que ambos habían tenido a lo largo de los años, tenía bien claro que de Purísima Concepción, nada.  A pesar de mi exilio voluntario, los meses de verano los pasé en tres lugares diferentes, con lo que quedaba bastante claro que, independientemente de que en casa se me echara de menos, mis padres tampoco tenían ningún reparo en que siguiera viajando. Los primeros quince días de Julio los pasé en casa, después me enviaron a un campamento de falange y para terminar, hasta finales de Agosto a una aldea de Asturias en casa de unos conocidos. El campamento me pareció horroroso, y  de él saque sobre todo en claro que en el Cantábrico puede ser apetecible bañarse cuando aprieta el calor, pero que en cualquier, caso el agua está tan fría que puede disuadirte. El resto del día en aquellos campamentos paramilitares, consistía en una serie de actividades que daban la impresión de ser preparatorias para ir al frente de un momento a otro. Aún recuerdo con congoja los desayunos, un chorro de leche con achicoria sobre un plato de aluminio, acompañado por una rebanada de pan casi tieso con mantequilla (por darle un nombre a aquella pasta blancuzca). También eran reseñables los fuegos de campamento, en los que los chicos salían a entretener a los demás a base de habilidades y canciones que no sé por qué insistían mucho en lo contentos que estábamos y en el porvenir radiante que nos esperaba. La armónica era el instrumento musical por excelencia, algo que tiempo después ignoró la Orquesta sinfónica nacional. (Continuará).